Sala de Lectura

miércoles, noviembre 10, 2004

Baudolino parte IX - Baudolino en el Paraíso Terrenal

Baudolino estudiaba en París, pero seguía al corriente de lo que sucedía en Italia y Alemania. Rahewin, obedeciendo las órdenes de Otón, había seguido escribiendo las Gesta Friderici pero, llegado ya al final del cuarto libro, decidió dejarlas porque le parecía blasfemo superar el número de los Evangelios. Había abandonado la corte, satisfecho del trabajo realizado, y se estaba aburriendo en un monasterio bávaro. Baudolino le escribió que tenía bajo mano los libros de la biblioteca infinita de San Víctor, y Rahewin le pidió que le mencionara algún tratado raro que pudiera enriquecer su sabiduría.
Baudolino, compartiendo la opinión de Otón sobre la escasa fantasía del pobre canónigo, consideró útil alimentarla un poco y, después de haberle comunicado unos pocos títulos de códices que había visto, le citó otros que se había inventado buenamente, como el De optimitate triparum del Venerable Beda, un Ars honeste petandi, un De modo cacandi, un De castramentandis crinibus y un De patria diabolorum. Todas ellas obras que habían suscitado el estupor y la curiosidad del buen canónigo, quien se apresuró a solicitar copias de aquellos desconocidos tesoros de sabiduría. Servicio que Baudolino le habría hecho de buena gana, para subsanar el remordimiento de aquel pergamino de Otón que había borrado, pero la verdad es que no sabía qué copiar, y tuvo que inventarse que, aunque aquellas obras estaban en la abadía de San Víctor, se encontraban en olor de herejía y los canónigos no se las dejaban ver a nadie.
—Luego supe, —le decía Baudolino a Nicetas—, que Rahewin había escrito a un docto parisino que conocía, rogándole que solo citara aquellos manuscritos a los victorinos, los cuales obviamente no encontraron rastro de ellos, acusaron a su bibliotecario de descuido, y el pobrecillo venga a jurar que no los había visto jamás. Me imagino que al final algún canónigo, para arreglar el asunto, escribiría de verdad esos libros, y espero que algún día alguien los encuentre.

El Poeta, mientras tanto, lo mantenía al corriente de las hazañas de Federico. Los comunes italianos no estaban manteniendo fe a todos los juramentos hechos en la dieta de Roncaglia. Los pactos querían que las ciudades litigiosas desmantelasen las murallas y destruyeran las máquinas de guerra, y, en cambio, los ciudadanos hacían como que allanaban los fosos alrededor de las ciudades, y los fosos seguían allá. Federico había mandado legados a Crema, para invitarles a que se dieran prisa, y los cremenses amenazaron con matar a los emisarios imperiales y, si no llegan a escaparse, los matan de verdad. A renglón seguido había enviado a Milán incluso a Reinaldo y a un conde palatino para que nombraran a los podestás, porque los milaneses no podían pretender reconocer los derechos imperiales y luego elegir por su cuenta a los cónsules. Y también allí había faltado poco para que les sacaran los tuétanos a ambos enviados, ¡y no eran unos emisarios cualesquiera, sino el canciller del imperio y uno de los condes del Palacio! Sin conformarse, los milaneses asediaron el castillo de Trezzo y pusieron en cadenas a la guarnición. Por último, atacaron de nuevo Lodi y, cuando al emperador le tocaban Lodi, el emperador montaba en cólera. Así, para dar un ejemplo, puso cerco a Crema.
Al principio, el asedio procedía según las reglas de una guerra entre cristianos. Los cremenses, ayudados por los milaneses, habían hecho unas buenas salidas y capturado a muchos prisioneros imperiales. Los crenioneses (que por odio a los cremenses estaban entonces del lado del imperio, junto con pavianos y lodicianos) habían construido máquinas de asedio poderosísimas, que les habían costado la vida más a los asediadores que a los asediados, pero así iban las cosas. Hubo unas escaramuzas bellísimas, contaba con gusto el Poeta, y todos recordaban la vez que el emperador hizo que los lodicianos le dieran doscientos toneles vacíos, los llenó de tierra y los arrojó al foso, luego hizo que los recubrieran con tierra y madera que los lodicianos habían llevado con más de dos mil carros, de suerte que fue posible pasar con las mazas, mejor dicho, con los almajaneques, para batir las murallas.
Cuando se dio el asalto con la mayor de las torres de madera, la que habían construido los cremoneses, los asediados empezaron a lanzar tantas piedras con sus balistas que iban a conseguir que la torre se cayera, y sacaron al emperador de sus casillas. Furibundo, Federico mandó llevar a prisioneros de guerra cremenses y milaneses, e hizo que los ataran delante y a los lados de la torre. Pensaba que, si los asediados se hubieran visto delante a sus hermanos, primos, hijos y padres, no habrían osado tirar. No calculaba lo grande que era la furia de los cremenses, la furia de los de encima de las murallas y la furia de los que estaban atados fuera de las murallas. Fueron estos últimos los que gritaron a sus hermanos que no se preocuparan por ellos, y los de las murallas, haciendo de tripas corazón, con lágrimas en los ojos, verdugos de sus mismos parientes, siguieron apedreando la torre hasta matar a nueve de los prisioneros.
Estudiantes milaneses llegados a París le juraban a Baudolino que a la torre habían sido atados también niños, pero el Poeta le había asegurado que la voz era falsa. El hecho es que, a esas alturas, incluso el emperador había quedado impresionado, e hizo que desataran a los demás prisioneros. Pero los cremenses y milaneses, enfurecidos como sierpes por el fin de sus compañeros, cogieron en la ciudad a unos prisioneros tudescos y lodicianos, los colocaron encima de las murallas y los mataron a sangre fría bajo la mirada de Federico. Éste, entonces, hizo llevar bajo las murallas a dos prisioneros cremenses y bajo las murallas los procesó como bandidos y perjuros, condenándolos a muerte. Los cremenses hicieron saber que, si Federico ahorcaba a los suyos, ellos colgarían a los prisioneros que todavía tenían como rehenes. Federico contestó que bien quería verlo, y ahorcó a los dos prisioneros. Como toda respuesta, los cremenses colgaron coram populo a todos sus rehenes. Federico, que ya no razonaba, sacó a todos los cremenses que todavía tenía prisioneros, hizo levantar una selva de horcas delante de la ciudad y se disponía a colgarlos a todos. Obispos y abades se precipitaron al lugar del suplicio, implorando que él, que debía ser fuente de misericordia, no debía emular la maldad de sus enemigos. Federico se sintió tocado por aquella intervención, pero no podía revocar su propósito, por lo cual decidió ajusticiar por lo menos a nueve de aquellos infelices.
Al oír estas cosas, Baudolino había llorado. No sólo era por naturaleza un hombre de paz, sino que la idea de que su amadísimo padre adoptivo se hubiera manchado de tantos crímenes lo convenció para quedarse en París a estudiar y, de manera harto oscura, sin que él se diera cuenta, lo persuadió de que no era culpable de amar a la emperatriz. Volvió a escribir cartas cada vez más apasionadas y respuestas que harían temblar a un ermitaño. Salvo que esta vez ya no enseñó nada a sus amigos.
Sintiéndose culpable, sin embargo, resolvió hacer algo por la gloria de su señor. Otón le había dejado como sagrada herencia conseguir hacer salir de las tinieblas de la habladuría al Preste Juan. Baudolino se dedicó, pues, a la búsqueda del Preste incógnito pero —era testigo Otón— sin duda conocidísimo.

Puesto que, acabados los años de trivio y cuadrivio, Baudolino y Abdul se habían educado en la disputa, se preguntaron ante todo: ¿existe de verdad un Preste Juan? Pero habían empezado a preguntárselo en condiciones que Baudolino se avergonzaba de explicarle a Nicetas.
Abdul vivía con Baudolino desde que se marchara el Poeta. Una noche Baudolino, al volver a casa, se encontró con Abdul que, completamente solo, estaba cantando una de sus canciones más bellas, en la que anhelaba encontrar a su princesa lejana, pero de golpe, mientras la veía casi cercana, le parecía andar hacia atrás. Baudolino no entendía si era la música o si era la letra, pero la imagen de Beatriz, que se le había aparecido inmediatamente al oír aquel canto, se sustraía a su mirada, esfumándose en la nada. Abdul cantaba, y nunca su canto había parecido tan seductor.
Una vez acabada la canción, Abdul se desplomó exhausto. Baudolino temió por un instante que fuera a desmayarse y se inclinó sobre él, pero Abdul levantó una mano como para tranquilizarlo, y se echó a reír quedo quedo, él solo, sin razón. Reía, y le temblaba todo el cuerpo. Baudolino pensaba que tenía fiebre, le dijo, sin parar de reír, que lo dejara en paz, que se calmaría, que sabía perfectamente de qué se trataba. Y al final, acuciado por las preguntas de Baudolino, se decidió a confesar su secreto.
—Escucha, amigo mío. He tomado un poco de miel verde, sólo un poco. Ya sé que es una tentación diabólica, pero a veces me sirve para cantar. Escucha y no me repruebes. Desde que era niño, en Tierra Santa, escuchaba una historia maravillosa y terrible. Se fantaseaba que no lejos de Antioquía vivía una raza de sarracenos que moraba entre las montañas, en un castillo inaccesible salvo para las águilas. Su señor se llamaba Aloadin e infundía un grandísimo pavor, tanto a los príncipes sarracenos como a los cristianos. En efecto, en el centro de su castillo, se decía, había un jardín colmado de todas las especies de frutas y flores, donde corrían canales llenos de vino, leche, miel y agua, y, por doquier danzaban y cantaban muchachas de incomparable belleza. En el jardín podían vivir sólo unos jóvenes que Aloadin hacía secuestrar, y en aquel lugar de delicias los adiestraba tan sólo al placer. Y digo placer porque, como oía susurrar a los adultos, y me ruborizaba turbado, aquellas muchachas eran generosas y estaban dispuestas a satisfacer a aquellos huéspedes, les procuraban gozos indecibles y, me imagino, enervantes. De suerte que el que había entrado en aquel lugar naturalmente no habría querido salir a ningún precio.
—No está nada mal ese Aloadino tuyo, o como se llamara, sonrió Baudolino, pasando por la frente del amigo un paño húmedo.
—Eso lo piensas —dijo Abdul— porque no conoces la verdadera historia. Una buena mañana, uno de esos jóvenes se despertaba en un sórdido patio quemado por el sol, donde se veía en cadenas. Después de algunos días de este suplicio, lo llevaban ante Aloadin, y el joven se arrojaba a sus pies amenazando suicidarse e implorando que lo devolviera a las delicias de las que ya no conseguía prescindir. Aloadin le revelaba entonces que había caído en desgracia con el profeta y que sólo podría recuperar su favor si se mostraba dispuesto a realizar una gran empresa. Le daba un puñal de oro y le decía que se pusiera de viaje, que fuera a la corte de un señor enemigo suyo y lo matara. De esa manera, podría volver a merecerse lo que deseaba y, aunque muriera en la empresa, ascendería al Paraíso, en todo y por todo igual al lugar del que había sido excluido, es más, aún mejor. Y he aquí por qué Aloadin tenía un grandísimo poder y atemorizaba a todos los príncipes de los alrededores, fueran moros o cristianos, porque sus emisarios estaban dispuestos a cualquier sacrificio.
—Entonces —había comentado Baudolino— mejor una de estas buenas tabernas de París, y sus muchachas, que se pueden poseer sin pagar prenda. Pero tú ¿qué tienes que ver con esta historia?
—Tengo que ver porque cuando tenía diez años fui secuestrado por los hombres de Aloadin. Y permanecí cinco años en su poder.
—¿Y a los diez años gozaste de todas esas muchachas de las que me cuentas? ¿y luego te invitaron a que mataras a alguien? Abdul ¿qué me dices? —se preocupaba Baudolino.
—Era demasiado pequeño para que me admitieran enseguida entre los jóvenes venturosos, y fui encomendado como siervo a un eunuco del castillo que se ocupaba de sus placeres. Pero oye bien lo que descubrí. Yo, en cinco años, jardines, no los vi nunca, porque los jóvenes estaban siempre y sólo encadenados en fila en ese patio bajo la solana. Todas las mañanas el eunuco cogía de cierto armario unos tarros de plata que contenían una pasta densa como la miel, pero de color verdoso, pasaba por delante de cada uno de los prisioneros y los alimentaba con esa sustancia. Los prisioneros la saboreaban, y empezaban a contarse a sí mismos y a los demás todas las delicias de las que hablaba la leyenda. Entiéndelo, se pasaban el día con los ojos abiertos, sonriendo dichosos. Al caer la noche se sentían cansados, empezaban a reírse, a veces quedamente, a veces inmoderadamente, luego se quedaban dormidos. De suerte que yo, creciendo lentamente, comprendí el engaño al que eran sometidos por Aloadin: vivían en cadenas ilusos de vivir en un paraíso, y para no perder ese bien se convertían en instrumento de la venganza de su señor. Si luego regresaban sanos y salvos de sus empresas, daban de nuevo en grilletes, pero empezaban a ver y oír lo que la miel verde les hacía soñar.
—¿Y tú?
—Yo, una noche, mientras todos dormían, me introduje allá donde se conservaban los tarros de plata que contenían la miel verde, y la probé. Qué digo la probé, me tragué dos cucharadas y de golpe empecé a ver cosas prodigiosas...
—¿Sentías que estabas en el jardín?
—No, quizá los jóvenes soñaban con el jardín porque a su llegada Aloadin les contaba del jardín. Creo que la miel verde hace ver a cada uno lo que quiere en lo hondo de su corazón. Yo me hallaba en el desierto o, mejor dicho, en un oasis, y veía llegar una caravana espléndida, con los camellos enjaezados con plumeros, y una hueste de moros con turbantes de colores, que golpeaban atabales y tocaban címbalos. Y detrás de ellos, en un baldaquín llevado por cuatro gigantes, iba Ella, la princesa. Yo no sé decirte ya cómo era, era ... cómo decirlo... era tan fulgurante que recuerdo sólo un destello, un esplendor deslumbrante...
—¿Qué cara tenía, era bella?
—No vi su rostro, iba velada.
—Pero entonces ¿de quién te enamoraste?
—De ella, porque no la vi. En el corazón, aquí, entiendes, me entró una dulzura infinita, una languidez que no se ha extinguido. La caravana se alejaba hacia las dunas, yo entendía que aquella visión no habría de volver nunca más, me decía que habría debido seguir a aquella criatura, pero hacia el amanecer empezaba a reír, y entonces pensaba que era de alegría, mientras que se trata del efecto de la miel verde cuando su poder se extingue. Me desperté con el sol alto ya, y por poco el eunuco no me sorprende todavía adormecido en aquel lugar. Desde entonces me dije que debía huir, para volver a encontrar a la princesa lejana.
—Pero tú habías entendido que se trataba sólo del efecto de la miel verde...
—Sí, la visión era una ilusión, pero lo que sentía dentro de mí ya no lo era, era deseo verdadero. El deseo, cuando lo experimentas, no es una ilusión, existe.
—Pero era el deseo de una ilusión.
—Pero yo no quería perder ya ese deseo. Me bastaba para dedicarle la vida.

Brevemente, Abdul consiguió encontrar una vía de fuga del castillo y reunirse con su familia, que lo daba ya por perdido. Su padre se había preocupado por la venganza y lo alejó de Tierra Santa, enviándolo a París. Abdul, antes de huir del castillo de Aloadin, se había apoderado de uno de los tarros de miel verde pero, explicaba a Baudolino, no la había vuelto a probar, por temor de que la maldita sustancia lo llevara de nuevo a aquel oasis y reviviera hasta el infinito su éxtasis. No sabía si podría resistir la emoción. Ya la princesa estaba con él, y nadie habría podido sustraérsela. Mejor anhelarla como una meta que poseerla en un falso recuerdo.
Luego, con el paso del tiempo, para encontrar la fuerza para sus canciones, en las cuales la princesa estaba ahí, presente en su lejanía, se había atrevido a probar de vez en cuando la miel, apenas una puntita, tomando con la cuchara lo suficiente para que la lengua la saboreara. Experimentaba éxtasis de breve duración, y eso había hecho aquella noche.
La historia de Abdul había intrigado a Baudolino, y le tentaba la posibilidad de tener una visión, aun breve, en la que se le apareciera la emperatriz. Abdul no pudo negarle aquella prueba. Baudolino había sentido sólo un ligero torpor y el deseo de reír. Pero sentía la mente excitada. Curiosamente, no por Beatriz, sino por el Preste Juan. Tanto que se había preguntado si su verdadero objeto del deseo no sería aquel reino inalcanzable, más que la señora de su corazón. Y así sucedió que aquella noche, Abdul casi libre ya del efecto de la miel, Baudolino ligeramente ebrio, se pusieran a discutir del Preste, planteándose precisamente la cuestión de su existencia. Y puesto que parecía que la virtud de la miel verde era hacer tangible lo que nunca se había visto, he aquí que se decidieron por la existencia del Preste.
Existe, había determinado Baudolino, porque no hay razones que se opongan a su existencia. Existe, había asentido Abdul, porque le había oído decir a un clérigo que, más allá del país de los medos y de los persas, hay reyes cristianos que combaten contra los paganos de aquellas regiones.
—¿Quién es ese clérigo? —había preguntado Baudolino enardecido.
—Boron, —había respondido Abdul. Y he aquí que al día siguiente se pusieron en su búsqueda.

Boron era un clérigo de Montbéliard que, vagante como sus congéneres, ahora estaba en París (y frecuentaba la biblioteca de San Víctor) y mañana estaría quién sabe dónde, porque parecía perseguir un proyecto propio del que nunca hablaba con nadie. Tenía una gran cabeza con el pelo desgreñado, y los ojos rojos de tanto leer a la luz del candil, pero parecía desde luego un pozo de ciencia. Los había fascinado desde el primer encuentro, naturalmente en una taberna, planteándoles sutiles preguntas sobre las cuales sus maestros habrían consumido días y días de disputas: si el esperma puede congelarse, si una prostituta puede concebir, si el sudor de la cabeza es más maloliente que el de las demás extremidades, si las orejas se ruborizan cuando nos avergonzamos, si un hombre sufre más por la muerte que por el matrimonio de la amante, si los nobles tienen que tener las orejas colgantes, o si los locos empeoran durante el plenilunio. La cuestión que más le intrigaba era la de la existencia del vacío, sobre la cual se consideraba más sabio que cualquier otro filósofo.
—El vacío —decía Boron, con la boca ya pastosa— no existe porque la naturaleza le tiene horror. Es evidente, por razones filosóficas, que no existe porque si existiera o sería substancia o sería accidente. Substancia material no es, porque, si no, sería cuerpo y ocuparía espacio; y no es substancia incorpórea porque, si no, como los ángeles, sería inteligente. No es accidente porque los accidentes existen sólo como atributos de substancias. En segundo lugar, el vacío no existe por razones físicas: toma un vaso cilíndrico...
—Pero ¿por qué —lo interrumpía Baudolino— te interesa tanto demostrar que el vacío no existe? ¿qué te importa a ti el vacío?
—Importa, importa. Porque el vacío puede ser o bien intersticial, es decir, hallarse entre cuerpo y cuerpo en nuestro mundo sublunar, o bien, extenso, más allá del universo que vemos, cerrado por la gran esfera de los cuerpos celestes. Si así fuera, podrían existir, en ese vacío, otros mundos. Pero, si se demuestra que no existe el vacío intersticial, con mayor razón no podrá existir el vacío extenso.
—¿Y a ti qué te importa si existen otros mundos?
—Importa, importa. Porque si existieran, Nuestro Señor Jesucristo habría debido sacrificarse en cada uno de ellos y en cada uno de ellos consagrar el pan y el vino. Y, por lo tanto, el objeto supremo, que es testimonio y vestigio de ese milagro, ya no sería único, sino que habría muchas copias del mismo. ¿Y qué valor tendría un vida si no supiera que en algún lugar hay un objeto supremo por recobrar?
—¿Y cuál sería ese objeto supremo?
Aquí Boron intentaba atajar:
—Asunto mío, decía, historias que no son buenas para las orejas de los profanos. Pero hablemos de otro asunto: si hubiera muchos mundos, habría habido muchos primeros hombres, muchos Adanes y muchas Evas que cometieron infinitas veces el pecado original. Y, por lo tanto, habría muchos Paraísos Terrenales del que fueron expulsados. ¿Podéis pensar que de una cosa sublime como el Paraíso Terrenal pueda haber muchos, así como existen muchas ciudades con un río y con una colina como la de Santa Genoveva? Paraíso Terrenal hay uno solo, en una tierra remota, más allá del reino de los medos y de los persas.
Habían llegado al punto, y relataron a Boron sus especulaciones sobre el Preste Juan. Sí, Boron le había oído a un monje ese asunto de los reyes cristianos de Oriente. Había leído la relación de una visita que, muchos años antes, un patriarca de las Indias le habría hecho al papa Calixto II. En ella se narraba lo que le había costado al papa entenderse con él, a causa de las lenguas diversísimas. El patriarca había descrito la ciudad de Hulna, donde corre uno de los ríos que nacen en el Paraíso Terrenal, el Physon, que otros llamarían Ganges, y donde en un monte fuera de la ciudad surge el santuario que conserva el cuerpo del apóstol Tomás. Este monte era inaccesible, porque surgía en el centro de un lago, pero durante ocho días al año las aguas del lago se retiraban, y los buenos cristianos de acullá podían ir a adorar el cuerpo del apóstol, todavía íntegro como si no estuviera ni siquiera muerto, es más, como recitaba el texto, con el semblante esplendoroso como una estrella, rojos los cabellos, que le llegaban hasta los hombros, y la barba, y la ropa que parecía recién cosida.
—Ahora bien, nada dice que este patriarca fuera el Preste Juan, —había concluido cautamente Boron.
—No, desde luego, —había argüido Baudolino—, pero nos dice que desde hace mucho tiempo se habla de cierto reino lejano, venturoso y desconocido. Escucha, en su Historia de duabus civitatibus, mi queridísimo obispo Otón refería que un tal Hugo de Gabala había dicho que Juan, después de haber vencido a los persas, había intentado llevar ayuda a los cristianos de Tierra Santa, pero había tenido que detenerse a orillas del río Tigris porque no tenía bajeles para hacer que sus hombres lo cruzaran. Así pues, Juan vive más allá del Tigris. ¿Vale? Pero lo bueno es que todos debían de saberlo aún antes de que Hugo hablara de ello. Volvamos a leernos bien lo que escribía Otón, que no escribía al azar. ¿Por qué debería el tal Hugo ir a explicarle al papa las razones por las que Juan no había podido ayudar a los cristianos de Jerusalén, como si hubiera tenido que justificarlo? Porque, evidentemente, en Roma alguien alimentaba ya esta esperanza. Y cuando Otón dice que Hugo nombra a Juan, anota sic enim eum nominare solent, como suelen llamarlo. ¿Qué significa este plural? Evidentemente que no sólo Hugo, sino también otros, solent, suelen, y por lo tanto solían ya en aquellos tiempos, llamarlo así. Nuestro querido Otón escribe que Hugo afirma que Juan, como los Magos de los que desciende, quería ir a Jerusalén, pero luego no escribe que Hugo afirma que no lo consiguió, sino que fetur, se dice, y que algunos, otros, en plural, asserunt, afirman que no lo consiguió. Estamos aprendiendo de nuestros maestros que no hay mejor prueba de lo verdadero —concluía Baudolino— que la continuidad de la tradición.
Abdul le había susurrado al oído a Baudolino que quizá también el obispo Otón se tomaba de vez en cuando su ración de miel verde, pero Baudolino le había dado un codazo en las costillas.
—Yo todavía no he entendido por qué ese Preste es tan importante para vosotros —había dicho Boron— pero si es preciso buscarlo, no habrá de ser a lo largo de un río que procede del Paraíso Terrenal, sino en el Paraíso Terrenal mismo. Y aquí tendría yo mucho que contar...
Baudolino y Abdul intentaron que Boron les dijera más sobre ese Paraíso Terrenal, pero Boron había abusado en demasía de las cubas de Los Tres Candelabros, y decía que no recordaba ya nada. Como si hubieran pensado lo mismo sin decirse nada el uno al otro, los dos amigos tomaron a Boron de las axilas y se lo llevaron a su habitación. Allí Abdul, aun con parsimonia, le ofreció una nonada de miel verde, una punta de cucharilla, y otra punta se la dividieron entre ellos. Y Boron, al cabo de un momento en que había permanecido atónito, mirando a su alrededor como si no comprendiera bien dónde estaba, empezó a ver algo del paraíso. Hablaba, y contaba de un cierto Tungano, que parecía haber visitado tanto el Infierno como el Paraíso. Cómo era el Infierno, no valía la pena decirlo, pero el Paraíso era un lugar lleno de jocundidad, alegría, honradez, belleza, santidad, concordia, unidad, caridad y eternidad sin fin, defendido por una muralla de oro donde, una vez traspasada, se divisaban muchas sillas adornadas con piedras preciosas en las que estaban sentados hombres y mujeres, jóvenes y ancianos vestidos con estolas de seda, con la cara esplendorosa como el sol y los cabellos de oro purísimo, y todos cantaban alleluja leyendo un libro minado con letras de oro.
—Ahora bien —decía sensatamente Boron— al Infierno pueden ir todos, basta quererlo, y a veces quien va vuelve a contarnos algo, en forma de íncubo, súcubo u otra visión molesta. Pero ¿se puede pensar de verdad que quien ha visto esas maravillas ha sido admitido al Paraíso Celestial? Aun habiendo sucedido, un hombre viviente no tendría nunca la desvergüenza de contarlo, porque ciertos misterios una persona modesta y honesta debería guardárselos para sí.
—Quiera Dios que no aparezca sobre la faz de la tierra un ser tan roído por la vanidad —había comentado Baudolino— que resulte indigno de la confianza que el Señor le ha acordado.
—Pues bien —había dicho Boron— habréis oído la historia de Alejandro Magno, que habría llegado a las orillas del Ganges, y habría alcanzado una muralla que seguía el curso del río pero que no tenía ninguna puerta, y después de tres días de navegación habría visto en la muralla un ventanuco, al cual se habría asomado un viejo; los viajeros pidieron que la ciudad pagara tributo a Alejandro, rey de reyes, pero el viejo contestó que aquélla era la ciudad de los beatos. Es imposible que Alejandro, gran rey, pero pagano, hubiera llegado a la ciudad celestial. Por lo tanto, lo que él y Tungano vieron era el Paraíso Terrenal. El que veo yo en este momento...
—¿Dónde?
—Allá, —e indicaba un rincón de la habitación—. Veo un lugar donde crecen prados amenos y verdeantes, adornados con flores y hierbas perfumadas, mientras en torno se exhala por doquier un olor suave, y al aspirarlo no siento ya deseo alguno de comida o bebida. Hay un prado bellísimo con cuatro hombres de aspecto venerable, que llevan en la cabeza coronas de oro y ramos de palma en las manos... Oigo un canto, percibo un olor de bálsamo, oh Dios mío, siento en la boca una dulzura como de miel... Veo una iglesia de cristal con un altar en medio, de donde sale un agua blanca como leche. La iglesia parece por la parte septentrional una piedra preciosa, por la parte austral es del color de la sangre; a occidente, es blanca como la nieve, y encima de ella brillan innumerables estrellas más lucientes que las que se ven en nuestro cielo. Veo a un hombre con los cabellos blancos como la nieve, plumado como un pájaro, los ojos que casi no se divisan, cubiertos como están de cejas que señorean cándidas. Me indica un árbol que no envejece nunca y cura de todo mal al que se sienta a su sombra, y otro con las hojas de todos los colores del arco iris. Pero ¿por qué veo todo esto esta noche?
—Quizá lo has leído en alguna parte, y el vino ha hecho que aflore a los umbrales del alma, —había dicho, entonces, Abdul—. Aquel hombre virtuoso que vivió en mi ínsula y que fue San Brandán navegó por mar hasta los últimos confines de la tierra, y descubrió una ínsula recubierta toda ella de uvas maduras, unas azules, otras violeta y otras blancas, con siete fuentes milagrosas y siete iglesias, una de cristal, otra de granate, la tercera de zafiro, la cuarta de topacio, la quinta de rubí, la sexta de esmeralda, la séptima de coral, cada una con siete altares y siete lámparas. Y delante de la iglesia, en medio de una plaza, surgía una columna de calcedonia que tenía en la cima una rueda que giraba, cargada de cascabeles.
—No, no, la mía no es una ínsula —se inflamaba Boron— es una tierra próxima a la India, donde veo hombres con las orejas más grandes que las nuestras, y una doble lengua, de suerte que pueden hablar con dos personas a la vez. Cuántas mieses, parece como si crecieran espontáneamente...
—Sin duda —glosaba Baudolino— no olvidemos que según el Éxodo al pueblo de Dios había sido prometida una tierra donde manan leche y miel.
—No confundamos las cosas —decía Abdul— la del Éxodo es la tierra prometida, y prometida después de la caída, mientras que el Paraíso Terrenal era la tierra de nuestros progenitores antes de la caída.
—Abdul, no estamos en una disputatio. Aquí no se trata de identificar un lugar a donde iremos, sino de entender cómo debería ser el lugar ideal al que cada uno de nosotros querría ir. Es evidente que si maravillas de ese calibre han existido y existen todavía, no sólo en el Paraíso Terrenal, sino también en ínsulas que Adán y Eva nunca hollaron, el reino de Juan debería de ser bastante parecido a esos lugares. Nosotros intentamos entender cómo es un reino de la abundancia y de la virtud, donde no existen la mentira, la codicia, la lujuria. Si no ¿por qué deberíamos tender a él como al reino cristiano por excelencia?
—Pero sin exagerar —recomendaba sabiamente Abdul— si no, nadie creería ya en él; quiero decir, nadie creería ya que es posible ir tan lejos.
Había dicho “lejos”. Poco antes Baudolino creía que, imaginando el Paraíso Terrenal, Abdul había olvidado por lo menos por una noche su pasión imposible. Pero no. Pensaba siempre en ella. Estaba viendo el paraíso pero buscaba en él a su princesa. En efecto, murmuraba, mientras poco a poco se desvanecía el efecto de la miel:
—Quizá un día iremos, lanquan li jorn son lonc en may, sabes, cuando los días son largos, en mayo...
Boron había empezado a reír quedamente.

—Ya lo ves, señor Nicetas —dijo Baudolino— cuando no era presa de las tentaciones de este mundo, dedicaba mis noches a imaginar otros mundos. Un poco con la ayuda del vino, y un poco con la de la miel verde. No hay nada mejor que imaginar otros mundos para olvidar lo doloroso que es el mundo en que vivimos. Por lo menos, así pensaba yo entonces. Todavía no había entendido que, imaginando otros mundos, se acaba por cambiar también éste.
—Intentemos vivir serenamente, por ahora, en éste que la divina voluntad nos ha asignado, dijo Nicetas. He aquí que nuestros inigualables genoveses nos han preparado algunas delicias de nuestra cocina. Prueba esta sopa con distintas variedades de pescado, de mar y de río. Quizá también tengáis buen pescado en vuestros países, aunque me imagino que vuestro frío intenso no les permite crecer lozanos como en la Propóntide. Nosotros sazonamos la sopa con cebollas salteadas en aceite de oliva, hinojo, hierbas y dos vasos de vino seco. La viertes encima de estas rebanadas de pan, y puedes ponerle avgolemón, que es esta salsa de yemas de huevo y zumo de limón, templada con un hilo de caldo. Creo que en el Paraíso Terrenal Adán y Eva comían así. Pero antes del pecado original. Después quizá se resignaron a comer callos, como en París.

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