Sala de Lectura

jueves, noviembre 04, 2004

Baudolino - Parte VIII - Baudolino hace que Beatriz escriba cartas de amor y el Poeta poesías

Baudolino, en primavera, descubrió que su amor crecía y crecía, como les pasa a los amantes en esa estación, y no lo sosegaban las sórdidas aventuras con muchachas de poca monta, es más, se volvía un gigante en comparación, porque Beatriz, además de la ventaja de la gracia, de la inteligencia y de la distinción real, tenía la de la ausencia. Sobre los encantos de la ausencia, Abdul no cesaba de atormentarlo, al pasar las noches acariciando su instrumento y cantando otras canciones, tanto que, para saborearlas plenamente, Baudolino había aprendido ya también el provenzal.

Cuando los días en mayo se alargan,
el dulce canto de pájaros lejanos
que en mi viaje gratos me acompañan
me recuerdan ese amor mío lejano:
cabizbajo y sombrío voy con mi pena,
que ya ni el blanco espino me serena...

Baudolino soñaba. Abdul desespera de ver un día a su desconocida princesa, se decía. ¡Oh, dichoso! Peor es mi pena, porque ciertamente a mi amada tendré que volverla a ver, un día u otro, y no tengo la ventura de no haberla visto nunca, sino la desventura de saber quién y cómo es. Pero si Abdul encuentra consuelo en relatarnos su pena ¿por qué no debería encontrarla yo narrándole la mía a ella? En otras palabras, Baudolino había intuido que habría podido disciplinar los anhelos del corazón poniendo por escrito lo que experimentaba, y tanto peor para el objeto de su amor si quedaba privado de esos tesoros de ternura. Por lo cual, entrada la noche, mientras el Poeta dormía, Baudolino escribía:
“La estrella ilumina el polo, y la luna colorea la noche. Pero a mí me es guía un solo astro y si, eludidas las tinieblas, surge mi estrella de oriente, mi mente ignorará las tinieblas del dolor. Tú eres mi estrella portadora de luz, que alimentará la noche, y sin ti es noche la luz misma, mientras contigo la misma noche es espléndida luz”
Y luego: “Si tengo hambre, tú sola me sacias, si tengo sed, tú sola me la apagas. ¿Pero qué digo? Tú reconfortas, pero no sacias. Nunca me he saciado de ti, y nunca me saciaré ...”
Y además: “Tanta es tu dulzura, tan admirable tu constancia, tan amable el tono de tu voz, tal es la belleza y la gracia que te coronan, que sería gran descortesía intentar expresarla con palabras. Que crezca más y más el fuego que me consume, y con nuevo alimento, y cuanto más quede escondido, tanto más arda y engañe a los que envidias e insidias tejen, de suerte que perdure siempre la duda de cuál de los dos más ama, y que entre, nosotros se libren siempre bellísimos lances en los que ambos vencemos...”
Eran cartas bonitas y, cuando Baudolino las releía, se estremecía, y se prendaba más y más de una criatura que sabía inspirar tales ardores. Por lo cual, a un cierto punto, ya no pudo aceptar no saber cómo habría reaccionado Beatriz a tanta suave violencia, y decidió incitarla a que le respondiera. E, intentando imitar su escritura, escribió:
“Al amor que me sube desde las entrañas, cuya fragancia trasciende más que cualquier otro aroma, la que es tuya en cuerpo y alma, a las flores sedientas de tu juventud desea la frescura de una eterna felicidad... A ti, mi gozosa esperanza, ofrezco mi fe, y a mí misma con toda devoción, para toda mi vida ...”
“Cuídate”, le contestó inmediatamente Baudolino, “porque está en ti mi bien, en ti mi esperanza y mi descanso. Aún no me he despertado y ya mi alma te encuentra, custodiada dentro de sí...”.
Y ella, osadísima: “Desde aquel primer momento en que nos vimos, tú solo has sido mi predilecto, con mi predilección te he querido, queriéndote te he buscado, buscándote te he encontrado, encontrándote te he amado, amándote te he deseado, deseándote te he colocado en mi corazón por encima de todo... y he saboreado tu miel... Te saludo, corazón mío, cuerpo mío, único gozo mío ... “
Esta correspondencia, que duró algunos meses, al principio había dado refrigerio al ánimo exacerbado de Baudolino, luego amplísimo regocijo, por fin una especie de flamante orgullo, puesto que el amante no conseguía explicarse cómo la amada podía amarlo tanto. Como todos los enamorados, Baudolino se había vuelto vanidoso; como todos los enamorados, escribía que quería gozar celosamente con la amada del secreto común, pero al mismo tiempo exigía que todo el mundo estuviera al corriente de su felicidad, y quedara anonadado por la incontenible amabilidad de quien lo amaba.
Por lo que, un día, enseñó el epistolario a los amigos. Fue vago y reticente sobre el cómo y el quién de aquel intercambio. No mintió, es más, dijo que aquellas cartas las enseñaba precisamente porque eran un parto de su fantasía. Pero los otros dos creyeron que precisamente y sólo en ese caso mentía, y aún más envidiaban su suerte. Abdul atribuyó en su corazón las cartas a su princesa, y se desvivía como si las hubiera recibido él. El Poeta, que ostentaba no dar importancia a ese juego literario (pero mientras tanto se reconcomía por no haber escrito él cartas tan bellas, induciendo respuestas aún más hermosas), al no tener a nadie de quien enamorarse, se enamoró de las cartas mismas; lo cual, comentaba sonriendo Nicetas, no era estupefaciente, porque en la juventud uno es propenso a enamorarse del amor.
Quizá para sacar nuevos motivos para sus canciones, Abdul copió celosamente las cartas, para releérselas por la noche en San Víctor. Hasta que un día se dio cuenta de que alguien se las había robado, y temía que a esas alturas algún canónigo disoluto, después de haberlas deletreado lúbricamente por la noche, las hubiera arrojado entre los mil manuscritos de la abadía. Estremeciéndose, Baudolino encerró su epistolario en el baúl, y a partir de aquel día no escribió ya misiva alguna, para no comprometer a su corresponsal.

Como tenía que desahogar de alguna manera las turbaciones de sus diecisiete años, Baudolino se dedicó entonces a escribir versos. Si en las cartas había hablado de su purísimo amor, en estos escritos hacía ejercicios de aquella poesía tabernaria con la que los clérigos de la época celebraban su vida disoluta y despreocupada, pero no sin alguna alusión melancólica al derroche que hacían de su vida.
Queriendo dar prueba a Nicetas de su talento, recitó algunos hemistiquios:

Feror ego veluti — sine nauta navis,
ut per vias aeris – vaga fertur avis...
Quidquit Venus imperat — labor est suavis,
quae nunquam in cordibus — habitat ignavis.

Al darse cuenta de que Nicetas entendía mal el latín, le tradujo aproximadamente: “Voy a la deriva como una nave sin auriga, como por las vías del cielo el pájaro extiende su vuelo... Obedecer a las órdenes de Venus, qué agradable fatiga, que en el corazón nunca de los viles habita ...”
Cuando Baudolino le enseñó estos versos y otros al Poeta, éste se puso colorado de envidia y de vergüenza, y lloró, y confesó la aridez que le secaba la fantasía, maldiciendo su impotencia, gritando que habría preferido no saber penetrar a una mujer en lugar de verse tan incapaz de expresar lo que sentía dentro de sí, y que era exactamente lo que Baudolino tan bien había expresado, tanto que se preguntaba si no le había leído en el corazón. Y luego observó lo orgulloso que habría estado su padre, si hubiera sabido que componía versos tan bellos, visto que un día u otro habría tenido que justificar ante la familia y el mundo aquel mote de Poeta que todavía lo halagaba, pero hacía que se sintiera un poeta gloriosus, un tunante que se apropiaba de una dignidad que no era suya.
Baudolino lo vio tan desesperado que le puso el pergamino entre las manos, ofreciéndole sus poesías, para que las mostrara como propias. Regalo precioso, porque resulta que Baudolino, para contarle algo nuevo a Beatriz, le había enviado los versos, atribuyéndoselos al amigo. Beatriz se los había leído a Federico, Reinaldo de Dassel los había oído y, hombre amante de las letras aun estando absorbido siempre por las intrigas de palacio, había dicho que le habría gustado tener al Poeta a su servicio...
Reinaldo había sido distinguido, precisamente ese año, con la alta dignidad de arzobispo de Colonia, y al Poeta la idea de convertirse en el poeta de un arzobispo y, por lo tanto, como decía un poco bromeando y un poco pavoneándose, Archipoeta, no le disgustaba demasiado, entre otras cosas porque tenía poquísimas ganas de estudiar, el dinero paterno en París no le llegaba y se había hecho la idea —no equivocada— de que un poeta de corte comía y bebía todo el día sin tener que preocuparse de nada más.
Sólo que para ser poeta de corte es necesario escribir poesías. Baudolino prometió escribirle por lo menos una docena, pero no todas de golpe:
—Mira, —le dijo—, no siempre los grandes poetas son diarreicos, a veces son estreñidos, y son los mejores. Tú deberás aparentar estar atormentado por las Musas, ser capaz de destilar sólo un dístico de vez en cuando. Con los que te dé, saldrás adelante durante unos cuantos meses, pero dame tiempo, porque yo no seré estreñido pero tampoco padezco de diarrea. Así que aplaza tu marcha y manda a Reinaldo algún que otro verso para ir abriéndole el apetito. Por lo pronto, será mejor que te presentes con una dedicatoria, un elogio de tu benefactor.
Se pasó una noche pensando en ello, y le regaló unos versos para Reinaldo:

Presul discretissime — veniam te precor,
morte bona morior — dulci nece necor,
meum pectum sauciat — puellarum decor,
et quas tacto nequeo — saltem chorde mechor,

es decir, “nobilísimo obispo, perdóname, porque a una bella muerte hago frente, y harto dulce una herida me consume: me traspasa el corazón la belleza de las muchachas, y las que no consigo tocar, al menos con el pensamiento las poseo”.

Nicetas observó que los obispos latinos se deleitaban con cantos muy poco sagrados, pero Baudolino le dijo que tenía que entender ante todo qué era un obispo latino, a quien no se le pedía que fuera necesariamente un santo varón, sobre todo si era también canciller del imperio; en segundo lugar, quién era Reinaldo, poquísimo obispo y muchísimo canciller, amante sin duda de la poesía, pero aún más proclive a usar de los talentos de un poeta también para sus fines políticos, como habría hecho más tarde.
—Entonces el Poeta se volvió famoso con tus versos.
—Precisamente. Durante casi un año, el Poeta mandó a Reinaldo, con cartas que desbordaban devoción, los versos que poco a poco yo le iba escribiendo, y al final Reinaldo pretendió tener a su vera aquel insólito talento, costara lo que costase. El Poeta se marchó con una buena reserva de versos, por lo menos para poder sobrevivir un año, por muy estreñido que pareciera. Fue un triunfo. Nunca he podido entender cómo puede uno estar orgulloso de una fama recibida como limosna, pero el Poeta estaba satisfecho.
—Estupor por estupor, yo me pregunto qué placer experimentabas tú al ver que tus criaturas eran atribuidas a otro. ¿No es atroz que un padre les dé a otros como limosna el fruto de sus entrañas?
—El destino de una poesía tabernaria es pasar de boca en boca, y la felicidad es oír que lo cantan, y sería egoísmo quererla exhibir sólo para acrecentar la propia gloria.
—No creo que seas tan humilde. Tú eres feliz de haber sido una vez más el Príncipe de la Mentira, y te vanaglorias de ello, así como esperas que un día alguien encuentre tus cartas de amor entre los cartapacios de San Víctor y se los atribuya a quién sabe quién.
—No pretendo parecer humilde. Me gusta hacer que sucedan las cosas, y ser el único en saber que son obra mía.
—El asunto no cambia, amigo mío, —dijo Nicetas—. Indulgentemente he sugerido que tú querías ser el Príncipe de la Mentira, y ahora tú me dejas entender que quisieras ser Dios Padre en persona.

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