Sala de Lectura

lunes, octubre 25, 2004

Baudolino - Parte VI - Baudolino da sabios consejos a Federico

A la mañana siguiente, la ciudad estaba recubierta todavía por una sola nube de humo. Nicetas había probado algunos frutos, se había movido inquieto por la habitación, luego le dijo a Baudolino si podía enviar a uno de los genoveses a buscar a un tal Arquitas, que habría debido limpiarle la cara.
Mira tú, se decía Baudolino, esta ciudad se ha ido al diablo, degüellan a la gente por las calles, no hace ni dos días éste corría el riesgo de perder a toda la familia, y ahora quiere a alguien que le limpie la cara. Se ve que la gente de palacio, en esta ciudad corrupta, tiene estas costumbres. Federico a uno así ya lo habría mandado a escardar cebollinos.
Más tarde llegó Arquitas, con una cesta de instrumentos de plata y tarritos con los perfumes más inesperados. Era un artista que primero te reblandecía el cutis con paños calientes, luego empezaba a recubrirlo con cremas emolientes, luego a pulirlo, a mondarlo de toda impureza, y por fin a cubrir las arrugas con afeites, a pasar ligeramente el lápiz por los ojos, a sonrosar apenas los labios, a depilar el interior de las orejas, por no hablar de lo que le hacía a la barbilla y a la cabellera. Nicetas estaba con los ojos cerrados, acariciado por aquellas manos sabias, acunado por la voz de Baudolino que seguía contando su historia. Era más bien Baudolino el que se interrumpía de vez en cuando, para entender qué estaba haciendo aquel maestro de belleza, por ejemplo, cuando sacaba de un tarrito una lagartija, le cortaba la cabeza y la cola, la desmenuzaba hasta casi triturarla y ponía a cocer aquella pasta en una cazuelita de aceite. Pero qué pregunta, era el cocimiento para mantener vivos los pocos cabellos que Nicetas criaba todavía en la cabeza, y volverlos brillantes y perfumados. ¿Y aquellas ampollas? Pero si eran esencias de nuez moscada o de cardamomo, o agua de rosas, cada una para devolverle su vigor a una parte de la cara; aquella pasta de miel era para reforzar los labios, y esa otra, cuyo secreto no podía revelar, para tonificar las encías.
Al final Nicetas era un esplendor, como debía serlo un juez del Velo y un logoteta de los secretos y, casi renacido, brillaba de luz propia aquella mañana desvaída, sobre el fondo ceñudo de Bizancio humeante en agonía. Y Baudolino sentía cierta reserva en contarle su vida de adolescente en un monasterio de los latinos, frío e inhóspito, donde la salud de Otón lo obligaba a compartir comidas que consistían en verduras cocidas y algún caldito.

Baudolino aquel año había tenido que pasar poco tiempo en la corte (donde, cuando iba, vagabundeaba siempre temeroso, y deseoso al mismo tiempo, de encontrarse con Beatriz, y era un suplicio). Federico tenía que arreglar, en primer lugar, unas cuentas con los polacos (Polanos de Polunia, escribía Otón, gens quasi barbara ad pugnandum promptissima); en marzo convocó una nueva dieta en Worms para preparar otro descenso a Italia, donde la habitual Milán, con sus satélites, se estaba volviendo cada vez más pendenciera, luego una dieta en Herbípolis en septiembre, y otra en Besanzón en octubre; en fin, parecía que tenía al diablo en el cuerpo. Baudolino, en cambio, se quedó la mayor parte del tiempo en la abadía de Morimond con Otón, proseguía sus estudios con Rahewin y hacía de copista al obispo, cada vez más enfermizo.
Cuando llegaron a aquel libro de la Chronica en la que se narraba del Presbyter Johannes, Baudolino preguntó qué quería decir ser cristiano sed Nestorianus. Entonces, estos nestorianos ¿eran un poco cristianos y un poco no?
—Hijo mío, y hablando claro, Nestorio era un hereje, pero le debemos mucha gratitud. Debes saber que en la India, después de la predicación del apóstol Tomás, fueron los nestorianos los que difundieron la religión cristiana, hasta los confines de esos países lejanos de donde viene la seda. Nestorio cometió un solo, aunque gravísimo, error, sobre Jesucristo Señor Nuestro y su madre santísima. Ves, nosotros creemos firmemente que existe una sola naturaleza divina, y que, aun así, la Trinidad, en la unidad de esta naturaleza, está compuesta por tres personas distintas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero creemos también que en Cristo había una sola persona, la divina, y dos naturalezas, la humana y la divina. Nestorio sostenía, en cambio, que en Cristo hay dos naturalezas, humana y divina, claro, pero también dos personas. Por lo tanto, María había generado sólo la persona humana, por lo que no podía decirse madre de Dios, sino sólo madre de Cristo hombre, no Theotókos, o deípara, aquella que alumbró a Dios, sino a lo sumo Christotókos.
—¿Es grave pensar eso?
—Es grave y no es grave... —perdía la paciencia Otón—. Puedes querer igualmente a la Santa Virgen aun pensando en ella como Nestorio, pero la verdad es que la honras menos. Y además, la persona es la substancia individual de un ser racional, y si en Cristo había dos personas, entonces ¿había dos substancias individuales de dos seres racionales? ¿Dónde iríamos a parar a este paso? ¿A decir que Jesús un día razonaba de una manera y un día de la otra? Dicho esto, no es que el Presbyter Johannes sea un pérfido hereje, pero será un bien para todos que entre en contacto con un emperador cristiano que le haga apreciar la verdadera fe, y como sin duda es un hombre honrado no podrá sino convertirse. Ahora que, si tú no te pones a estudiar un poco de teología, seguro que estas cosas no llegarás a entenderlas nunca. Tú eres despierto, Rahewin es un buen maestro por lo que concierne a leer, escribir, sacar alguna cuenta y saber alguna que otra regla de gramática, pero el trivio y el cuadrivio son otra cosa, para llegar a la teología deberías estudiar dialéctica y éstas son cosas que no podrás aprender aquí en Morimond. Será menester que vayas a algún studium, a una escuela como las que hay en las grandes ciudades.
—Pero yo no quiero ir a un studium que ni siquiera sé lo que es.
—Pues cuando lo hayas entendido, estarás contento de ir. Ves, hijo mío, todos acostumbran decir que el humano consorcio se basa en tres fuerzas, los guerreros, los monjes y los campesinos, y quizá era verdad hasta ayer. Pero vivimos tiempos nuevos, en los que se está volviendo igualmente importante el sabio, aunque no sea un monje, que estudia el derecho, la filosofía, el movimiento de los astros y muchas otras cosas más, y no siempre rinde cuentas de lo que hace ni a su obispo ni a su rey. Y estos studia que poco a poco están surgiendo en Bolonia o en París son lugares donde se cultiva y se transmite el saber, que es una forma de poder. Yo fui alumno del gran Abelardo, que Dios se apiade de ese hombre que mucho pecó y mucho sufrió, y mucho expió. Después de la desgracia, cuando por una rencorosa venganza fue privado de su virilidad, se convirtió en monje, y abad, y vivió alejado del mundo. Pero en el cenit de su gloria, Abelardo era maestro en París, adorado por los estudiantes, y respetado por los poderosos precisamente a causa de su saber.
Baudolino se decía que jamás habría abandonado a Otón, de quien seguía aprendiendo tantas cosas. Pero antes de que los árboles florecieran por cuarta vez desde que lo encontrara, Otón estaba en las últimas a causa de fiebres maláricas, dolores en todas las articulaciones, fluxiones de pecho y naturalmente, mal de piedra. Numerosos médicos, entre los cuales algunos árabes y algunos judíos y, por lo tanto, lo mejor que un emperador cristiano pudiera ofrecer a un obispo, habían martirizado su cuerpo ya frágil con innumerables sanguijuelas, pero —por razones que aquellos pozos de ciencia no conseguían explicarse— después de haberle quitado casi toda la sangre, fue casi peor que si se la hubieran dejado.
Otón, en un primer momento, había llamado a su cabecera a Rahewin, para confiarle la continuación de su historia de las gestas de Federico, diciéndole que era fácil: que contara los hechos y pusiera en boca del emperador los discursos sacados de los textos de los antiguos. Luego llamó a Baudolino.
—Puer dilectissimus —le dijo— yo me voy. Se podría decir también que vuelvo, y no estoy seguro de cuál es la expresión más adecuada, así como no estoy seguro de si es más justa mi historia de las dos ciudades o la de las gestas de Federico... (entiéndelo, señor Nicetas, decía Baudolino, la vida de un joven puede quedar marcada por la confesión de un maestro moribundo, que ya no sabe distinguir entre dos verdades). No es que me alegre de irme o de volver, pero así le gusta al Señor, y si me pongo a discutir sus decretos, corro el riesgo de que me fulmine en este mismo instante, así pues, mejor es aprovechar el poco tiempo que me deja. Escucha. Tú sabes que yo he intentado hacerle entender al emperador las razones de las ciudades allende los Alpes Pirineos. El emperador no puede sino someterlas a su dominio, pero hay formas y formas de reconocer la sumisión, y quizá se puede encontrar una vía que no sea la del cerco y la matanza. Por lo cual tú, a ti que el emperador te escucha, y que, aun así, eres hijo de esas tierras, intenta hacer todo lo que puedas para conciliar las exigencias de nuestro señor con las de tus ciudades, de suerte que muera el menor número de gente posible y que al final todos estén contentos. Para hacerlo tienes que aprender a razonar como Dios manda, así que le he pedido al emperador que te mande a estudiar a París. A Bolonia no, que se ocupan sólo de derecho, y un bribón como tú no debe meter las narices en las pandectas, porque con la Ley no se puede mentir. En París estudiarás retórica y leerás a los poetas: la retórica es el arte de decir bien lo que uno no está seguro de que sea verdad, y los poetas tienen el deber de inventar hermosas mentiras. Te irá bien estudiar también un poco de teología, pero sin intentar convertirte en teólogo, porque con las cosas de Dios todopoderoso no hay que bromear. Estudia bastante como para hacer un buen papel en la corte, donde seguramente te convertirás en un ministerial, que es lo máximo a lo que puede aspirar un hijo de campesinos, serás como un caballero a la par de tantos nobles y podrás servir fielmente a tu padre adoptivo. Haz todo esto en memoria mía, y Jesús me perdone si sin querer he usado sus palabras.
Luego emitió un estertor y se quedó inmóvil. Baudolino iba a cerrarle los ojos, pensando que había exhalado el último suspiro, pero de golpe Otón volvió a abrir la boca y susurró, aprovechando el último aliento:
—Baudolino, acuérdate del reino del Presbyter Johannes. Sólo buscándolo, las oriflamas de la cristiandad podrán ir más allá de Bizancio y de Jerusalén. Te he oído inventar muchas historias que el emperador se ha creído. Y por lo tanto, si no tienes más noticias de este reino, invéntatelas. Cuidado, no te pido que testimonies lo que consideras falso, que sería pecado, sino que testimonies falsamente lo que crees verdadero. Lo cual es acción virtuosa porque suple a la falta de pruebas de algo que sin duda existe o ha sucedido. Te lo ruego: hay un Johannes, sin duda, allende las tierras de los persas y de los ármennos, más allá de Bacta, Ecbatana, Persépolis, Susa y Arbela, descendiente de los Magos... Empuja a Federico hacia oriente, porque de allí viene la luz que lo iluminará como el mayor de todos los reyes... Saca al emperador de ese lodazal que se extiende entre Milán y Roma... Podría quedarse embarrancado hasta la muerte. Que se mantenga alejado de un reino donde manda también un papa. Siempre será emperador a medias. Recuerda, Baudolino... El Presbyter Johannes... La vía de oriente...
—¿Pero por qué me lo dices a mí, maestro, y no a Rahewin?
—Porque Rahewin no tiene fantasía, sólo puede contar lo que ha visto, y a veces ni siquiera, porque no entiende lo que ha visto. Tú, en cambio, puedes imaginar lo que no has visto. Oh ¿cómo es que ha oscurecido tanto?
Baudolino, que era mentiroso, le dijo que no se alarmara, porque estaba cayendo la tarde. A las doce, a las doce en punto del mediodía, Otón exhaló un silbido de la garganta ya rauca, y los ojos se le quedaron abiertos e inmóviles, como si mirara a su Preste Juan en el trono. Baudolino se los cerró, y lloró lágrimas sinceras.

Triste por la muerte de Otón, Baudolino había vuelto durante algunos meses junto a Federico. Al principio, se había consolado con el pensamiento de que, volviendo a ver al emperador, habría vuelto a ver también a la emperatriz. La volvió a ver, y se entristeció aún más. No olvidemos que Baudolino tenía casi dieciséis años, y si antes su enamoramiento podía parecer una perturbación infantil de la cual él mismo comprendía poquísimo, ahora se estaba volviendo deseo consciente y tormento cabal.
Para no dedicarse a entristecerse en la corte, seguía siempre a Federico al campo, y había sido testigo de cosas que le habían gustado muy poco. Los milaneses habían destruido Lodi por segunda vez, es decir, primero la habían saqueado, llevándose animales, piensos y enseres de todas las casas; luego habían sacado a empellones fuera de las murallas a todos los habitantes y les habían dicho que, si no se iban a donde el diablo, los pasaban a todos a cuchillo, mujeres, ancianos y niños, incluidos los que todavía estaban en la cuna. Los lodicianos dejaron en la ciudad sólo a los perros, y se fueron por los campos, a pie bajo la lluvia, incluso los señores, que se habían quedado sin caballos, las mujeres con los pequeños en bazos, y a veces se caían por el camino o rodaban malamente en los fosos. Se refugiaron entre los ríos Adda y Serio, donde encontraron a duras penas unos tugurios donde dormían los unos sobre los otros.
Lo cual no había calmado en absoluto a los milaneses, que volvieron a Lodi, apresando a los poquísimos que no habían querido irse, cortaron todas las viñas y las plantas y luego prendieron fuego a las casas, liquidando en gran parte también a los perros.
No son cosas que un emperador pueda soportar, por lo cual, he aquí que Federico bajó una vez más a Italia, con un gran ejército, formado por burgundos, loreneses, bohemos, húngaros, suabos, francos y todos los que se puedan imaginar. Ante todo fundó una nueva Lodi en Montegezzone, luego acampó delante de Milán, ayudado con entusiasmo por pavianos y cremoneses, pisanos, luqueses, florentinos y seneses, vicentinos, tarvisanos, patavinos, ferrareses, ravenatenses, modeneses y así sucesivamente, aliados todos con el Imperio con tal de humillar a Milán.
Y la humillaron verdaderamente. Al final del verano la ciudad capituló y, para poderla salvar, los milaneses se sometieron a un ritual que había humillado al mismo Baudolino, a pesar de no tener nada en común con los milaneses. Los vencidos pasaron en triste procesión por delante de su señor, como quien implora perdón, todos descalzos y vestidos de sayo, incluido el obispo, con los hombres de armas con la espada colgada del cuello. Federico, recobrada ya su magnanimidad, dio a los humillados el beso de la paz.
—¿Valía la pena —se decía Baudolino— toda esa prepotencia con los lodicianos para luego bajarse los pantalones de esa manera? ¿Vale la pena vivir en estas tierras, donde todos parecen haber hecho voto de suicidio, y los unos ayudan a los otros a matarse? Quiero irme de aquí.
En realidad, también quería alejarse de Beatriz, porque últimamente había leído en algún sitio que a veces la distancia puede tirar de la enfermedad de amor (y todavía no había leído otros libros donde, al contrario, se decía que es precisamente la distancia la que sopla sobre el fuego de la pasión). Así pues, se presentó ante Federico para recordarle el consejo de Otón y le mandara a París.
Había encontrado al emperador triste y airado, paseando de arriba abajo por su cámara, mientras en un rincón Reinaldo de Dassel esperaba a que se calmara. Federico, a un cierto punto se paró, miró a los ojos a Baudolino y le dijo:
—Tú eres testigo mío, muchacho; yo me estoy esforzando para poner bajo una sola ley a las ciudades de Italia, pero cada vez tengo que empezar desde el principio. ¿Acaso mi ley es equivocada? ¿Quién me dice que mi ley es justa?
Y Baudolino casi sin reparar en ello:
—Señor, si empiezas a razonar así no acabarás nunca, mientras que el emperador existe precisamente por eso: no es emperador porque se le ocurran las ideas justas, sino que las ideas son justas porque proceden de él, y punto.
Federico lo miró, luego le dijo a Reinaldo:
—¡Este chico dice las cosas mejor que todos vosotros! ¡Si tan sólo estas palabras estuvieran vertidas en buen latín, resultarían admirables!
—Quod principi placuit legis habet vigorem, lo que gusta al príncipe tiene vigor de ley, —dijo Reinaldo de Dassel—. Sí, suena muy sabio, y definitivo. Pero haría falta que estuviera escrita en el Evangelio, si no ¿cómo convencer a todo el mundo para que acepte esta bellísima idea?
—Ya hemos visto lo que pasó en Roma —decía Federico— si hago que me unja el papa, admito ipsofacto que su poder es superior al mío; si cojo al papa por el cuello y lo arrojo al Tíber, me convierto en tal flagelo de Dios que Atila, que en paz descanse, no me llegaría ni al tobillo. ¿Dónde diablos encuentro a alguien que pueda definir mis derechos sin pretender estar por encima de mí? No lo hay en este mundo.
—Quizá no exista un poder de ese tipo —le había dicho entonces Baudolino— pero existe el saber.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando el obispo Otón me contaba qué es un studium, me decía que estas comunidades de maestros y de alumnos funcionan por su cuenta: los alumnos llegan de todo el mundo por lo que no importa quién es su soberano, y pagan a sus maestros, que, por lo tanto, dependen sólo de los alumnos. Así marchan las cosas con los maestros de derecho en Bolonia, y así van también en París, donde antes los maestros enseñaban en la escuela catedral y, por consiguiente, dependían del obispo, luego, un buen día, se fueron a enseñar a la montaña de Santa Genoveva, e intentan descubrir la verdad sin prestar oídos ni al obispo ni al rey...
—Si yo fuera su rey, otro gallo les cantaría a esos oídos. ¿Y si así fuera?
—Si así fuera, tú podrías hacer una ley en la que reconoces que los maestros de Bolonia son verdaderamente independientes de cualquier otra potestad, tanto tuya como del papa y de cualquier otro soberano, y están sólo al servicio de la Ley. Una vez que se les ha conferido esta dignidad, única en el mundo, ellos afirman que, según la recta razón, el juicio natural y la tradición, la única ley es la romana y el único que la representa es el sacro romano emperador; y que naturalmente, como tan bien ha dicho el señor Reinaldo, quod principi placuit legis habet vigorem.
—¿Y por qué deberían decirlo?
—Porque tú les das a cambio el derecho de poderlo decir, y no es poco. Así estás contento tú, están contentos ellos y, como decía mi padre Gagliaudo, habláis los dos desde la ventana.
—No aceptarán hacer una cosa de ese tipo, —rezongaba Reinaldo.
—Sí, en cambio —se iluminaba el rostro de Federico— aceptarán, te lo digo yo. Salvo que antes ellos tienen que hacer esa declaración, y luego yo les concedo la independencia, si no, todos van a pensar que lo han hecho para devolverme un regalo.
—Yo creo que, aun dándole la vuelta a la tortilla, si alguien quiere decir que os habéis puesto de acuerdo., lo dirá igualmente, había comentado con escepticismo Baudolino. Pero quiero ver quién se atreve a decir que los doctores de Bolonia no valen un comino, después de que hasta el emperador ha ido humildemente a pedirles su parecer. A esas alturas lo que hayan dicho es el Evangelio.
Y así pasó exactamente, aquel mismo año en Roncaglia, donde por segunda vez hubo una gran dieta. Para Baudolino había sido, ante todo, un gran espectáculo. Como le explicaba Rahewin —para que no pensara que todo lo que veía era sólo un juego circense con banderas que flameaban por doquier, insignias, tiendas de colores, mercaderes y juglares— Federico había hecho reconstruir, a un lado del Po, un típico campamento romano, para recordar que de Roma procedía su dignidad. En el centro del campo estaba la tienda imperial, como un templo, y le hacían corona las tiendas de los feudatarios, vasallos y valvasores. Del lado de Federico estaban el arzobispo de Colonia, el obispo de Bamberg, Daniel de Praga, Conrado de Augsburgo y otros más. Al otro lado del río, el cardenal legado de la sede apostólica, el patriarca de Aquilea, el arzobispo de Milán, los obispos de Turín, Alba, Ivrea, Asti, Novara, Vercelli, Tortona, Pavía, Como, Lodi, Cremona, Plasencia, Reggio, Módena, Bolonia y quién se acuerda ya de cuántos más. Sentándose en ese simposio majestuoso y verdaderamente universal, Federico dio inicio a las discusiones.
Brevemente (decía Baudolino para no tediar a Nicetas con las obras maestras de la oratoria imperial, jurisprudencial y eclesiástica), cuatro doctores de Bolonia, los más famosos, alumnos del gran Irnerio, habían sido invitados por el emperador a expresar un incontrovertible parecer doctrinal sobre sus poderes, y tres de ellos, Búlgaro, Jacobo y Hugo de Puerta Ravegnana, se habían expresado tal como quería Federico: el derecho del emperador se basa en la ley romana. De parecer distinto había sido sólo un tal Martín.
—A quien Federico habrá arrancado los ojos, —comentaba Nicetas.
—Absolutamente no, señor Nicetas —le contestaba Baudolino— vosotros los romeos les sacáis los ojos a éste y a aquél, y no entendéis ya dónde está el derecho, olvidándoos de vuestro gran Justiniano. Inmediatamente después, Federico promulgó la Constitutio Habita, con la cual se reconocía la autonomía del estudio boloñés; y si el estudio era autónomo, Martín podía decir lo que quería y ni siquiera el emperador podía tocarle un cabello. Y si se lo hubiera tocado, entonces los doctores ya no habrían sido autónomos, si no eran autónomos su juicio no valía nada, y Federico corría el riesgo de pasar por un usurpador.
Perfecto, pensaba Nicetas, el señor Baudolino me quiere sugerir que el imperio lo ha fundado él, y que, tan pronto como él profería una frase cualquiera, su poder era tal que se convertía en verdad. Escuchemos lo demás.
Mientras tanto habían entrado los genoveses a traer un cesto de fruta, porque estaban a mitad de la jornada y Nicetas tenía que reconfortarse. Dijeron que el saqueo seguía, por lo cual era mejor quedarse todavía en casa. Baudolino reanudó la narración.

Federico había decidido que, si un muchacho casi imberbe y educado por un estúpido como Rahewin, alimentaba ideas tan agudas, quién sabe qué habría sucedido si lo mandaba a París a estudiar de verdad. Lo abrazó con afecto, aconsejándole que se volviera verdaderamente sabio, visto que él, con los cuidados del gobierno y las empresas militares, nunca había tenido tiempo de cultivarse como era debido. La emperatriz se despidió de él con un beso en la frente e imaginémonos el delirio de Baudolino), diciéndole (aquella mujer prodigiosa, aun siendo gran dama y reina, sabía leer y escribir):
—Y escríbeme, cuéntame lo que haces, lo que te pasa. La vida en la corte es monótona. Tus cartas me servirán de consuelo.
—Escribiré, lo juro, —dijo Baudolino, con un ardor que habría debido hacer recelar a los presentes.
Nadie entre los presentes receló (¿quién se preocupa de la excitación de un muchacho que está a punto de irse a París?) excepto quizá Beatriz. En efecto, lo miró como si lo hubiera visto por vez primera, y el rostro blanquísimo se le cubrió de un repentino rubor. Pero ya Baudolino, con una reverencia que lo obligaba a mirar al suelo, había abandonado la sala.

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