Sala de Lectura

jueves, octubre 14, 2004

Baudolino - Parte III - Baudolino le explica a Nicetas qué escribía de pequeño

A la mañana siguiente, Baudolino convocó a los más prestos entre los genoveses, Pévere, Boiamondo, Grillo y Taraburlo. Nicetas les había dicho dónde podían encontrar a su familia, y se fueron, tranquilizándolo una vez más. Nicetas entonces pidió vino, y le sirvió una copa a Baudolino:
—Mira si te gusta, aromatizado con resina. Muchos latinos lo encuentran asqueroso y dicen que sabe a moho.
Cuando Baudolino le garantizó que aquel néctar griego era su bebida preferida, Nicetas se dispuso a escuchar su historia.
Baudolino parecía ansioso de hablar con alguien, como para liberarse de cosas que llevaba dentro desde hacía quién sabe cuánto tiempo.
—Aquí está, señor Nicetas, —dijo—, abriendo una bolsita de piel que llevaba colgada del cuello y tendiéndole un pergamino. Éste es el principio de mi historia.
Nicetas, aun sabiendo leer los caracteres latinos, había intentado descifrarlo pero no había entendido nada.
—¿Qué es esto? –preguntó—. Quiero decir ¿en qué lengua está escrito?
—¿La lengua? No lo sé. Empecemos así, señor Nicetas. Tú tienes una idea de dónde están Ianua, es decir, Génova y Mediolano, o Mayland como dicen los teutónicos o germanos, o Alamanoi como decís vosotros. Pues bien, a medio camino entre estas dos ciudades hay dos ríos, el Tanaro y el Bórmida, y entre los dos hay una llanura donde, cuando no hace un calor como para freír unos huevos encima de una piedra, hay niebla, cuando no hay niebla, nieva, y cuando no nieva, hiela y cuando no hiela, hace frío igualmente. Allí nací yo, en una landa que se llama la Frascheta Marincana, que hay también una hermosa ciénaga entre los dos ríos. No es precisamente como las orillas de la Propóntide...
—Me lo imagino.
—Pero a mí me gustaba. Son unos aires que te hacen compañía. Yo he viajado mucho, señor Nicetas, quizá hasta la India Mayor.. .
—¿No estás seguro?
—No, no sé muy bien dónde he llegado; desde luego adonde están los hombres cornudos y los que tienen la boca en el vientre. He pasado semanas por desiertos interminables, por praderas que se extendían hasta donde no alcanzaba la vista, y siempre me he sentido como prisionero de algo que superaba los poderes de mi imaginación. En cambio, en mis tierras, cuando andas por los bosques en la niebla, te parece como si todavía estuvieras en la tripa de tu madre, no tienes miedo de nada y te sientes libre. E incluso cuando no hay niebla, cuando vas y, si tienes sed, arrancas un carámbano de los árboles, luego te soplas los dedos porque están llenos de sabañones...
—¿Y qué tienen que ver los... manteles con todo ese frío?
—¡No, no he dicho sabanoi! Vosotros no tenéis ni siquiera la palabra y he tenido que usar la mía. Son como unas llagas que se te forman en los dedos, y en los nudillos, por el gran frío, y pican y, si te las rascas, te duelen...
—Hablas de ellos como si guardaras un buen recuerdo...
—El frío es hermoso.
—Cada uno ama su tierra natal. Sigue.
—Bien, allí, una vez, estaban los romanos, los de Roma, los que hablaban latín, no los romanos que ahora decís ser vosotros que habláis griego, y que nosotros llamamos romeos, o grecanos, si me perdonas la palabra. Luego el imperio de los romanos de allá desapareció, y en Roma se quedó sólo el papa, y en toda Italia se vieron gentes distintas, que hablaban lenguas distintas. La gente de la Frascheta habla una lengua, pero ya en Terdona hablan otra. Viajando con Federico por Italia he oído lenguas muy dulces, que, en comparación, la nuestra de la Frascheta no llega ni a lengua, a ladrido de perro como mucho, y nadie escribe en esa lengua, porque todavía lo hacen en latín. Así pues, cuando yo emborronaba este pergamino quizá era el primero que intentaba escribir como hablábamos. Después me convertí en hombre de letras y escribía en latín.
—Y aquí ¿qué dices?
—Como ves, viviendo entre gente docta sabía incluso en qué año estábamos. Escribía en diciembre del anno domini 1155. No sabía qué edad tenía, mi padre decía doce años, mi madre quería que fueran trece, porque quizá los esfuerzos para hacerme crecer timorato de Dios habían hecho que le parecieran más largos. Cuando escribía, seguramente andaba por los catorce. De abril a diciembre había aprendido a escribir. Me había aplicado con fervor, después de que el emperador me llevara consigo, ingeniándomelas en todas las situaciones, en un campo, bajo una tienda, apoyado en la pared de una casa destruida. Con tablillas la mayoría de las veces, raramente en pergaminos. Me estaba acostumbrando ya a vivir como Federico, que nunca se quedó más de unos meses en el mismo lugar, siempre y sólo en invierno, y el resto del año, en camino, durmiendo cada noche en un sitio distinto.
—Sí, pero aquí ¿qué cuentas?
—A principios de aquel año, yo aún vivía con mi padre y mi madre, algunas vacas y un huerto. Un ermitaño de aquellos predios me había enseñado a leer. Yo vagabundeaba por el bosque y por la ciénaga, era un niño con mucha imaginación, veía unicornios, y, decía, se me aparecía en la niebla San Baudolino...
—Nunca he oído mencionar a ese santo varón. ¿Se te aparecía de verdad?
—Es un santo de nuestras tierras, era obispo de Villa del Foro. Que luego lo viera, eso es otro asunto. Señor Nicetas, el problema de mi vida es que siempre he confundido lo que veía y lo que deseaba ver...
—Les pasa a muchos...
—Sí, pero a mí siempre me ha pasado que en cuanto decía he visto esto, o he encontrado esta carta que dice tal o cual (que a lo mejor la había escrito yo), parecía que los demás no estuvieran esperando otra cosa. Sabes, señor Nicetas, cuando tú dices una cosa que has imaginado, y los demás te dicen que es precisamente así, acabas por creértelo tú también. Así pues, yo andaba por la Frascheta y veía santos y unicornios en el bosque, y cuando me encontré con el emperador, sin saber quién era, y le hablé en su lengua, le dije que a mí me había dicho San Baudolino que él habría conquistado Terdona. Yo lo decía, así, para darle gusto, pero a él le convenía que se lo dijera a todo el mundo y, sobre todo, a los emisarios de Terdona, de modo que ellos se convencieran de que también los santos estaban en su contra, y por eso me compró a mi padre, que me vendió no tanto por las pocas monedas que le dio sino por la boca que le quitó. Así cambió mi vida.
—Te convertiste en su familio?
—No, en parte de su familia: en su hijo. Por aquel entonces, Federico todavía no había sido padre, creo que me había tomado afecto, a mí, que le decía lo que los demás le callaban por respeto. Me trató como si fuera una criatura suya, me alababa por mis garabatos, por las primeras cuentas que sabía hacer con los dedos, por las nociones que estaba aprendiendo sobre su padre y sobre el padre de su padre... Pensando, quizá, que no entendía, a veces se confiaba conmigo.
—Pero a este padre ¿lo amabas más que al carnal, o estabas fascinado por su majestad?
—Señor Nicetas, hasta entonces nunca me había preguntado si amaba a un padre Gagliaudo. Prestaba sólo atención a no estar al alcance de sus patadas o de sus bastonazos, y me parecía una cosa normal para un hijo. Que luego lo amara... me di cuenta de ello sólo cuando murió. Antes de entonces no creo haber abrazado nunca a mi padre. Más bien iba a llorar en el regazo de mi madre, pobre mujer, pero tenía tantos animales que cuidar que tenía poco tiempo para consolarme. Federico era de buena estatura, con la cara blanca y roja, y no color de cuero como la de mis paisanos, los cabellos y la barba llameantes, las manos largas, los dedos finos, las uñas bien cuidadas, estaba seguro de sí e infundía seguridad, era alegre y decidido e infundía alegría y decisión, era valiente e infundía valor... Cachorro de león yo, león él. Sabía ser cruel, pero con las personas que amaba era dulcísimo. Yo lo he amado. Era la primera persona que escuchaba lo que yo decía.
—Te usaba como voz del pueblo... Buen señor el que no presta oídos sólo a los cortesanos sino que intenta entender cómo piensan sus súbditos.
—Sí, pero yo ya no sabía quién era y dónde estaba. Desde que había encontrado al emperador, de abril a septiembre, el ejército imperial había recorrido dos veces Italia, una de Lombardía a Roma y la otra en dirección contraria, procediendo como una culebra desde Espoleto hasta Ancona, de allí a las Apulias, y luego otra vez a la Romania, y otra vez hacia Verona, y Tridentum, y Bauzano, atravesando las montañas y volviendo a Alemania. Después de doce años pasados apenas entre dos ríos, si llega, yo había sido arrojado al centro del universo.
—Eso es lo que te parecía a ti.
—Ya lo sé, señor Nicetas, que el centro del universo sois vosotros, pero el mundo es más vasto que vuestro imperio, están la última Thule y el país de los Hibernios. Está claro que, ante Constantinopla, Roma es un amasijo de ruinas y París una aldea fangosa, pero también allá sucede algo de vez en cuando, por vastas y vastas tierras del mundo no se habla griego, y hay incluso gente que para decir que están de acuerdo dicen: oc.
—¿Oc?
—Oc.
—Extraño. Pero sigue.
—Sigo. Veía Italia entera, lugares y rostros nuevos, ropas que nunca había visto, damascos, bordados, capas doradas, espadas, armaduras, oía voces que me costaba imitar día tras día. Recuerdo sólo confusamente cuando Federico recibió la corona de hierro de rey de Italia en Pavía, luego la bajada hacia la Italia denominada Citerior, el recorrido a lo largo de la vía francígena, el emperador que se encuentra con el papa Adriano en Sutri, la coronación en Roma...
—Pero este basileo tuyo, o emperador como decís vosotros, fue coronado ¿en Pavía o en Roma? ¿Y por qué en Italia, si es basileo de los alamanoi?
—Vayamos por orden, señor Nicetas, entre nosotros los latinos no es fácil como entre vosotros los romeos. Aquí, uno le saca los ojos al basileo del momento, se convierte él en basileo, todos están de acuerdo e incluso el patriarca de Constantinopla hace lo que dice el basileo, si no, el basileo le saca los ojos también a él...
—Ahora no exageres.
—¿Exagero? Cuando llegué me explicaron enseguida que el basileo Alejo III había subido al trono porque había cegado al legítimo basileo, su hermano Isaac.
—En vuestras tierras ¿ningún rey elimina al precedente para arrebatarle el trono?
—Sí, pero lo mata en batalla, o con un veneno, o con un puñal.
—Lo veis, sois unos bárbaros, no conseguís concebir una manera menos cruenta de acomodar los asuntos de gobierno. Y además, Isaac era hermano de Alejo, y no se mata a un hermano.
—Ya entiendo, fue un acto de benevolencia. Entre nosotros no pasa lo mismo. El emperador de los latinos, que no es latino, desde los tiempos de Carlomagno, es el sucesor de los emperadores romanos, los de Roma, quiero decir, no los de Constantinopla. Pero, para estar seguro de serlo, tiene que hacer que lo corone el papa, porque la ley de Cristo ha barrido la ley de los dioses falsos y mentirosos. Pero, para ser coronado por el papa, el emperador debe ser reconocido por las ciudades de Italia, que van cada una un poco a su aire, y entonces debe ser coronado rey de Italia. Naturalmente con tal de que lo hayan elegido los príncipes teutónicos. ¿Está claro?
Nicetas había aprendido desde hacía tiempo que los latinos, aun siendo bárbaros, eran complicadísimos, nulos en asuntos de sutilezas y de distingos si estaba en juego una cuestión teológica, pero capaces de encontrarle tres pies al gato en una cuestión de derecho. De suerte que, durante todos los siglos que los romeos de Bizancio habían empleado en fructuosos concilios para definir la naturaleza de Nuestro Señor, pero sin poner en discusión ese poder que todavía venía directamente de Constantino, los occidentales les habían dejado la teología a los señores curas de Roma y habían empleado su tiempo en envenenarse y darse marrazos unos a otros para establecer si todavía había un emperador, y quién era, con el gran resultado de que un emperador de verdad no lo habían vuelto a tener.
—Así pues, Federico necesitaba una coronación en Roma. Debe de haber sido una cosa solemne...
—Hasta cierto punto. Primero, porque San Pedro en Roma con respecto a Santa Sofía es una choza, y bastante deslucida. Segundo, porque la situación en Roma era muy confusa; en aquellos días el papa estaba parapetado cerca de San Pedro y de su castillo mientras que, al otro lado del río, los romanos parecían haberse convertido en los dueños de la ciudad. Tercero, porque no se entendía bien si el papa le hacía un feo al emperador o el emperador al papa.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que, si prestaba oídos a los príncipes y obispos de la corte, estaban furibundos por la manera en la que el papa estaba tratando al emperador. La coronación debe celebrarse el domingo, y la hicieron un sábado, el emperador debe ser ungido en el altar mayor, y Federico fue ungido en un altar lateral, y no en la cabeza como sucedía antaño, sino entre los brazos y los omóplatos, no con el crisma sino con el óleo de los catecúmenos. Es posible que no entiendas la diferencia, ni la entendía yo entonces, pero en la corte todos tenían el rostro sombrío. Yo me esperaba que también Federico estuviera rabioso como una onza parda, y, en cambio, se deshacía en cortesías con el papa, y el que tenía la cara sombría, más bien, era el papa, como si hubiera hecho un mal negocio. Le pregunté claramente a Federico por qué refunfuñaban los barones y él no, y me contestó que debía entender el valor de los símbolos litúrgicos, donde basta una nadería para cambiarlo todo. Él necesitaba que se celebrara la coronación, y que la hiciera el papa, pero no debía ser demasiado solemne, porque, si no, quería decir que él era emperador sólo por gracia del papa y, en cambio, lo era ya por voluntad de los príncipes germánicos. Le dije que era más listo que un zorro, porque era como si hubiera dicho: mira, papa, que tú aquí eres sólo el notario, los pactos ya los he firmado yo con el Padre Eterno. Federico se echó a reír dándome un coscorrón en la cabeza, y dijo, muy bien, muy bien, tú encuentras enseguida la manera adecuada de decir las cosas. Luego me preguntó qué había hecho en Roma aquellos días, porque él estaba tan ocupado con las ceremonias que me había perdido de vista. He visto qué grandes ceremonias habéis hecho, le dije. Es que a los romanos, me refiero a los de Roma, no les gustaba aquel asunto de la coronación en San Pedro, porque el senado romano, que quería ser más importante que el pontífice, quería coronar a Federico en el Capitolio. Federico, en cambio, se negó, porque, si luego iba a decir que había sido coronado por el pueblo, no sólo los príncipes germánicos, sino también los reyes de Francia y de Inglaterra le dirían pero qué gran unción, la que le ha hecho la sagrada plebe, mientras que si decía que lo había ungido el papa, todos se tomarían en serio el asunto. Pero la cosa era aún más complicada, y yo lo entendí sólo después. Los príncipes germánicos habían empezado a hablar desde hacía poco de la translatio imperii, esto es, como si dijéramos que la herencia de los emperadores de Roma había pasado a ellos. Ahora bien, si Federico dejaba que el papa lo coronara, era como decir que su derecho era reconocido también por el vicario de Cristo en la tierra, que tal sería aunque viviera, por poner una, en Edesa o en Ratisbona. Pero, si hacía que le coronara el senado y el populusque romano, era como decir que el imperio todavía estaba allí y no había existido la translatio. Pues bravo bonete, como decía mi padre Gagliaudo. Ni que decir tiene que eso el emperador no podía tolerarlo. Por eso, mientras se celebraba el gran banquete de la coronación, los romanos enfurecidos cruzaron el Tíber y mataron no sólo a algunos curas, que era cosa de todos los días, sino también a dos o tres imperiales. A Federico se le inflaron las narices, interrumpió el banquete y los quiso a todos bien muertos, después de lo cual en el Tíber había más cadáveres que peces, y al final de la jornada los romanos habían entendido quién era el amo, pero desde luego, como fiesta, no fue una gran fiesta. De ahí el mal humor de Federico con esos comunes de la Italia Citerior, y por eso cuando, a finales de julio, llega ante Espoleto, pide que le paguen la hospitalidad, y los espoletinos se arman un lío, se sulfura peor aún que en Roma y hace una matanza que ésta de Constantinopla es sólo un juego... Debes entender, señor Nicetas, que un emperador debe portarse como emperador, sin hacer caso de los sentimientos... Aprendí muchas cosas en aquellos meses; después de Espoleto se produjo el encuentro con los emisarios de Bizancio en Ancona, luego el regreso hacia la Italia Ulterior, hasta las laderas de los Alpes que Otón no sé por qué denominaba Pirineos, y era la primera vez que veía las cimas de las montañas cubiertas de nieve. Y mientras tanto, día tras día, el canónigo Rahewin me iniciaba en el arte de la escritura.
—Dura iniciación para un muchacho...
—No, no dura. Es verdad que, si no entendía algo, el canónigo Rahewin me daba un buen capón, pero a mí no me producía ni frío ni calor después de los sopapos de mi padre, pero para todo lo demás, todos estaban pendientes de mis labios. Si se me ocurría decir que había visto una sirena en el mar —después de que el emperador me había llevado allí como el que veía a los santos— todos se lo creían y me decían, muy bien, muy bien...
—Eso te habrá enseñado a medir las palabras.
—Al contrario, eso me enseñó a no medirlas en absoluto. Total, pensaba yo, diga lo que diga, es verdad porque lo he dicho... Cuando íbamos camino de Roma, un cura que se llamaba Conrado me contaba las mirabilia de aquella urbe, de los siete autómatas del Capitolio que representaban los días de la semana y anunciaban, cada uno con una campanilla, una sublevación en una provincia del imperio, o de las estatuas de bronce que se movían solas, o de un palacio lleno de espejos encantados... Luego llegamos a Roma y, el día que se dedicaron a matarse a lo largo del Tíber, yo me escapé y vagabundeé por la ciudad. Y, anda por aquí, anda por allá, vi sólo rebaños de ovejas entre ruinas antiguas, y debajo de los soportales a lugareños que hablaban la lengua de los judíos y vendían pescado, pero mirabilia ni una, excepto una estatua a caballo en Letrán, y ni siquiera me pareció gran cosa. Y aun así, cuando en el camino de vuelta todos me preguntaban qué había visto ¿qué podía decir? ¿que en Roma había sólo ovejas entre ruinas y ruinas entre ovejas? No me habrían creído. Y entonces les contaba de las mirabilia de las que me habían contado, y añadía alguna más, por ejemplo, que en el palacio de Letrán había visto un relicario de oro adornado de diamantes, y dentro el ombligo y el prepucio de Nuestro Señor. Todos estaban pendientes de mis labios y decían qué pena que aquel día tuviéramos que dedicarnos a matar a los romanos y no viéramos todas esas mirabilia. Así, en todos estos años, he seguido oyendo fábulas sobre las maravillas de la ciudad de Roma, en Alemania, y en Borgoña, e incluso aquí, sólo porque yo las había contado.

Mientras tanto habían regresado los genoveses, vestidos de monjes, que precedían campanilleando a una brigada de seres envueltos en mugrientos ropajes blancuzcos que cubrían también sus rostros. Eran la mujer embarazada de Nicetas, con el último retoño todavía en brazos, y otros hijos e hijas, jovenzuelas graciosísimas, algún pariente y pocos siervos. Los genoveses les habían hecho cruzar la ciudad como si fueran una cuadrilla de leprosos, e incluso los peregrinos les habían abierto el paso.
—¿Cómo han podido tomaros en serio? —preguntaba riéndose Baudolino—. ¡Pase por los leprosos, pero vosotros, incluso con esa ropa no tenéis pinta de monjes!
—Con perdón de vuestras barbas, los peregrinos son una banda de abelinados, —había dicho Taraburlo—. Y además, con la de tiempo que llevamos aquí, el poco de griego que sirve lo sabemos incluso nosotros. Repetíamos kyrieleison pigué pigué, todos juntos en voz baja, como si fuera una letanía, y todos se apartaban, algunos santiguándose, otros enseñando cuernos y otros palpándose los cojones por si acaso.
Un siervo había llevado a Nicetas un cofrecillo, y Nicetas se retiró hacia el fondo del cuarto para abrirlo. Volvió con unas monedas de oro para los dueños de casa, los cuales se prodigaron en bendiciones y afirmaron que, hasta que se fuera, el amo allá dentro era él. Se distribuyó a la amplia familia en las casas cercanas, en callejones un poco guarros, donde a ningún latino se le habría ocurrido entrar a buscar botín.
Satisfecho ya, Nicetas llamó a Pévere, que parecía el más calificado entre sus anfitriones, y le dijo que, si debía permanecer escondido, no por ello quería renunciar a sus placeres habituales. La ciudad ardía, pero en el puerto seguían arribando las naves de los mercaderes, y las barcas de los pescadores, que, es más, tenían que detenerse en el Cuerno de Oro sin poder descargar sus mercancías en las alhóndigas. Si uno tenía dinero, podía comprar barato todo lo necesario para una vida regalada. En cuanto a una cocina como Dios manda, entre los parientes recién salvados estaba su cuñado Teófilo que era un cocinero excelente, bastaba con que les dijera los ingredientes que necesitaba. Y de esta forma, hacia la tarde, Nicetas pudo ofrecer a su anfitrión una comida de logotetas. Se trataba de un cabrito lechal, relleno de ajo, cebolla y puerros, rociado con una salsa de pescados en salmuera.
—Hace más de doscientos años —dijo Nicetas— vino a Constantinopla, como embajador de vuestro rey Otón, un obispo, Luitprando, que fue huésped del basileo Nicéforo. No fue un gran encuentro, y supimos después que Luitprando había redactado una relación de su viaje en la que a nosotros los romanos se nos describía como sórdidos, toscos, inciviles, ataviados con ropajes raídos. Ni siquiera podía soportar el vino resmado, y le parecía que todas nuestras comidas se ahogaban en aceite. De una sola cosa habló con entusiasmo, y fue de este plato.
A Baudolino el cabrito le gustaba, y siguió contestando a las preguntas de Nicetas.
—Así pues, viviendo con un ejército aprendiste a escribir. Pero ya sabías leer.
—Sí, pero escribir es más arduo. Y en latín. Porque si el emperador quería mandar a tomar por saco a unos soldados se lo decía en alemánico, pero si le escribía al papa o a su primo Jasormigott, tenía que hacerlo en latín, y así todos los documentos de la cancillería. Me costaba garabatear las primeras letras, copiaba palabras y frases cuyo sentido no comprendía, pero bueno, al final de aquel año sabía escribir. Lo que pasa es que Rahewin todavía no había tenido tiempo de enseñarme la gramática. Sabía copiar pero no expresarme con mi cabeza. Por eso escribía en la lengua de la Frascheta. ¿Pero era de verdad la lengua de la Frascheta? Estaba mezclando recuerdos de otras maneras de hablar que oía a mi alrededor, las de los astesanos, los pavianos, los milaneses, los genoveses, gentes que de vez en cuando no se entendían entre sí. Más tarde, por aquellas partes, construimos una ciudad, con gente que venía de aquí y de allá, reunidos para construir una torre, y todos se pusieron a hablar de la misma e idéntica manera. Creo que era un poco la manera que había inventado yo.
—Has sido un nomoteta, dijo Nicetas.
—No sé lo que quiere decir, pero quizá sea así. En cualquier caso, las hojas sucesivas estaban ya en un latín discreto. Yo estaba ya en Ratisbona, en un claustro tranquilo, encomendado a los cuidados del obispo Otón, y en aquella paz tenía hojas y hojas que hojear... Aprendía. Verás entre otras cosas que el pergamino está raspado malamente, y todavía se divisan partes del texto que estaba debajo. Yo era un buen bribón, se lo escamoteé a mis maestros, me pasé dos noches raspando lo que creía antiguas escrituras para tener espacio a mi disposición. Los días siguientes el obispo Otón se desesperaba porque no encontraba la primera versión de su Chronica sive Historia de duabus civitatibus, que llevaba escribiendo más de diez años, y acusaba al pobre Rahewin de haberla perdido en algún viaje. Al cabo de dos años se convenció de volverla a escribir; yo le hacía de escribano, y nunca osé confesarle que la primera versión de su Chronica la había raspado yo. Como ves, hay una justicia, porque al final también he perdido la mía, mi crónica, sólo que yo no encuentro el valor para volverla a escribir. Pero yo sé que, al volverla a escribir, Otón estaba cambiando algunas cosas...
—¿En qué sentido?
—Si te lees su Chronica, que es una historia del mundo, verás que Otón, como diría yo, no tenía una buena opinión del mundo y de nosotros los hombres. El mundo quizá había empezado bien, pero iba de mal en peor, en fin, mundus senescit, el mundo envejece, estamos acercándonos al final... Pero precisamente el año en que Otón empezaba a escribir de nuevo la Chronica, el emperador le pidió que celebrara también sus empresas, y Otón se puso a escribir las Gesta Friderici, que luego no acabó porque murió al cabo de poco más de un año, y las continuó Rahewin. Y tú no puedes contar las hazañas de tu soberano si no estás convencido de que con él en el trono empieza un nuevo siglo, en fin, si no estás convencido de que se trata de una historia iucunda...
—Se puede escribir la historia de los propios emperadores sin renunciar a la severidad, explicando cómo y por qué van hacia su ruina...
—Quizá tú lo hagas, señor Nicetas, pero el buen Otón no, y yo te digo sólo cómo fueron las cosas. Así pues, aquel santo varón por una parte escribía la Chronica, donde el mundo iba mal, y por la otra, las Gesta, donde el mundo no podía sino ir cada vez mejor. Tú dirás: se contradecía. Ojalá fuera sólo eso. Es que yo sospecho que, en la primera versión de la Chronica, el mundo iba aún peor, y para no contradecirse demasiado, a medida que iba reescribiendo la Chronica, Otón se iba volviendo más indulgente con nosotros pobres hombres. Y eso lo provoqué yo, raspando su primera versión. Quizá, si aún la hubiera tenido, Otón no habría tenido el valor de escribir las Gesta, y puesto que un mañana se dirá mediante esas Gesta lo que Federico hizo o dejó de hacer, si yo no llego a raspar la primera Chronica la cosa acababa en que Federico no había hecho todo lo que decimos que ha hecho.
Tú, —se decía Nicetas—, eres como el cretense mentiroso; me dices que eres un embustero de pura cepa y pretendes que te crea. Quieres hacerme creer que les has contado mentiras a todos menos a mí. En mis muchos años en la corte de estos emperadores he aprendido a desenvolverme entre las trampas de maestros de lo mendaz más maliciosos que tú... Por confesión propia, tú no sabes ya quién eres, y quizá precisamente porque has contado demasiadas mentiras, incluso a ti mismo. Y me estás pidiendo a mí que te construya la historia que a ti se te escapa. Pero yo no soy un mentiroso de tu calaña. Llevo toda la vida interrogando los relatos ajenos para obtener la verdad. Quizá me pides una historia que te absuelva de haber matado a alguien para vengar, la muerte de tu Federico. Estás construyendo paso a paso esta historia de amor con tu emperador, de modo que luego resulte natural explicar por qué tenías el deber de vengarlo. Aun admitiendo que lo hayan matado, y que lo haya matado el que tú mataste.
Luego Nicetas miró hacia fuera:
—El fuego está alcanzando la Acrópolis.
—Yo traigo la desventura a las ciudades.
—Te crees omnipotente. Es un pecado de soberbia.
—No, si acaso es un acto de mortificación. Toda mi vida, en cuanto me acercaba a una ciudad, la ciudad era destruida. Yo he nacido en una tierra diseminada de burgos y algún modesto castillo, donde oía decantar a mercaderes de paso las bellezas de la urbis Mediolani, pero no sabía qué era una ciudad, ni siquiera me había llegado a Terdona, cuyas torres veía de lejos, y Asti o Pavía estaban, para mí, en los límites del Paraíso Terrenal. Pero después, todas las ciudades que he conocido o iban a ser destruidas o habían ardido ya: Terdona, Espoleto, Crema, Milán, Lodi, Iconio, y por último Pndapetzim. Y lo mismo será de ésta. ¿No seré yo, como diríais vosotros los griegos, polioclasta en virtud del mal de ojo?
—No seas el que se castiga a sí mismo.
—Tienes razón. Por lo menos una vez, una ciudad, y era la mía, la salvé, con una mentira. ¿Tú dices que una vez basta para excluir el mal de ojo?
—Quiere decir que no hay un destino.
Baudolino se quedó un rato en silencio. El griego se dio la vuelta y miró la que había sido Constantinopla.
—Me siento culpable igualmente. Los que están haciendo esto son venecianos, y gentes de Flandes, y, sobre todo, caballeros de Champaña y de Blois, de Troyes, de Orléans, de Soissons, por no hablar de mis monferrines. Habría preferido que esta ciudad la hubieran destruido los turcos.
—Los turcos no lo harían jamás, dijo Nicetas. Estamos en excelentes relaciones con ellos. Era de los cristianos de quien debíamos guardarnos. Pero quizá vosotros seáis la mano de Dios, que os ha mandado como castigo por nuestros pecados.
—Gesta Dei per Francos —dijo Baudolino.

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