Sala de Lectura

sábado, octubre 09, 2004

Baudolino - Notas al margen de la traducción

Leo Baudolino y pienso inmediatamente en el paso del Tratado de semiótica general donde se dice que la función de la semiótica es explicar la mentira. Pero también hay mucho de Arte y belleza en la estética medieval, de Las poéticas de Joyce, del Segundo diario mínimo. En cambio, del Nombre de la rosa no; por lo menos no me lo parece, allí el estilo era alto, mientras que aquí es bajo, no hay latín...
Sí, es verdad, el primer capítulo tiene un lenguaje inventado, pero es un ejercicio lúdico, no es un ejercicio filológico. Y de ahí se derivan las dos almas del libro, por una parte, el diálogo elevado, directamente con Nicetas Coniates, e indirectamente con las crónicas de Villehardouin, con las disputas medievales, con Rabelais, con el Pseudo Dionisio Areopagita, con Rudel. Por la otra, el diálogo “llano” con el lector, donde incluso la cita culta es invención de Baudolino, que es un campesino, un pícaro que habla con su buen piamontés alejandrino, y se rodea de mercaderes genoveses.

Otra vez una traducción complicada, pienso. El trabajo de la traducción suele realizarse en los límites de la lengua (y de la cultura) para adaptarla, para hacer que refleje algo que le es ajena, para enriquecerla. Eco ha necesitado inventar una lengua, así que me tocará inventarla también a mí, pero la invención del lenguaje debe extenderse, no puede limitarse al primer capítulo, porque, al fin y al cabo, los elementos de piamontés o de genovés los entienden pocos en Italia.
Hay un movimiento que va desde una lengua inventada a una lengua real contaminada con patrimonio “dialectal”, de uso y consumo personal, lengua de la infancia, lengua de lo que constitutivamente uno es. El uso del piamontés no implica reivindicaciones ideológicas o culturales. Su valor lingüístico es subjetivo.

Dante, en el De vulgari eloquentia, se refería a la lengua de Alejandría, y la maltrataba:

Las ciudades de Trento y Turín, además de Alejandría, están situadas tan cerca de los confines de Italia que no pueden tener hablas puras; tanto que, aunque tuvieran una bellísima lengua rústica —y la tienen feísima— su lengua está mezclada con las de otros pueblos que deberíamos negar que se trate de una lengua verdaderamente italiana.

A lo cual había respondido ya Eco en El segundo diario mínimo: “Está bien, somos bárbaros. Pero también ésta es una vocación”.
Efectivamente, para contar la alejandrinidad hay que seguir caminos humildes, el punto de vista monumental está equivocado, es preciso “contar epifanías” que son, si le hacemos caso a Joyce “una subitánea manifestación espiritual, en un discurso o en un gesto, o en un vuelo de pensamientos dignos de recordarse”.

Lo interesante de la epifanía es que el lector participa directamente en la producción del significado, está obligado a zambullirse en el escalofrío literario. Un poco como lo que hizo Cortázar, en el capítulo 68 de Rayuela:

Apenas a él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. (...) Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.


En esta traducción, pues, más que intentar trasponer funcionalmente un sentido hay que proponérselo al lector. El objetivo es conseguir crear epifanías humildes mediante un lenguaje llano, modesto, bárbaro y veraz. El piamontés en Baudolino como el lenguaje de Pozzo de San Patrizio en la Isla del día de antes, el lenguaje imprescindible del Padre: “En mi tierra no se miente”.

Descarto totalmente la idea de traducir variedades regionales italianas con variedades peninsulares de origen romance (gallego o catalán), o con desviaciones de la norma, que podrían indicar una categoría social. Decido mantenerme en el ámbito del castellano castizo y arcaico. Pero no arrincono la contaminación con el italiano y con el “dialecto”.
Decido que el lector bien puede enfrentarse a un proceso de apropiación de un lenguaje y de un texto, en un doble movimiento de distanciamiento y acercamiento. Me acuerdo de lo que decía Renan en 1882, aun no siendo verdad:

en la infancia de la filosofía domina el sistema de las versiones literales. El Oriente y la Edad Media apenas si han concebido la traducción como otra cosa que un mecanismo superficial en que el traductor, abrigándose, por decirlo así, tras de la obscuridad del texto, descargaba en el lector el cuidado de encontrar allí un sentido.


Me siento un poco como el traductor medieval: lo que intento es preservar la materialidad, la otredad del texto original.
Mi traducción se me presenta como una mezcla de sustitución y recreación. Una suerte de reconquista de la multiculturalidad inherente a toda traducción. Me apoyo en la idea de Benjamin de que la traducción “sirve para poner de relieve la íntima relación que guardan los idiomas entre sí”; relación que puede representarse si la traducción se realiza “en una forma embrionaria e intensiva”.
Así pues, para todo lo que concierne a los dialectos me decido por la asonancia, la transliteración, la creación de híbridos (adaptando la grafía al español), el calco de formas nuevas. Creo neologismos y dejo la responsabilidad de su interpretación al lector.

En cambio, el primer capítulo lo escribiré en un español inventado que recuerde sobre todo al Cantar de mio Cid y a la Fazienda de Ultramar. Debe ser un modelo reconocible, porque el texto paródico no puede sostenerse si no se apoya en un patrimonio lingüístico y literario compartido, que permita la activación instantánea de la memoria.
Elijo la Fazienda de Almerich porque está en prosa, mientras que el Cantar está en verso, como en verso está Berceo, y porque está relacionada con el arzobispo don Raimundo, inspirador de una escuela de traducción, anterior incluso a la de Toledo. El original perdido se remonta a antes de 1152 (la cronología funciona, pues) y estaba en latín, lemosín o gascón. Y además la versión castellana parece ser de 1220: “de todos modos es muy arcaica (...) y con forasterismos atribuibles a una traducción chapucera de un orginal gascón, o a intervención de un traductor gascón o catalán”, según Lapesa. También yo juego un poco.

Hay un problema más, que atañe al patrimonio reconocible sobre el que se construye la parodia, y es que normalmente las ediciones destinadas a los que no son especialistas de literatura medieval usan o bien una modernización total de la ortografía, o bien una versión intermedia, con la introducción de acentos y una normalización parcial. Por ejemplo, se suele arreglar la confusión entre l y ll; n, nn y ñ; c y ch; s y ss; se suele cambiar la th con t; r, R y rr siguen la ortografía corriente; se suprime la h pleonástica y se la inserta antes de ue; se cambia la g palatal ante a, o, u por i (juego y no guego); la y se conserva para la consonante pero se pone i cuando su sonido es de vocal; la u y la v se normalizan en la u para vocal, v para consonante. Y además se introduce puntuación con normas modernas...
Yo hago exactamente lo contrario: me imagino lo que podía pasarle por la cabeza a un aldeano que a sus catorce años se ve arrojado al centro del mundo, que aprende a escribir en Alemania, pero intenta escribir en la lengua que sabe. Y aparece tambien la k, que es típica de las glosas silenses, pero también puede ser un rasgo de la cultura alemana...
Para inventarme la lengua, me armo del Manual de gramática histórica del español, de los Orígenes del español de Ramón Menéndez Pidal, consulto la Historia de la lengua de española de Rafael Lapesa; pero construyo un texto filológico hasta un cierto punto: tampoco Eco se inspira en los Sermones Subalpinos, que son el primer documento del piamontés (de los siglos XII-XIII), sino más bien en la Sentencia Capuana, primer documento del italiano que se remonta a 960: “sao ko kelle terre, per kelle fini que ki contene, trenta anni le possette parte s(an)c(t)i Benedicti”; y no menosprecia la cita culta, como la Adivinanza de Verona (“calamus ke alba pratalia ... “) porque es menester no dejar de jugar.
El juego está entonces en recrear la sonoridad del original; no consiste en escribir en un español medieval, sino en una lengua vehicular que podía escribir alguien como Baudolino, nacido en la niebla de la llanura padana.

En el relato de un mentiroso, las epifanías no mienten (o por lo menos, no deberían). Y aún menos la traducción. Así pues, si el lector descubre extrañezas, que no se inquiete, que disfrute de ellas porque el único que miente en la novela es Baudolino.

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