Sala de Lectura

sábado, octubre 16, 2004

Baudolino - Parte IV - Baudolino habla con el emperador y se enamora de la emperatriz

Por la tarde, Baudolino empezó a narrar más expeditamente, y Nicetas decidió no interrumpirle. Quería verle crecer deprisa, para llegar al punto. No había entendido que al punto Baudolino todavía no había llegado, en aquellos momentos, mientras iba narrando, y que narraba precisamente para llegar al punto.

Federico encomendó a Baudolino al obispo Otón y a su ayudante, el canónigo Rahewin. Otón, de la gran familia de los Babenberg, era tío materno del emperador, aunque tenía apenas unos diez años más que él. Hombre muy sabio, había estudiado en París con el gran Abelardo, luego se había hecho monje cisterciense. Era muy joven cuando fue ensalzado a la dignidad de obispo de Fresinga. No es que le hubiera dedicado muchas energías a esta nobilísima ciudad pero, le explicaba Baudolino a Nicetas, en la cristiandad de Occidente, a los vástagos de nobles familias se los nombraba obispos de este o de aquel lugar sin que tuvieran que ir de verdad, y bastaba con que disfrutaran de la renta.
Otón todavía no tenía cincuenta años, pero parecía tener cien, siempre un poco tosigoso, achacado un día sí un día no por dolores ahora en una cadera, ahora en un hombro, afligido por el mal de piedra, y un poco cegajoso por toda esa lectura y escritura a la que se dedicaba tanto a la luz del sol como a la de una vela. Muy irritable, como les pasa a los que padecen de podagra, la primera vez que habló con Baudolino le dijo, casi gruñendo:
—Has conquistado al emperador contándole un montón de embustes ¿no es verdad?
—Maestro, juro que no, había protestado Baudolino.
Y Otón:
—Precisamente, un mentiroso que niega, afirma. Ven conmigo. Te enseñaré lo que sé.
Lo que demuestra que, a fin de cuentas, Otón era un hombre de muy buena pasta y se encariñó enseguida con Baudolino, porque lo encontraba prensil, capaz de retener de memoria todo lo que oía. Pero se había dado cuenta de que Baudolino no sólo proclamaba a grandes voces lo que había aprendido sino también lo que se había inventado.
—Baudolino —le decía— tú eres un mentiroso de nacimiento.
—¿Por qué decís semejante cosa, maestro?
—Porque es verdad. Pero no creas que te estoy regañando. Si quieres convertirte en un hombre de letras, y, a lo mejor, un día se te ocurre escribir Estorias, también tendrás que mentir e inventar historias, si no, tu Estoria se volverá monótona. Pero tendrás que hacerlo con moderación. El mundo condena a los mentirosos que no hacen más que mentir, también sobre lo ínfimo, y premia a los Poetas, que mienten sólo sobre lo excelso.
Baudolino sacaba provecho de estas lecciones de su maestro, y había entendido, poco a poco, lo mentiroso que era el propio Otón, viendo cómo se contradecía pasando de la Historia de duabus civítalibus a las Gesta Friderici. Por lo cual había decidido que, si se quería convertir en un mentiroso perfecto, tenía que escuchar también los discursos ajenos, para ver cómo se persuadía mutuamente la gente sobre una u otra cuestión. Por ejemplo, sobre las ciudades de Lombardía había asistido a varios diálogos entre el emperador y Otón.
—¿Pero cómo se puede ser tan bárbaro? ¡No me sorprende que sus reyes llevaran una corona de hierro! —se indignaba Federico—. ¿Nadie les ha enseñado nunca que se debe respeto al emperador? Baudolino ¿te das cuenta? ¡Ejercen los regalia!
—¿Y qué son estos regaliolos, mi buen padre?
Todos se echaban a reír, y Otón aún más, porque conocía todavía el latín de los tiempos idos, el bueno, y sabía que el regaliolus es un pajarito.
—¡Regalia, regalia, iura regalia, Baudolino, cabeza de chorlito! —gritaba Federico—. Son los derechos que me corresponden, como nombrar a los magistrados, recaudar los tributos sobre los caminos públicos, sobre los mercados y sobre los ríos navegables, y el derecho de acuñar moneda, y además, y además... y además ¿qué más, Reinaldo?
— ...Y los útiles que se derivan de multas y condenas, de la apropiación de los patrimonios sin heredero legítimo y de la confiscación a resultas de actividades criminales, o por haber contraído matrimonios incestuosos, o las cuotas de los beneficios de las minas, salinas y viveros de peces, los porcentajes sobre los tesoros excavados en lugar público, seguía Reinaldo de Dassel, que de allí a poco habría sido nombrado canciller y, por lo tanto, la segunda persona del imperio.
—Eso es. Y estas ciudades se han apropiado de todos mis derechos. ¿Pero es que no tienen el sentido de lo justo y de lo bueno? ¿qué demonio les ha ofuscado la mente a tal punto?
—Sobrino y emperador mío —intervenía Otón— tú estás pensando en Milán, Pavía y Génova como si fueran Ulm o Augustburgo. Las ciudades de Alemania han nacido por deseo de un príncipe, y en el príncipe se reconocen desde el principio. Pero para estas ciudades es distinto. Han nacido mientras los emperadores germánicos estaban ocupados en otros asuntos, y han crecido aprovechándose de la ausencia de sus príncipes. Cuando tú hablas con los habitantes de los podestás que quisieras imponerles, advierten esta potestatis insolentiam como un yugo insoportable, y hacen que les gobiernen cónsules que ellos mismos eligen.
—¿Y no les gusta sentir la protección del príncipe y participar de la dignidad y de la gloria de un imperio?
—Les gusta muchísimo, y por nada en este mundo querrían privarse de este beneficio, si no, caerían en manos de otro monarca, del emperador de Bizancio e incluso del Soldán de Egipto. Pero con tal de que el príncipe esté bien lejos. Tú vives rodeado de tus nobles, quizá no te das cuenta de que en esas ciudades las relaciones son distintas. No reconocen a los grandes vasallos señores de los campos y de los bosques, porque también los campos y los bosques pertenecen a las ciudades; salvo quizá las tierras del marqués del Montferrato y de otros pocos. Mira que, en las ciudades, jóvenes que practican las artes mecánicas, y que en tu corte no podrían entrar jamás, allí administran, mandan y a veces son elevados a la dignidad de caballero...
—¡Así pues el mundo va del revés! —exclamaba el emperador.
—Mi buen padre —levantaba entonces el dedo Baudolino— tú me estás tratando como si yo fuera uno de tu familia, y aun así, hasta ayer vivía en un establo. ¿Y entonces?
—Y entonces, si quiero, yo a ti te hago incluso duque, porque yo soy el emperador y puedo ennoblecer a quien quiera por decreto mío. ¡Pero esto no quiere decir que quienquiera pueda ennoblecerse él solo! ¿Es que no comprenden que si el mundo va del revés, también ellos corren hacia su ruina?
—Parece precisamente que no, Federico, —intervenía Otón—. Esas ciudades, con su manera de gobernarse, son ya el lugar por donde pasan todas las riquezas, los mercaderes llegan a ellas desde todos los lugares, y sus murallas son más bellas y más sólidas que las de muchos castillos.
—¿Con quién estás, tío mío? —gritaba el emperador.
—Contigo, mi imperial sobrino, pero precisamente por eso es deber mío ayudarte a comprender cuál es la fuerza de tu enemigo. Si te obstinas en querer obtener de esas ciudades lo que no te quieren dar, perderás el resto de tu vida asediándolas, venciéndolas y viéndolas resurgir más soberbias que antes en el espacio de pocos meses, y tendrás que pasar una y otra vez los Alpes para someterlas nuevamente, mientras tu imperial destino está en otro lugar.
—¿Dónde estaría mi imperial destino?
—Federico, he escrito en mi Chronica (que por un accidente inexplicable ha desaparecido, y me tocará encontrar la disposición de volverla a escribir; Dios quiera castigar al canónigo Rahewin que sin duda es el responsable de tamaña pérdida), en fin, escribí que hace tiempo, cuando era sumo pontífice Eugenio III, el obispo sirio de Gabala, que visitaba al papa con una embajada armenia, le contó que en el extremo oriente, en países muy cercanos al Paraíso Terrenal, prospera el reino de un Rex Sacerdos, el Presbyter Johannes, un rey sin duda cristiano, aunque partidario de la herejía de Nestorio, y cuyos antepasados son aquellos Magos, reyes y sacerdotes también ellos, depositarios de antiquísima sabiduría, que visitaron al Niño Jesús.
—¿Y qué tengo que ver yo, emperador del sacro y romano imperio, con este Preste Juan, que el Señor lo guarde rey y sacerdote mucho tiempo allá donde diablos esté, entre sus moros?
—Ves, ilustre sobrino mío, que tú dices moros y piensas como piensan los demás reyes cristianos, que están extenuándose en la defensa de Jerusalén. Empresa más que pía, no lo niego, pero déjasela al rey de Francia, que, al fin y al cabo, en Jerusalén mandan ya los francos. El destino de la cristiandad, y de cualquier imperio que se precie sacro y romano, está más allá de los moros. Hay un reino cristiano, allende Jerusalén y las tierras de los infieles. ¡Un emperador que supiera reunir los dos reinos reduciría el imperio de los infieles y el mismo imperio de Bizancio a dos ínsulas abandonadas y perdidas en el mar magno de su gloria!
—Fantasías, querido tío. Seamos realistas, si te complace. Y volvamos a estas ciudades italianas. Explícame, tío queridísimo, por qué, si su condición es tan deseable, algunas de ellas se alían conmigo contra las otras, y no todas ellas juntas contra mí.
—O por lo menos, de momento no lo hacen, comentaba, prudente, Reinaldo.
—Lo repito —explicaba Otón— las ciudades no quieren negar su relación de súbditos del imperio. Y por eso te piden ayuda a ti cuando otra ciudad las oprime, como hace Milán con Lodi.
—Pero si la condición de ser ciudad es la ideal ¿por qué cada una de ellas intenta oprimir a la ciudad vecina, como si quisiera devorar su territorio y transformarse en reino?
Entonces intervenía Baudolino, con su sabiduría de informador nativo.
—Padre mío, la cuestión es que no sólo las ciudades sino también los burgos allende los Alpes experimentan el mayor placer en metérsela... ¡ay! (Otón educaba también a pellizcos). Es decir, que la una humilla a la otra. En mis tierras es así. Se puede odiar al extranjero, pero más que a nadie se odia al vecino. Y el extranjero que nos ayuda a hacerle daño al vecino es bienvenido.
—Pero ¿por qué?
—Porque la gente es mala, me decía mi padre, pero los de Asti son más malos que el Barbarroja.
—¿Y quién es el Barbarroja? —se enfurecía Federico emperador.
—Eres tú, padre mío, allá te llaman así, y por otro lado no veo qué hay de malo, porque la barba la tienes roja de verdad, y te queda muy bien. Que si luego quisieran decir que la tienes color cobre ¿te iría bien Barbadecobre? Yo te amaría y honraría igualmente, aunque tuvieras la barba negra, pero puesto que la tienes pelirroja, no veo por qué tienes que quejarte si te llaman Barbarroja. Lo que quería decirte, si no te llegas a enfadar por lo de la barba, es que tienes que estarte tranquilo, porque, según mi opinión, nunca se juntarán todos contra ti. Tienen miedo de que, si ganan, uno de ellos se vuelva más fuerte que los demás. Y entonces, mejor tú. Si no les haces pagar demasiado.
—No creas en todo lo que, te dice Baudolino, sonreía Otón. El chico es mendaz por naturaleza.
—No señor —respondía Federico— sobre los asuntos de Italia suele decir cosas justísimas. Por ejemplo, ahora nos enseña que nuestra única posibilidad, con las ciudades italianas, es dividirlas todo lo posible. ¡Lo único es que nunca sabes quién está contigo y quién está en el lado contrario!
—Si nuestro Baudolino tiene razón —se reía sardónico Reinaldo de Dassel— que estén a tu favor o en tu contra no depende de ti, sino de la ciudad a la que quieren perjudicar en ese momento.
A Baudolino le daba un poco de pena ese Federico que, aun siendo grande, fuerte y poderoso, no conseguía aceptar la forma de pensar de aquellos súbditos. Y decir que pasaba más tiempo en la península italiana que en sus tierras. Federico, se decía Baudolino, quiere a nuestra gente y no entiende por qué nuestra gente lo traiciona. Quizá por eso la mata, como un marido celoso.
En los meses que siguieron al regreso, Baudolino tuvo pocas ocasiones de ver a Federico, que estaba preparando una dieta en Ratisbona, luego otra en Worms. Había tenido que mantener tranquilos a dos parientes muy temibles, Enrique el León, a quien había dado por fin el ducado de Baviera, y Enrique Jasormigott, para quien se había inventado incluso un ducado de Austria. A principios de la primavera del año siguiente, Otón le anunció a Baudolino que en junio se irían todos a Herbípolis, donde Federico contraería felices nupcias. El emperador había tenido ya una mujer de la que se había separado algunos años antes, y ahora iba casarse con Beatriz de Borgoña, que aportaba como dote aquel condado, que llegaba hasta Provenza. Con una dote como ésa, Otón y Rahewin pensaban que se trataba de un matrimonio de interés, y con este espíritu también Baudolino, dotado de ropa nueva como requería la fausta ocasión, se disponía a ver a su padre adoptivo del brazo de una solterona borgoñona más apetecible por los bienes de sus antepasados que por la propia belleza personal.

—Estaba celoso, lo confieso, le decía Baudolino a Nicetas. En el fondo, acababa de encontrar a un padre hacía poco tiempo, y he aquí que me lo sustraía, por lo menos en parte, una madrastra.
Aquí Baudolino hizo una pausa, mostró un cierto apuro, se pasó un dedo por la cicatriz, luego reveló la tremenda verdad. había llegado al lugar de las bodas y había descubierto que Beatriz de Borgoña era una doncella de extraordinaria belleza con sus veinte años; o por lo menos, así le había parecido a él, que después de verla no conseguía mover un solo músculo y la miraba con ojos desmesuradamente abiertos. Tenía cabellos refulgentes como el oro, un rostro bellísimo, boca pequeña y roja como una fruta madura, dientes cándidos y bien ordenados, estatura erguida, mirada modesta, ojos claros. Recatada en su hablar persuasivo, esbelta de cuerpo, parecía dominar en el fulgor de su gracia a todos los que la rodeaban. Sabía aparecer (virtud suprema para una futura reina) sometida al marido que mostraba temer como señor, pero era su señora al manifestarle la propia voluntad de esposa, con tal donaire que todos sus ruegos se entendían como órdenes. Y, si se quería añadir algo para alabarla, que se dijera que estaba versada en las letras, tenía disposición para tañer música y era suavísima cantándola. De suerte que, terminaba Baudolino, llamándose Beatriz era verdaderamente beatísima.
Poco necesitaba, Nicetas, para entender que el jovenzuelo se había enamorado de la madrastra a primera vista, sólo que —al enamorarse por vez primera— no sabía qué le estaba pasando. Si ya es un acontecimiento fulgurante e insostenible enamorarse por vez primera de una campesinota con granos, siendo un campesino, imaginémonos qué puede significar para un campesino enamorarse por vez primera de una emperatriz de veinte años con la piel blanca como la leche.
Baudolino se dio cuenta enseguida de que lo que experimentaba representaba una especie de robo con respecto a su padre, e intentó convencerse inmediatamente de que, a causa de la joven edad de su madrastra, la estaba viendo como a una hermana. Pero luego, aunque no había estudiado mucha teología moral, se dio cuenta de que ni siquiera le estaba permitido amar a una hermana; por lo menos no con los escalofríos y la intensidad de la pasión que la vista de Beatriz le inspiraba. Por lo cual inclinó la cabeza, poniéndose rojo justo en el momento en que Beatriz, a quien Federico presentaba a su pequeño Baudolino (extraño y amadísimo duendecillo de la llanura del Po, así se estaba expresando), tiernamente le tendía la mano y le acariciaba primero la mejilla y luego la cabeza.
Baudolino estuvo a punto de perder los sentidos, sintió que le faltaba la luz a su alrededor y las orejas repicaban como campanas de Pascua. Lo despertó la mano pesada de Otón, que le golpeaba la nuca y le susurraba entre dientes:
—De rodillas, ¡bestia!
Se acordó de que estaba ante la sacra y romana emperatriz, además de reina de Italia, dobló las rodillas, y a partir de aquel momento se portó como un perfecto hombre de corte, excepto que por la noche no consiguió dormir y, en lugar de gozar por aquel inexplicable camino de Damasco, lloró por el insostenible ardor de aquella desconocida pasión.
Nicetas miraba a su leonino interlocutor, apreciaba la delicadeza de sus expresiones, su contenida retórica en un griego casi literario, y se preguntaba ante qué clase de criatura estaba, capaz de usar la lengua de los palurdos cuando hablaba de paisanos y la de los reyes cuando hablaba de monarcas. ¿Tendrá un alma, se preguntaba, este personaje que sabe doblegar su propio relato para expresar almas distintas? Y si tiene almas distintas, al hablar ¿por qué boca me dirá alguna vez la verdad?

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