Sala de Lectura

martes, octubre 12, 2004

Baudolino - Parte II - Baudolino se encuentra con Nicetas Coniates

—¿Qué es esto? —preguntó Nicetas, después de darle unas vueltas entre las manos al pergamino e intentar leer algunas líneas.
—Es mi primer ejercicio de escritura —contestó Baudolino— y desde que lo escribí (tenía, creo yo, catorce años, y todavía era una criatura del bosque), desde entonces lo he llevado encima como un amuleto. Después he rellenado muchos pergaminos más, algunas veces día a día. Tenía la impresión de existir sólo porque por la noche podía relatar lo que me había pasado por la mañana. Más tarde, me conformaba con epítomes mensuales, pocas líneas, para acordarme de los acontecimientos principales. Y, me decía, cuando esté entrado en años (que a saber, sería ahora), extenderé las Gesta Baudolini sobre la base de estas notas. De esa manera, en el transcurso de mis viajes, llevaba conmigo la historia de mi vida. Pero en la huida del reino del Preste Juan...
—¿Preste Juan? Nunca he oído hablar de él.
—Ya te hablaré yo de él, quizá incluso demasiado. Te estaba diciendo: al huir perdí aquellos papeles. Fue como perder la vida misma.
—Pues entonces ya me contarás a mí lo que recuerdes. A mí me llegan fragmentos de hechos, retazos de acontecimientos, y yo saco de ellos una historia, entretejida de designio providencial. Tú, al salvarme, me has regalado el poco futuro que me queda, y yo te corresponderé devolviéndote el pasado que has perdido.
—Pero quizá mi historia es un sinsentido...
—No hay historias sin sentido. Y yo soy uno de esos hombres que saben encontrarlo allá donde los demás no lo ven. Después de lo cual la historia se convierte en el libro de los vivos, como una trompeta brillante que hace resurgir de su sepulcro a los que son polvo desde hace siglos... Sólo que se necesita tiempo, hay que considerar los acontecimientos, vincularlos, descubrir los nexos, incluso los menos visibles. Claro que tampoco tenemos nada más que hacer, tus genoveses dicen que tendremos que esperar hasta que la rabia de esos perros se haya calmado.
Nicetas Coniates, ya orador de corte, juez supremo del imperio, juez del Velo, logoteta de los secretos, es decir —como habrían dicho los latinos— canciller del basileo de Bizancio, además de historiador de muchos Comnenos y de los Ángelos, miraba con curiosidad al hombre que tenía delante. Baudolino le había dicho que se habían visto en Gallípoli, en los tiempos del emperador Federico, pero si Baudolino estaba, estaba confundido entre muchos ministeriales, mientras que Nicetas, que negociaba en nombre del basileo, era mucho más visible. ¿Mentía? En cualquier caso, era él quien lo había sustraído a la furia de los invasores, lo había conducido a un lugar seguro, lo había reunido con su familia y le prometía sacarle de Constantinopla...
Nicetas observaba a su salvador. Más que un cristiano, parecía un sarraceno. Un rostro quemado por el sol, una cicatriz pálida que atravesaba toda la mejilla, una corona de cabellos todavía rojizos, que le otorgaba un cariz leonino. Nicetas se habría sorprendido, más tarde, al saber que ese hombre tenía más de sesenta años. Las manos eran gruesas; cuando las tenía recogidas en el regazo, se notaban en el acto sus nudosos nudillos. Manos de campesino, hechas más para la azada que para la espada.
Y, aun así, hablaba un griego fluido, sin escupir saliva en cada palabra como solían hacer los extranjeros, y Nicetas acababa de oírle dirigirse a algunos invasores en uno de sus erizados idiomas, que hablaba rápido y seco, como quien sabe usar esa lengua también para el insulto. Por otra parte, la noche antes le había dicho que poseía un don: le bastaba oír a dos hablando una lengua cualquiera, y al cabo de poco era capaz de hablar como ellos. Don singular, que Nicetas creía había sido concedido sólo a los apóstoles.
Vivir en la corte, y qué corte, le había enseñado a Nicetas a valorar a las personas con reposada desconfianza. Lo que llamaba la atención en Baudolino era que, dijera lo que dijese, miraba de soslayo a su interlocutor, como para advertirle de que no lo tomara en serio. Costumbre que se le podía consentir a todo el mundo, menos a alguien de quien te esperas un testimonio veraz, que habrá de traducirse en Estoria. Por otra parte, Nicetas era curioso por naturaleza. Amaba oír relatar a los demás, y no sólo de cosas que no conocía. Incluso lo que ya había visto con sus propios ojos, cuando alguien se lo repetía le parecía estar mirándolo desde otro punto de vista, como si se encontrara en la cima de una de esas montañas de los íconos, y viera las piedras tal como las veían los apóstoles desde el monte, y no como las veía el fiel desde abajo. Además, le gustaba interrogar a los latinos, tan distintos de los griegos, empezando por esas lenguas suyas novísimas, cada una distinta de la otra.

Nicetas y Baudolino estaban sentados uno enfrente del otro, en la habitación de una torrecilla, con ajimeces que se abrían sobre tres lados. Uno mostraba el Cuerno de Oro y la orilla opuesta de Pera, con la torre de Galata que sobresalía de su séquito de rabales y casuchas; por el otro, se veía desembocar el canal del puerto en el Brazo de San Jorge; y, por fin, el tercero miraba hacia occidente, y desde ahí habría debido verse toda Constantinopla. Pero aquella mañana el color tierno del cielo estaba ofuscado por el humo denso de los palacios y de las basílicas consumidas por el fuego.
Era el tercer incendio que estallaba en la ciudad en los últimos nueve meses; el primero había destruido almacenes y reservas de la corte, desde las Blaquernas hasta los muros de Constantino; el segundo había devorado las alhóndigas de venecianos, amalfuanos, pisanos y judíos, desde Perama hasta casi la costa, salvando sólo ese barrio de genoveses casi a los pies de la Acrópolis, y el tercero estaba propagándose ahora por doquier.
Abajo, un verdadero río de llamas: caían por tierra los soportales, se derrumbaban los palacios, se quebraban las columnas, los globos de fuego que salían despedidos del centro de esa deflagración consumían las casas lejanas y las llamas, empujadas por los vientos que alimentaban caprichosamente ese infierno, regresaban para devorar lo que antes habían perdonado. Arriba, se levantaban nubes densas, todavía rojeantes en su base por los reflejos del fuego, pero de colores distintos, no se entiende si por un engaño de los rayos del sol naciente o por la naturaleza de las especias, o de las maderas, o de cualquier otra materia combusta de las que nacían. Según cómo soplara el viento, desde puntos distintos de la ciudad, llegaban aromas de nuez moscada, de canela, de pimienta y de azafrán, de mostaza o de jengibre, de suerte que la ciudad más bella del mundo ardía, sí, pero como un pebetero de perfumados aromas.
Baudolino daba la espalda al tercer ajimez, y parecía una sombra oscura aureolada por la doble claridad tanto del día como del incendio. Nicetas en parte lo escuchaba y en parte volvía a las vicisitudes de los días precedentes.

Desgraciadamente, aquella mañana del miércoles 14 de abril del año del Señor 1204, es decir, seismilsetecientosdoce desde el principio del mundo, como se usaba calcular en Bizancio, hacía dos días que los bárbaros se habían apoderado definitivamente de Constantinopla. El ejército bizantino, tan rutilante de armaduras y de escudos y de yelmos cuando desfilaba, y la guardia imperial de los mercenarios ingleses y daneses, armados con sus terribles segures, que todavía el viernes habían resistido batiéndose con arrojo, cedieron el lunes, cuando los enemigos, por fin, habían violado las murallas. Fue una victoria tan repentina que los vencedores mismos se detuvieron, atemorizados, al caer la tarde, esperándose una respuesta; y, para mantener alejados a los defensores, provocaron el nuevo incendio. La mañana del martes toda la ciudad se dio cuenta de que, con nocturnidad, el usurpador Alejo Ducas Murzuflo había huido tierras adentro. Los ciudadanos, huérfanos ya y derrotados, maldijeron a ese ladrón de tronos a quien habían alabado hasta la noche anterior, a quien habían cubierto de parabienes cuando había estrangulado a su predecesor, y no sabiendo qué hacer (pávidos, pávidos, pávidos, qué vergüenza, se quejaba Nicetas ante la afrenta de aquella rendición), se reunieron en un gran cortejo. Con el patriarca y curas de todas las razas en sus vestiduras rituales, con los monjes voceando piedad, listos para venderse a los nuevos poderosos como siempre se habían vendido a los viejos, con las cruces y las imágenes de Nuestro Señor levantadas por las alturas tanto como sus gritos y lamentos, salieron al encuentro de los conquistadores confiando en amansarlos.
Qué locura, esperar piedad de esos bárbaros, que no tenían necesidad alguna de que el enemigo se rindiera para hacer lo que llevaban meses soñando: destruir la ciudad más extensa, más poblada, más rica, más noble del mundo y repartirse sus despojos. La inmensa comitiva de los plañideros se encontraba ante descreídos con el ceño airado, con la espada todavía roja de sangre, y sus caballos piafando. Como si el cortejo nunca hubiera existido, se había dado inicio al saqueo.
Oh Cristo Señor y Dios, ¡cuáles fueron entonces nuestras angustias y nuestras tribulaciones! ¿Cómo y por qué el fragor del mar, la ofuscación y la total oscuridad del sol, la roja aureola de la luna, los movimientos de las estrellas no nos habían presagiado aquella última desventura? Así lloraba Nicetas, la tarde del martes, extraviados sus pasos en la que había sido la capital de los últimos romanos, intentando evitar, por un lado, las hordas de los infieles; por el otro, encontrándose con el camino cerrado por renovados focos de incendio, desesperado por no poder tomar el camino de casa y temeroso de que, mientras tanto, algunos de aquellos canallas amenazaran a su familia.
Por fin, al oscurecer, no osando atravesar los jardines y los espacios abiertos entre Santa Sofía y el Hipódromo, corrió hacia el templo al ver abiertas sus grandes puertas, y sin sospechar que la furia de los bárbaros habría llegado a profanar también aquel lugar.
Pero nada más entrar, palidecía ya de horror. Aquel gran espacio estaba sembrado de cadáveres, entre los cuales caracoleaban caballeros enemigos obscenamente borrachos. Allá la patulea se dedicaba a abatir a mazazos la verja de plata de la tribuna, rebordeada de oro. El magnífico púlpito había sido atado con cuerdas para que una hilera de mulos arrastrándolo lo arrancara. Una mesnada beoda zahería imprecando a los animales, pero los cascos resbalaban en el suelo pulido, los soldados incitaban primero con la punta luego con el filo de sus espadas a las desgraciadas bestias que prorrumpían por el temor en ráfagas de heces; algunas se caían y se rompían una pata, de suerte que todo el espacio en torno al púlpito era un cieno de sangre y mierda.
Grupos de esa vanguardia del Anticristo, se ensañaban contra los altares, Nicetas vio a unos que abrían de par en par el tabernáculo, agarraban los cálices, arrojaban al suelo las sagradas formas, hacían saltar con el puñal las piedras que adornaban la copa, se las escondían entre la ropa y tiraban el cáliz a un montón común, destinado a la fusión. Otros, antes y a carcajadas, tomaban de la silla de su caballo una bota llena, vertían el vino en el vaso sagrado y bebían de él, parodiando los gestos de un celebrante. Peor aún, en el altar mayor, ya expoliado, una prostituta medio desvestida, alterada por algún licor, bailaba descalza sobre la mesa eucarística, haciendo parodias de ritos sagrados, mientras los hombres se reían y la incitaban a que se quitara las últimas prendas; la prostituta, desnudándose poco a poco, se había puesto a bailar ante el altar la antigua y pecaminosa danza del córdax, y por último se había tirado, eructando cansada, en el sitial del Patriarca.
Llorando por lo que veía, Nicetas se apresuró hacia el fondo del templo, donde se erguía la que la piedad popular llamaba Columna Sudante; y que, en efecto, al tocarla exhibía un místico y continuo sudor propio, pero no era por razones místicas por lo que Nicetas quería alcanzarla. A medio camino se había encontrado con el paso cortado por dos invasores de gran estatura –a él le parecieron gigantes— que le gritaban algo con tono imperioso. No era necesario conocer su lengua para entender que por sus indumentos de hombre de corte presumían que iba cargado de oro, o podía decir dónde lo había escondido. Y Nicetas, en aquel momento, se sintió perdido porque, como ya había visto en su afanosa carrera por las calles de la ciudad invadida, no bastaba con mostrar que se tenían pocas monedas, o con negar tener escondido un tesoro en alguna parte; nobles deshonrados, ancianos llorosos, propietarios expropiados: o los torturaban hasta la muerte para que revelaran dónde habían escondido sus bienes, o los mataban pues, no teniéndolos ya, no conseguían revelarlo. Y cuando lo revelaban, los abandonaban por los suelos, tras haber soportado tales y tantas torturas que no podían sino morir, mientras sus verdugos levantaban una losa, tiraban una pared falsa, hacían que se derrumbara un contratecho e hincaban sus manos rapaces entre vajillas preciosas, con un crujir de sedas y terciopelos, acariciando pieles, desgranando entre los dedos piedras y joyas, oliendo tarros y saquitos de drogas raras.
Así, en aquel instante, Nicetas se vio muerto, lloró a su familia que lo había perdido y pidió perdón a Dios todopoderoso por sus pecados. Y fue entonces cuando entró en Santa Sofía Baudolino.

Apareció galano como un Saladino, con su caballo engualdrapado, una gran cruz roja sobre el pecho, la espada desenvainada, gritando:
—Vientredediós, virgenloba, muertedediós, asquerosos blasfemadores, cerdos simoníacos, ¿es ésta la manera de tratar las cosas de nuestroseñor?
Y venga a darles cimbronazos a todos aquellos blasfemos crucíferos como él, con la diferencia de que él. no estaba borracho sino furibundo. Y llegado a la ramera despatarrada en la silla patriarcal, se inclinó, la agarró por los cabellos y ya la estaba arrastrando entre la bosta de los mulos, gritándole cosas horribles sobre la madre que la había generado. Pero, a su alrededor, todos los que él creía castigar estaban tan borrachos, o tan ocupados en quitar piedras de cualquier materia que las engastara, que no se daban cuenta de lo que hacía.
Haciéndolo, llegó ante los dos gigantes que iban a torturar a Nicetas, miró al miserable que imploraba piedad, soltó la cabellera de la cortesana, que rodó por los suelos baldada, y dijo en excelente griego:
—¡Por los doce Reyes Magos, pero si tú eres el señor Nicetas, ministro del basileo! ¿Qué puedo hacer por ti?
—¡Hermano en Cristo, seas quien seas, —gritó Nicetas—, líbrame de estos bárbaros latinos que me quieren muerto, salva mi cuerpo y salvarás tu alma!
De este intercambio de vocalizaciones orientales los dos peregrinos no habían entendido mucho y le pedían razón a Baudolino, que parecía de los suyos, expresándose en provenzal. Y en excelente provenzal, Baudolino les gritó que aquel hombre era prisionero del conde Balduino de Flandes, por cuya orden lo estaba buscando, precisamente, y por arcana imperii que dos miserables sargentos como ellos nunca habrían entendido. Los dos se quedaron pasmados un instante, luego decidieron que discutiendo perdían tiempo, mientras podían buscar otros tesoros sin esfuerzo, y se alejaron en dirección del altar mayor.
Nicetas no se inclinó a besar los pies de su salvador, entre otras cosas porque estaba ya por los suelos, pero estaba demasiado trastornado para comportarse con la dignidad que su rango habría requerido:
—Mi buen señor, gracias por tu ayuda; así pues, no todos los latinos son fieras desmandadas con el rostro desencajado por el odio. ¡No se portaron así ni siquiera los sarracenos al reconquistar Jerusalén, cuando el Saladino se conformó con pocas monedas para dejar que los habitantes se fueran sanos y salvos! ¡Qué vergüenza para toda la cristiandad, hermanos contra hermanos armados, peregrinos que debían ir a reconquistar el Santo Sepulcro y que se han dejado apartar de su camino por la codicia y por la envidia, y destruyen el imperio romano! ¡Oh Constantinopla, Constantinopla, madre de las iglesias, princesa de la religión, guía de las perfectas opiniones, nodriza de todas las ciencias, reposo de toda belleza, así pues has bebido de la mano de Dios el cáliz del terror, y has ardido de un fuego mucho mayor que el que quemó la Pentápolis! ¿Qué envidiosos e implacables demonios derramaron sobre ti la intemperancia de su ebriedad? ¿qué locos y odiosos pretendientes te encendieron la antorcha nupcial? ¡Oh madre ya vestida del oro y de la púrpura imperiales, ahora sucia y macilenta, y privada de tus hijos, que no encontramos la vía, cual pájaros enjaulados, para abandonar esta ciudad que era nuestra, ni la entereza para quedarnos, y arrollados por muchos errores como estrellas vagantes erramos!
—Señor Nicetas —dijo Baudolino— me habían dicho que vosotros los griegos habláis demasiado y de todo, pero no creía que hasta este punto. Por de pronto, la cuestión está en cómo sacar el culo de aquí. Yo puedo ponerte a salvo en el barrio de los genoveses, pero tú tienes que sugerirme el camino más rápido y seguro para el Neorio, porque esta cruz que llevo en el pecho me protege a mí pero no a ti: esta gente que nos rodea ha perdido las entendederas, si me ven con un griego prisionero piensan que vale algo y se me lo llevan.
—Un camino bueno lo conozco, pero no sigue las calles —dijo Nicetas— y deberías abandonar el caballo...
—Pues abandonémoslo, —dijo Baudolino—, con una indiferencia que asombró a Nicetas, que todavía no sabía lo barato que le había salido a Baudolino su corcel.
Entonces Nicetas le pidió que lo ayudara a levantarse, lo tomó de la mano y se acercó furtivo a la Columna Sudante. Miró a su alrededor: en toda la amplitud del templo, los peregrinos, que vistos de lejos se movían como hormigas, estaban ocupados en alguna dilapidación, y no les prestaban atención. Se arrodilló detrás de la columna e introdujo los dedos en la hendidura un poco desunida de una losa del suelo.
—Ayúdame —le dijo a Baudolino— que quizá entre los dos lo consigamos.
Y, en efecto, después de algunos esfuerzos la losa se levantó, mostrando una abertura oscura.
—Hay unos escalones, —dijo Nicetas—, yo entro primero porque sé dónde poner los pies. Tú luego cierras la losa sobre ti.
—¿Y qué hacemos? —preguntó Baudolino.
—Bajamos —dijo Nicetas— y luego ya encontraremos a tientas un nicho, dentro hay unas antorchas y un pedernal.
—Lo que se dice una gran ciudad, esta Constantinopla, hermosa y llena de sorpresas, comentó Baudolino mientras bajaba por aquella escalera de caracol. Qué pena que estos cerdos no vayan a dejar piedra sobre piedra.
—¿Estos cerdos? —preguntó Nicetas—. ¿Pero no eres uno de ellos?
—¿Yo? —se asombró Baudolino—. Yo no. Si te refieres a la ropa, la he tomado prestada. Cuando ésos entraron en la ciudad, yo ya estaba dentro de las murallas. Pero ¿dónde están esas antorchas?
—Calma, unos escalones más. ¿Quién eres, cómo te llamas?
—Baudolino de Alejandría, no la de Egipto, sino la que ahora se llama Cesarea, o mejor, quizá ya no se llame nada y alguien la haya quemado como Constantinopla. Allá arriba, entre las montañas del norte y el mar, cerca de Mediolano ¿sabes?
—Algo sé de Mediolano. Una vez sus murallas fueron destruidas por el rey de los tudescos. Y más tarde nuestro basileo les dio dinero para ayudarles a que las reconstruyeran.
—Pues bien, yo estaba con el emperador de los tudescos, antes de que muriera. Tú lo encontraste cuando estaba atravesando la Propóntide, hace casi quince años.
—Federico el Enobarbo. Un grande y nobilísimo príncipe, clemente y misericordioso. Nunca se hubiera comportado como ésos.
—Cuando conquistaba una ciudad tampoco él era tierno.
Por fin llegaron a los pies de la escalera. Nicetas encontró las antorchas y los dos, manteniéndolas altas por encima de la cabeza, recorrieron un largo conducto, hasta que Baudolino vio el vientre mismo de Constantinopla, allá donde, casi debajo de la basílica, una selva de columnas que se perdían en la oscuridad como árboles de una floresta lacustre que surgían de las aguas. Basílica o iglesia colegial completamente invertida, porque incluso la luz, que acariciaba apenas los capiteles que se desvanecían en la sombra de las bóvedas altísimas, no procedía de rosetones o vidrieras, sino del acuátil suelo, que reflejaba la llama movida por los visitantes.
—La ciudad está horadada de cisternas, —dijo Nicetas—. Los jardines de Constantinopla no son un don de la naturaleza sino efecto del arte. Pero mira, ahora el agua nos llega sólo a media pierna porque la han usado casi toda para apagar los incendios. Si los conquistadores destruyen también los acueductos, todos morirán de sed. Normalmente no se puede ir a pie, se necesita una barca.
—¿Y sigue hasta el puerto?
—No, se detiene mucho antes, pero conozco pasadizos y escaleras que hacen que se conecte con otras cisternas, y otras galerías, de modo que, si no en el Neorio Neorio, podríamos andar bajo tierra hasta el Prosforio. Aunque —dijo angustiado, y como si se acordara sólo en ese momento de otro asunto— yo no puedo ir contigo. Te enseño el camino, pero luego debo volver atrás. Debo poner a salvo a mi familia, que está escondida en una casita detrás de Santa Irene. Sabes —pareció excusarse— mi palacio quedó destruido en el segundo incendio, el de agosto...
—Señor Nicetas, tú estás loco. Primero, me haces bajar hasta aquí y abandonar a mi caballo, mientras que yo sin ti podía llegar al Neorio incluso yendo a pie por las calles. Segundo ¿piensas alcanzar a tu familia antes de que te paren otros dos sargentos como ésos con los que te he encontrado? Y aún si lo consigues, luego ¿qué harás? Antes o después alguien os descubrirá, y si estás pensando en coger a los tuyos e irte ¿adónde irás?
—Tengo amigos en Selimbria, —dijo Nicetas perplejo.
—No sé dónde está, pero antes de llegar tendrás que salir de la ciudad. Escúchame, tú a tu familia no le sirves de nada. En cambio, donde yo te llevo encontraremos a unos amigos que en esta ciudad son los que cortan el abadejo, están acostumbrados a tratar con los sarracenos, con los judíos, con los monjes, con la guardia imperial, con los mercaderes persas y ahora con los peregrinos latinos. Es gente astuta, tú les dices dónde está tu familia y mañana te la traen a donde estemos; cómo lo harán, no lo sé, pero lo harán. Lo harían en cualquier caso por mí, que soy un antiguo amigo, y por amor de Dios, pero, aún así, siguen siendo genoveses y si les regalas algo, mejor que mejor. Luego nos quedamos allí hasta que las cosas se tranquilicen, un saqueo no suele durar más de unos días, créeme a mí que he visto muchos. Y después, a Selimbria o a donde quieras.
Nicetas dio las gracias convencido. Y mientras proseguían, le preguntó por qué estaba en la ciudad si no era un peregrino crucífero.
—Llegué cuando los latinos habían desembarcado ya en la otra orilla, con otras personas... que ahora ya no están. Veníamos de muy lejos.
—¿Por qué no habéis dejado la ciudad mientras estabais a tiempo?
Baudolino vaciló antes de contestar:
—Porque... porque tenía que quedarme aquí para entender una cosa.
—¿La has entendido?
—Desgraciadamente sí, pero sólo hoy.
—Otra pregunta. ¿Por qué te ocupas tanto de mí?
—¿Qué debería hacer, si no, un buen cristiano? Aunque en el fondo tienes razón. Habría podido liberarte de esos dos y dejarte huir por tu cuenta, y mírame, aquí estoy pegado a ti como una sanguijuela. Ves, señor Nicetas, yo sé que tú eres un escritor de historias, como lo era el obispo Otón de Fresinga. Pero cuando frecuentaba al obispo Otón, antes de que él muriera, yo era un muchacho, y no tenía una historia, sólo quería conocer las historias de los demás. Ahora podría tener una historia mía, pero no sólo he perdido todo lo que había escrito sobre mi pasado, sino que, si intento recordarlo, se me confunden las ideas. No es que no recuerde los hechos, soy incapaz de darles un sentido. Después de lo que me ha pasado hoy, tengo que hablar con alguien, si no, me vuelvo loco.
—¿Qué te ha pasado hoy? —preguntó Nicetas renqueando con esfuerzo en el agua.
Era más joven que Baudolino, pero su vida de estudioso y cortesano había hecho que engordara y se volviera flojo y perezoso.
—He matado a un hombre. Era la persona que hace casi quince años asesinó a mi padre adoptivo, al mejor de los reyes, al emperador Federico.
—¡Pero Federico se ahogó en Cilicia!
—Así lo creyeron todos. En cambio, fue asesinado. Señor Nicetas, esta tarde en Santa Sofía tú me has visto furibundo tirar de espada, pero debes saber que jamás en mi vida había derramado la sangre de nadie. Soy un hombre de paz. Esta vez he tenido que matar, era el único que podía hacer justicia.
—Ya me contarás. Pero dime cómo es que has llegado tan providencialmente a Santa Sofía para salvarme la vida.
—Mientras los peregrinos empezaban a saquear la ciudad, yo entraba en un lugar oscuro. He salido cuando ya había oscurecido, hace una hora, y me he encontrado cerca del Hipódromo. Casi me atropella una muchedumbre de griegos que huían gritando. Me he metido en el zaguán de una casa semiquemada, para dejarles pasar, y, una vez pasados, he visto a los peregrinos persiguiéndoles. He entendido qué estaba pasando, y en un instante he parado mientes en esta bella verdad: que yo era, sí, un latino y no un griego, pero antes de que esos latinos embrutecidos se dieran cuenta, entre un griego muerto y yo no habría ya diferencia alguna. Pero no es posible, me decía, éstos no querrán destruir la mayor ciudad de la cristiandad precisamente ahora que la han conquistado... Luego reflexionaba que cuando sus antepasados entraron en Jerusalén, en los tiempos de Godofredo de Bouillón, aunque luego la ciudad iba a convertirse en su ciudad, mataron a todos, mujeres, niños y animales domésticos, y Jesús mil y mil veces si no queman por error el Santo Sepulcro. Es verdad que aquéllos eran cristianos que estaban entrando en una ciudad de infieles, pero precisamente en mi viaje he visto las escabechinas que los cristianos pueden hacerse unos a otros por una palabrita, y bien se sabe que nuestros señores curas llevan años peleándose con los vuestros por el asunto del Filioque. Y vamos, no nos engañemos, cuando el guerrero entra en una ciudad no hay hermano para hermano, y mucho menos religión.
—¿Y entonces qué has hecho?
—He salido del zaguán, he andado pegado a las paredes, hasta llegar al Hipódromo. Y allí he visto la belleza desflorecer y trasformarse en algo pesado. Sabes, desde que he llegado a la ciudad, he ido de vez en cuando allá a contemplar la estatua de esa joven, la de los pies bien torneados, la de los brazos de nieve y los labios rojos, esa sonrisa, y esos senos, y la ropa y los cabellos danzando en el viento, que si la veías de lejos no podías creerte que fuera de bronce, porque parecía de carne viva...
—Es la estatua de Helena de Troya. Pero ¿qué ha pasado?
—En poquísimos segundos he visto doblarse la columna sobre la que se erguía como un árbol talado por su base; y por los suelos una gran polvareda. En trozos, allá el cuerpo, a pocos pasos de mí la cabeza, y entonces me he dado cuenta de lo grande que era esa estatua. La cabeza no habría podido abrazarse con los dos brazos extendidos; y me estaba mirando fija y torcida, como una persona acostada, con la nariz horizontal y los labios verticales que, perdóname, me parecían los que tienen las mujeres en medio de las piernas. De los ojos se le habían saltado las pupilas, y parecía haberse vuelto ciega de golpe, ¡Jesús santísimo! ¡igual que ésta!
Y dio un salto hacia atrás salpicando por doquier, porque en el agua la antorcha había iluminado de repente una cabeza de piedra, del tamaño de diez cabezas humanas, que se dedicaba a sujetar una columna, y también esta cabeza estaba acostada, la boca, aún más vulva, entreabierta, muchas serpientes en la cabeza como si de rizos se tratara y una palidez mortífera de viejo marfil.
Nicetas sonrió:
—Ésta lleva aquí siglos, son cabezas de Medusa que vienen no se sabe de dónde y las usaron los constructores como zócalos. Te asustas por poco...
—No me asusto. Es que este rostro lo he visto ya. En otro lugar. —Viendo a Baudolino turbado, Nicetas cambió de tema:
—Me estabas diciendo que han abatido la estatua de Helena...
—Ojalá fuera la única. Todas, todas las que estaban entre el Hipódromo y el Foro, todas las de metal, por lo menos. Montaban encima, les ataban unas sogas o unas cadenas al cuello, y desde el suelo tiraban de ellas con dos o tres yuntas de bueyes. He visto caer todas las estatuas de los aurigas, una esfinge, un hipopótamo y un cocodrilo egipcios, una gran loba con Rómulo y Remo enganchados en sus pechos, y la estatua de Hércules, también esa, he descubierto que era tan grande que el pulgar era como el busto de un hombre normal ... Y luego ese obelisco de bronce con todos esos relieves, el que tiene encima esa mujercita que se voltea según el viento...
—La Compañera del Viento. Qué desastre. Algunas eran obra de antiguos escultores paganos, las más antiguas de los romanos mismos. Pero ¿por qué, por qué?
—Para fundirlas. Lo primero que haces cuando saqueas una ciudad es fundir todo lo que no puedes transportar. Se forman crisoles por doquier, y figúrate aquí, con todas esas hermosas casas en llamas que son como hornos naturales. Y, además, ya los has visto, en la iglesia; desde luego no pueden ir por ahí dejando ver que han cogido las píxides y las patenas de los tabernáculos. Fundir, hay que fundir inmediatamente. Un saqueo —explicaba Baudolino como quien conoce bien el oficio— es como una vendimia, hay que repartirse las tareas, están los que pisan la uva, los que transportan el mosto en las cubas, los que preparan la comida para los que pisan, los que van a coger el vino bueno del año anterior... Un saqueo es un trabajo serio. Por lo menos si quieres que de la ciudad no quede piedra sobre piedra, como en mis tiempos con Mediolano. Pero para eso harían falta los pavianos, aquéllos sí que sabían cómo se hace desaparecer una ciudad. Éstos todavía tienen que aprenderlo todo; derribaban la estatua, luego se sentaban encima y se ponían a beber, luego llegaba uno arrastrando a una mujer del pelo y gritando que era virgen, y todos a meterle el dedo dentro para ver si valía la pena... En un saqueo bien hecho tienes que limpiarlo todo enseguida, casa por casa, y te diviertes después; si no, los más listos cogen lo mejor. Pero, en fin, mi problema era que con gente de esa calaña no me daba tiempo a contarles que había nacido yo también por los predios del marquión del Montferrato. Así es que sólo una cosa se podía hacer. Me he agazapado detrás de la esquina hasta que ha entrado en el callejón un caballero, que con todo lo que había bebido no sabía ni siquiera por dónde se andaba y se dejaba llevar por el caballo. ¡Ha sido tirarle de una pierna, y caerse! Le he quitado el yelmo, le he dejado caer una piedra encima de la cabeza...
—¿Lo has matado?
—No, era una piedra de lo más quebradiza, lo justo para dejarlo desmayado. Me he dado ánimos, porque el caballero empezaba a vomitar cosas violáceas, le he quitado la sobreveste y la cota de Inalla, el yelmo, las armas, he cogido el caballo, y arre a atravesar barrios, hasta que he llegado ante la puerta de Santa Sofía; he visto que entraban con mulos, y ha pasado por delante de mí un grupo de soldados llevándose unos candelabros de plata con sus cadenas gruesas como un brazo, y hablaban como lombardos. Cuando he visto esa trapatiesta, esa infamia, ese vil comercio, he perdido la cabeza, porque los que estaban haciendo esos estragos eran hombres de mis tierras, hijos devotos del papa de Roma...
Discurriendo de este modo, justo cuando iban a acabarse las antorchas, emergieron de la cisterna en la noche ya plena, y por callejas desiertas alcanzaron la torrecilla de los genoveses.
Llamaron a la puerta, alguien bajó, se les acogió y alimentó, con áspera cordialidad. Baudolino parecía ser de la casa entre aquella gente, e inmediatamente recomendó a Nicetas. Uno de ellos dijo:
—Fácil, ya nos ocupamos nosotros, ahora id a dormir. Y lo había dicho con tal seguridad que no sólo Baudolino, sino el mismo Nicetas, pasaron la noche tranquilos.

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