Sala de Lectura

domingo, enero 09, 2005

Baudolino escribe la carta del Preste Juan

La decisión de escribir una carta del Preste Juan se inspiró en una historia que el rabí Solomón había escuchado de los árabes de Al—Andalus. Un marinero, Sindibad, que vivió en tiempos del califa Harun al—Rashid, naufragó un día en una ínsula, que se encuentra bajo la línea del equinoccio, de suerte que allí tanto la noche como el día duran exactamente doce horas. Sindibad decía haber visto en la ínsula a muchos indios, lo que dejaba pensar que estaba cercana a la India. Los indios lo habían llevado a la presencia del príncipe de Sarandib. Este príncipe sólo se movía en un trono colocado sobre un elefante, de ocho codos de altura, a cuyos lados desfilaban en doble fila sus feudatarios y sus ministros. Lo precedía un heraldo con una jabalina de oro y detrás de él otro con un mazo de oro que tenía como ápice una esmeralda. Cuando bajaba del trono para continuar a caballo, lo seguían mil caballeros vestidos de seda y de brocado, y otro heraldo lo precedía pregonando que llegaba un rey que poseía una corona sin igual, como nunca la tuvo Salomón. El príncipe había concedido audiencia a Sindibad, pidiéndole muchas noticias sobre el reino de donde venía. Al final, le pidió que llevara a Harun al—Rashid una carta, escrita en un pergamino de piel de cordero con tinta ultramarina, que decía: “Te envío el saludo de la paz, yo, príncipe de Sarandib, ante el cual hay mil elefantes y en cuyo palacio los mirlos están hechos de joyas. Te consideramos como un hermano y te rogamos que nos envíes una respuesta. Y te rogamos que aceptes este humilde regalo”
El humilde regalo era una enorme copa de rubí, con la cavidad adornada de perlas. Este regalo, y aquella carta, habían hecho que en el mundo sarraceno se venerara aún más el nombre del gran Harun al—Rashid.
—Ese marinero tuyo estuvo sin duda en el reino del Preste Juan, —dijo Baudolino—. Sólo que en árabe lo llaman de manera distinta. Pero mentía al decir que el Preste habría enviado cartas y regalos al califa, porque Juan es cristiano, aunque nestoriano, y si tuviera que enviar una carta lo haría a Federico emperador.
—Pues escribámosla entonces esa carta, —dijo el Poeta. A la zaga de cualquier noticia que alimentara su construcción del reino del Preste, nuestros amigos habían topado con Kyot. Era un joven nativo de Champaña, que acababa de regresar de un viaje por Bretaña, con el ánimo aún encendido por historias de caballeros errantes, magos, hadas y maleficios, que los habitantes de esa tierra relatan en las veladas nocturnas junto al fuego. Cuando Baudolino le mencionó las maravillas del palacio del Preste Juan, lanzó un grito:
—¡Yo en Bretaña he oído hablar ya de un castillo así, o casi! ¡Es el castillo donde se conserva el Greal!
—¿Qué sabes tú del Greal? —había preguntado Boron, repentinamente receloso, como si Kyot hubiera alargado la mano sobre algo suyo.
—¿Y qué sabes tú? —había replicado Kyot, igual de receloso.
—Bueno, bueno —había dicho Baudolino— veo que este greal significa mucho para los dos. ¿De qué se trata? Por lo que yo sé un greal debería ser una especie de escudilla.
—Escudilla, escudilla, —había sonreído indulgente Boron—. Un cáliz, más bien.
Luego, como resolviéndose a revelar su secreto:
—Me sorprende que no hayáis oído hablar de él. Es la reliquia más preciosa de toda la cristiandad, la copa en la que Jesús consagró el vino en la última Cena, y con la cual, después, José de Arimatea recogió la sangre que brotaba del costado del Crucificado. Algunos dicen que el nombre de esa copa es Santo Grial, otros dicen Sangreal, sangre real, porque quien la posee entra a formar parte de una prosapia de caballeros elegidos, de la misma estirpe de David y de Nuestro Señor.
—¿Greal o Grial? —preguntó el Poeta, inmediatamente atento al oír de algo que podía otorgar algún tipo de poder.
—No se sabe, —dijo Kyot—. Unos dicen también Grasal y otros Graalz. Y no está escrito que tenga que ser una copa. Los que lo han visto no recuerdan su forma, saben sólo que se trataba de un objeto dotado de poderes extraordinarios.
—¿Quién lo ha visto?
—Sin duda, los caballeros que lo custodiaban en Brocelianda. Pero también de ellos se ha perdido todo rastro, y yo sólo he conocido a gente que narra sus andanzas.
—Sería mejor que de ese objeto se narrara menos y se intentara saber más, dijo Boron. Este muchacho acaba de ir a Bretaña, acaba de oír hablar de ello y ya me mira como si yo quisiera robarle lo que no tiene. A todos les pasa lo mismo. Uno oye hablar del Greal, y piensa que es el único que lo va a encontrar. Pero yo en Bretaña, y en las ínsulas allende el mar, me pasé cinco años, sin narrar, sólo para encontrar...
—¿Y lo encontraste? —preguntó Kyot.
—El problema no es encontrar el Greal, sino a los caballeros que sabían dónde estaba. Vagué, pregunté, nunca los encontré. Quizá yo no era un elegido. Y heme aquí, hurgando entre pergaminos, con la esperanza de desenterrar un rastro que se me haya escapado vagabundeando por aquellos bosques...
—Pues no sé qué hacemos hablando del Greal, —dijo Baudolino—, si está en Bretaña o en esas ínsulas, entonces no nos interesa, porque no tiene nada que ver con el Preste Juan.
No, había dicho Kyot, porque nunca ha quedado claro dónde está el castillo y el objeto que custodia, pero, entre las muchas historias que había oído, existía una según la cual uno de aquellos caballeros, Feirefiz, lo había encontrado y luego se lo había regalado a su hijo, un preste que se habría convertido en rey de la India.
—Locuras, había dicho Boron, y yo ¿lo habría buscado durante años en el lugar equivocado? ¿pero quién te ha contado la historia de ese Feirefiz?
—Toda historia puede ser buena —había dicho el Poeta— y si sigues la de Kyot, a lo mejor podrías recobrar tu Greal. Pero de momento no nos importa tanto encontrarlo como establecer si vale la pena vincularlo con el Preste Juan. Mi querido Boron, nosotros no buscamos una cosa, sino alguien que nos hable de ella.
Y luego dirigiéndose a Baudolino:
—¿Te lo imaginas? El Preste Juan posee el Greal, de ahí procede su altísima dignidad, ¡y podría transmitir esa dignidad a Federico regalándoselo!
—Y podría ser la misma copa de rubíes que el príncipe de Sarandib le enviara a Harun al—Rashid, —sugirió Solomón, que por la excitación se había puesto a silbar por la parte desdentada—. Los sarracenos honran a Jesús como un gran profeta, podrían haber descubierto la copa, y luego Harun podría habérsela regalado a su vez al Preste...
—Espléndido, —dijo el Poeta—. La copa como vaticinio de la reconquista de lo que tenían los moros como injustos poseedores. ¡En comparación, Jerusalén es una menudencia!
Decidieron probar. Abdul consiguió sustraer con nocturnidad un pergamino de mucho valor, que nunca había sido raspado, del scriptorium de la abadía de San Víctor. Le faltaba sólo un sello para parecer la carta de un rey. En aquel cuarto que era para dos y ahora alojaba a seis personas, todas alrededor de una mesa vacilante, Baudolino, con los ojos cerrados, como inspirado, dictaba. Abdul escribía, porque su caligrafía, que había aprendido en los reinos cristianos de ultramar, podía recordar la manera en que escribe, en letras latinas, un oriental. Antes de iniciar había propuesto dar fondo, para que todos tuvieran su justo punto de invención y agudeza, a la última miel verde que quedaba en el tarro, pero Baudolino contestó que aquella noche habían de estar lúcidos.
Se preguntaron, ante todo, si el Preste no habría debido escribir en su lengua adámica, o por lo menos en griego, pero llegaron a la conclusión de que un rey como Juan probablemente tenía a su servicio secretarios que conocían todas las lenguas, y por respeto a Federico debía escribir en latín. Entre otras cosas porque, había añadido Baudolino, la carta tenía que sorprender y convencer al papa y a los demás príncipes cristianos y, por lo tanto y ante todo, tenía que resultarles comprensible a ellos. Empezaron.

El Presbyter Johannes, por virtud y poder de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo, señor de los que señorean, a Federico, sacro y romano emperador, desea salud y perpetuo goce de las divinas bendiciones...
Había sido anunciado a nuestra majestad que tenías en gran cuenta nuestra excelencia y que te había llegado noticia de nuestra grandeza. Por nuestros emisarios hemos sabido que querías enviarnos algo agradable y divertido, para deleite de nuestra clemencia. Aceptamos de buen grado el presente, y mediante un embajador te enviamos un signo de parte nuestra, deseosos de saber si sigues con nosotros la recta fe y si en todo y por todo crees en Jesucristo Nuestro Señor. Por la amplitud de nuestra munificencia, si te sirve algo que pueda ser de tu agrado, háznoslo saber, ya sea mediante un gesto de nuestro emisario, ya sea mediante un testimonio de tu afecto. Acepta en cambio...


—Párate un momento, —dijo Abdu—l. ¡Éste podría ser el momento en que el Preste le envía a Federico el Greal!
—Sí —dijo Baudolino— pero estos dos insensatos de Boron y Kyot, ¡todavía no han conseguido decir de qué se trata!
—Han oído muchas historias, han visto muchas cosas, quizá no lo recuerdan todo. Por eso proponía la miel: hay que liberar las ideas.
Quizá sí, Baudolino que dictaba y Abdul que escribía podían limitarse al vino, pero los testigos, o las fuentes de la revelación, debían ser estimuladas con la miel verde. Y he ahí por qué, al cabo de pocos instantes, Boron, Kyot (estupefacto por las nuevas sensaciones que experimentaba) y el Poeta, que a la miel ya le había cogido gusto, estaban sentados por el suelo con una sonrisa alelada estampada en el rostro, y devaneaban cual rehenes de Aloadin.
—Oh, sí —estaba diciendo Kyot— hay un gran salón, y antorchas que iluminan la sala con una claridad que nunca podría imaginarse igual. Y aparece un paje que empuña una lanza de tal blancura que reluce al fuego de la chimenea. De la punta de la lanza brota una gota de sangre y cae en la mano del paje... Luego llegan otros dos pajes, con candelabros de oro damasquinados, en cada uno de los cuales brillan por lo menos diez velas. Los pajes son bellísimos... Ahí está, ahora entra una damisela que lleva el Greal, y se está difundiendo por la sala una gran luz... Las velas palidecen como la luna y las estrellas cuando se alza el sol. El Greal es del más puro oro, con extraordinarias piedras preciosas engastadas, las más ricas que existan por mar y por tierra... Y ahora entra otra doncella llevando un plato de plata...
—¿Y cómo está hecho ese maldito Greal? —gritaba el Poeta.
—No lo sé, veo sólo una luz...
—Tú ves sólo una luz, —dijo entonces Boron—, pero yo veo más. Hay antorchas iluminando la sala sí, pero ahora se oye un trueno, un terrible tremor, como si el palacio se hundiera. Cae una gran tiniebla... No, ahora un rayo de sol ilumina el palacio siete veces más que antes. Oh, está entrando el santo Greal, cubierto por un paño de terciopelo blanco y, a su entrada, se apoderan del palacio los perfumes de todas las especias del mundo. Y a medida que el Greal pasa en torno a la mesa, los caballeros ven llenarse sus platos de todos los alimentos que puedan desear...
—¿Pero cómo es ese Greal del diablo? —interrumpía el Poeta.
—No blasfemes, es una copa.
—¿Cómo lo sabes, si está debajo de un paño de terciopelo?
—Lo sé porque lo sé, —se obstinaba Boron—. Me lo han dicho.
—¡Maldito seas en los siglos y que te atormenten mil demonios! Parece que tienes una visión ¿y luego, vas y cuentas lo que te han dicho y no ves? ¡Pues eres peor que ese huevón de Ezequiel, que no sabía lo que veía porque estos judíos no miran las miniaturas y sólo escuchan las voces!
—Te lo ruego, blasfemador —intervenía Solomón— no por mí, ¡la Biblia es un libro sagrado también para vosotros, abominables gentiles!
—Calmaos, calmaos, —decía Baudolino—. Escucha esto, Boron. Admitamos que el Greal es la copa donde Nuestro Señor Jesucristo consagró el vino. ¿Cómo podía José de Arimatea recoger en él la sangre del Crucificado, si cuando depone a Jesús de la cruz nuestro Salvador ya estaba muerto, y como se sabe de los muertos no brota sangre?
—Incluso muerto, Jesús podía hacer milagros.
—No era una copa —interrumpió Kyot— porque el que me contó la historia de Feirefiz me reveló también que se trataba de una piedra caída del cielo, lapis ex coelis, y si era una copa, lo era porque había sido tallada en esa piedra celeste.
—Y entonces ¿por qué no era la punta de la lanza que traspasó el santo costado? —preguntaba el Poeta—. ¿No acabas de decir que en el salón veías entrar a un paje que llevaba una lanza sangrante? Pues yo veo no a uno, sino a tres pajes con una lanza de la que caen ríos de sangre... Y luego un hombre vestido de obispo con una cruz en la mano, con cuatro ángeles que lo llevan en un sitial y lo colocan ante una mesa de plata sobre la que ahora reposa la lanza... Luego dos doncellas que llevan una bandeja con la cabeza cortada de un hombre bañada en sangre. Y luego el obispo, oficiando sobre la lanza, alza la hostia, ¡y en la hostia aparece la imagen de un niño! ¡Es la lanza el objeto portentoso, y es signo de poder porque es signo de fuerza!
—No, la lanza mana sangre, pero las gotas caen en una copa, como demostración del milagro del que os hablaba, —decía Boron—. Es tan simple... y empezaba a sonreír.
—Dejémoslo, —dijo Baudolino desconsolado—. Dejemos de lado el Greal y sigamos adelante.
—Amigos míos —dijo entonces el rabí Solomón, con la distancia de quien, siendo judío, no estaba muy impresionado por esa gran reliquia— hacer que el Preste regale enseguida un objeto de tales características me parece exagerado. Y, además, el que lee la carta podría pedirle a Federico que le enseñara ese portento. Con todo, no podemos excluir que las historias escuchadas por Kyot y Boron no circulen ya por muchos lugares y, por lo tanto, bastaría una alusión, y quien quiera entender que entienda. No escribáis Greal, no escribáis copa, usad un término más impreciso. La Torá no dice nunca las cosas más sublimes en sentido literal, sino según un sentido secreto, que el lector devoto tiene que adivinar poco a poco, lo que el Altísimo, que el Santo bendito sea por siempre, quería que se entendiera al final de los tiempos.
Baudolino sugirió:
—Digamos entonces que le manda un escriño, un cofre, un arca, digamos accipe istam veram arcam, acepta este cofre verdadero...
—No está mal, —dijo el rabí Solomón—. Vela y revela al mismo tiempo. Y abre la vía a la vorágine de la interpretación.
Siguieron escribiendo.

Si quieres venir a nuestros dominios, serás el mayor y más digno de nuestra corte y podrás disfrutar de nuestras riquezas. De éstas, que entre nosotros abundan, te colmaremos si luego deseas volver a tu imperio. Acuérdate de los Novísimos, y no pecarás jamás.

Después de esta recomendación, el Preste pasaba a describir su potencia.

—Nada de humildad —aconsejaba Abdul— el Preste está tan arriba que puede permitirse gestos de soberbia.
Imaginémonos. Baudolino no tuvo rémoras, y dictó. Ese dominus dominantium superaba en poder a todos los reyes de la tierra y sus riquezas eran infinitas: setenta y dos reyes le pagaban tributo, setenta y dos provincias le obedecían, aunque no todas cristianas, y he aquí contentado el rabí Solomón, al colocarle en el reino también las tribus perdidas de Israel. Su soberanidad se extendía sobre las tres Indias, sus territorios alcanzaban los desiertos más lejanos, hasta la torre de Babel. Cada mes servían a la mesa del Preste siete reyes, sesenta y dos duques y trescientos sesenta y cinco condes, y cada día se sentaban en aquella mesa doce arzobispos, diez obispos, el patriarca de Santo Tomás, el metropolita de Samarcanda y el arcipreste de Susa.
—¿No es demasiado? —preguntaba Solomón.
—No, no —dijo el Poeta— hay que hacer que el papa y el basileo de Bizancio se ahoguen en su bilis. Y añade que el Preste ha hecho voto de visitar el Santo Sepulcro con un gran ejército para derrotar a los enemigos de Cristo. Eso para confirmar lo que había dicho Otón, y para cerrarle la boca al papa si por casualidad objetara que no había conseguido atravesar el Ganges. Juan lo volverá a intentar, por eso vale la pena salir en su busca y estrechar una alianza con él.
—Ahora dadme ideas para poblar el reino, —dijo Baudolino—. En él deben vivir elefantes, dromedarios, camellos, hipopótamos, panteras, onagros, leones blancos y rojos, cigarras mudas, grifos, tigres, lamias, hienas, todo lo que nunca se ve, y cuyos despojos sean preciosos para los que decidan ir de caza por aquellos predios. Y luego hombres nunca vistos, pero de los que hablan los libros sobre la naturaleza de las cosas y del universo...
—Sagitarios, hombres cornudos, faunos, sátiros, pigmeos, cinocéfalos, gigantes de cuarenta codos de altura, hombres monóculos, —sugería Kyot.
—Bien, bien; escribe, Abdul, escribe, —decía Baudolino.
Para todo lo demás no había sino que retomar lo que se había pensado y dicho en los años anteriores, con algún embellecimiento. La tierra del Preste manaba miel y estaba colmada de leche, y el rabí Solomón se deliciaba al encontrar ecos del Éxodo, del Levítico o del Deuteronomio, no albergaba ni serpientes ni escorpiones en ella corría el río Ydonus, que fluye directamente del Paraíso Terrenal, y en él se encontraban... piedras y arena, sugería Kyot. No, respondía el rabí Solomón, ése es el Sambatyón. Y el Sambatyón ¿no tenemos que ponerlo? Sí, pero después. El Ydonus fluye del Paraíso Terrenal y, por lo tanto, contiene... esmeraldas, topacios, carbúnculos, zafiros, crisólitos, ónices, berilios, amatistas, contribuía Kyot, que acababa de llegar y no entendía por qué sus amigos daban señales de náusea (si me das un topacio más me lo trago y luego lo cago por la ventana, siseaba Baudolino), pues a esas alturas, con todas las ínsulas afortunadas y los paraísos que habían visitado en el curso de su búsqueda, ya no podían más de las piedras preciosas.
Abdul propuso entonces, visto que el reino estaba en Oriente, nombrar especias raras, y se optó por la pimienta. De la cual dijo Boron que nace en árboles infestados por serpientes, y cuando está madura se les prende fuego a los árboles, y las serpientes escapan y se introducen en sus madrigueras; entonces es posible acercarse a los árboles, sacudirlos, hacer caer la pimienta de las ramillas y cocerla de una manera que todos desconocen.
—¿Ahora podemos poner al Sambatyón? —preguntó Solomón.
—Pues pongámoslo —dijo el Poeta— así está claro que las diez tribus perdidas están más allá del río; mejor aún, mencionémoslas explícitamente, y el hecho de que Federico pueda encontrar también a las tribus perdidas será un trofeo más para su gloria.
Abdul observó que el Sambatyón era necesario, porque era el obstáculo insuperable que frustra la voluntad y dilata el deseo, es decir, los Celos. Alguien propuso mencionar también un arroyo subterráneo lleno de gemas preciosas, Baudolino dijo que Abdul bien podía escribirlo, pero que él no quería tener nada que ver por miedo de oír nombrar una vez más un topacio. Con Plinio e Isidoro como testigos, se decidió, en cambio, colocar en esa tierra a las salamandras, serpientes de cuatro patas que viven sólo entre las llamas.
—Basta con que sea verdad, y nosotros lo ponemos —había dicho Baudolino— lo importante es no contar cuentos.

La carta insistía un poco más sobre la virtud que remaba en aquellos predios, donde todos los peregrinos eran acogidos con caridad, no existía ningún pobre, no había ladrones, predadores, avaros, aduladores. El Preste afirmaba, inmediatamente después, que consideraba que no existía en el mundo monarca tan rico y con tantos súbditos. Para dar prueba de esa su riqueza, como también Sindibad había visto en Sarandib, he aquí la gran escena en la que el Preste se describía mientras libraba batalla contra sus enemigos, precedido por trece cruces cuajadas de joyas, cada una sobre un carro, cada carro seguido por diez mil caballeros y cien mil soldados de a pie. Cuando, en cambio, el Preste cabalgaba en tiempo de paz, era precedido por una cruz de madera, en recuerdo de la pasión del Señor, y por una vasija de oro llena de tierra, para recordar a todos y a sí mismo que polvo somos y polvo seremos. Pero, para que nadie olvidara que el que pasaba era el rey de los reyes, he ahí también una vasija de plata llena de oro.
—Si le pones los topacios, te parto esta jarra en la cabeza, —había advertido Baudolino.
Y Abdul, por lo menos esa vez, no los puso.
—Ah, y escribe también que acullá no hay adúlteros, y que nadie puede mentir, y que quien miente muere al instante; es decir, es como si se muriera, porque lo proscriben y ya nadie lo considera.
—Pero ya he escrito que no hay vicios, que no hay ladrones...
—No importa, insiste, el reino del Preste Juan debe ser un lugar donde los cristianos consiguen observar los mandamientos divinos, mientras que el papa no ha conseguido obtener nada parecido con sus hijos; es más, miente también él, y más que los demás. Y además, si insistimos sobre el hecho de que allá nadie miente, resulta palmario que todo lo que dice Juan es verdadero.
Juan seguía diciendo que cada año visitaba con un gran ejército la tumba del profeta Daniel en Babilonia desierta, que en su país se pescaban peces de cuya sangre se extraía la púrpura, y que ejercía su soberanidad sobre las Amazonas y sobre los Bracmanes. El asunto de los Bracmanes le había parecido útil a Boron, porque los Bracmanes habían sido vistos por Alejandro el Grande cuando tocó el Oriente más extremo que se pudiera imaginar. Por lo tanto, su presencia probaba que el reino del Preste había englobado el imperio mismo de Alejandro.
En ese punto, no quedaba sino describir su palacio y su espejo mágico, y sobre ese asunto ya lo había dicho todo el Poeta unas noches antes. Sólo que lo recordó susurrándoselo al oído de Abdul, de modo que Baudolino no oyera hablar de topacios y berilios, pero estaba claro que en ese caso eran necesarios.
—Yo creo que los que leerán —dijo el rabí Solomón— se preguntarán por qué un rey tan poderoso se hace llamar sólo preste.
—Justo, lo cual nos permite llegar a la conclusión, —dijo Baudolino—. Escribe, Abdul...

Oh Federico dilectísimo, por qué nuestra sublimidad no nos consiente un apelativo más digno que el de Presbyter es pregunta que hace honor a tu sabiduría. Ciertamente, en nuestra corte tenemos ministeriales distinguidos con funciones y nombres harto más dignos, sobre todo por lo que concierne a la jerarquía eclesiástica... Nuestro despensero es primado y rey, rey y arzobispo nuestro copero, obispo y rey nuestro chambelán, rey y archimandrita nuestro senescal, rey y abad el jefe de nuestros cocineros. Así pues, nuestra alteza, no pudiendo soportar ser designada con los mismos apelativos, o condecorada con las mismas órdenes de las que abunda nuestra corte, por humildad ha establecido ser llamada con un nombre menos importante y con un grado inferior. De momento, te baste saber que nuestro territorio se extiende, por una parte, por cuatro meses de camino, mientras por la otra, nadie sabe hasta dónde llega. Si tú pudieras ponerle número a las estrellas del cielo y la arena del mar; entonces podrías medir nuestras posesiones Y nuestra potencia.

Rayaba casi el alba cuando nuestros amigos acabaron la carta. Los que habían tomado la miel vivían todavía en un estado de sonriente estupor, los que habían bebido sólo vino estaban borrachos, el Poeta, que había ingerido de nuevo ambas sustancias, se mantenía en pie con esfuerzo. Fueron cantando por callejones y plazas, tocando ese pergamino con reverencia, convencidos ya de que estaba recién llegado del reino del Preste Juan.

—¿Y se la mandaste enseguida a Reinaldo? —preguntó Nicetas.
—No. Después de la marcha del Poeta, durante meses y meses la releímos, y retocamos, raspando y reescribiendo más de una vez. De vez en cuando alguien proponía una pequeña añadidura.
—Pero Reinaldo esperaba la carta, me imagino...
—El caso es que, mientras tanto, Federico había relevado a Reinaldo del cargo de canciller del imperio, para dárselo a Cristián de Buch. Ciertamente, Reinaldo, como arzobispo de Colonia, era también archicanciller de Italia y seguía siendo muy poderoso, tanto es así que fue él el que organizó la canonización de Carlomagno, pero aquella sustitución, por lo menos a mis ojos, significaba que Federico había empezado a tener la sensación de que Reinaldo se extralimitaba. Y, por lo tanto, ¿cómo presentarle al emperador una carta que, en el fondo, emanaba de Reinaldo? Y se me estaba olvidando, el mismo año de la canonización, Beatriz tuvo un segundo hijo, por lo que el emperador pensaba en otros asuntos, tanto más cuanto que llegaban voces de que el primero estaba continuamente enfermo. Así, entre una cosa y otra, transcurrió más de un año.
—¿Reinaldo no insistía?
—Al principio tenía otras ideas en la cabeza. Luego murió. Mientras Federico estaba en Roma para echar a Alejandro III y poner en el trono a su antipapa, estalló una pestilencia; y la peste se lleva a ricos y a pobres. Murió también Reinaldo. Me afectó mucho, aunque nunca lo había amado de verdad. Era arrogante y rencoroso, pero había sido un hombre osado y se había batido hasta el fin por su señor. Descanse en paz. Salvo que ahora, sin él, la carta, ¿seguía teniendo sentido? Era el único lo suficientemente astuto como para saber sacar partido de ella, haciéndola circular por las cancillerías de todo el mundo cristiano.
Baudolino hizo una pausa:
—Y luego estaba el asunto de mi ciudad.
—¿Y cuál? si naciste en una ciénaga.
—Es verdad, estoy corriendo mucho. Todavía tenemos que construir la ciudad.
—¡Por fin no me hablas de una ciudad destruida!
—Sí —dijo Baudolino— era la primera y la única vez en mi vida que habría visto nacer y no morir una ciudad.

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sábado, noviembre 27, 2004

Baudolino - Parte XII - Baudolino le construye un palacio al Preste Juan

La mañana del viernes, tres de los genoveses, Pévere, Bolamondo y Grillo, vinieron a confirmar lo que se veía perfectamente incluso de lejos. El incendio se había apagado, casi por su cuenta, porque nadie se había preocupado mucho por domarlo. Pero eso no quería decir que ya se pudiera aventurar uno por Constantinopla. Es más, pudiéndose mover mejor por las calles y plazas, los peregrinos habían intensificado la caza a los ciudadanos acomodados, y entre las ruinas todavía calientes demolían lo poco que había quedado en pie en busca de los últimos tesoros escapados a las primeras razias. Nicetas suspiró desconsolado, y pidió vino de Samos. Quiso también que le asaran en poquísimo aceite semillas de ajonjolí, para masticarlas lentamente entre un sorbo y el otro, y luego solicitó también unas pocas nueces y pistachos, para seguir mejor el relato que invitaba a Baudolino a continuar.

Un día el Poeta fue enviado por Reinaldo a París para llevar a cabo no se sabe qué embajada, y lo aprovechó para regresar a las dulzuras tabernarias, con Baudolino y Abdul. Conoció también a Boron, pero sus fantasías sobre el Paraíso Terrenal parecían interesarle poco. Los años pasados en la corte lo habían cambiado, notaba Baudolino. Se había endurecido, seguía echándose buenas dosis de vino entre pecho y espalda, y lo hacía con alegría, pero parecía controlarse para no excederse, para mantenerse en guardia, como quien esperase una presa al acecho, listo para saltar.
—Baudolino —le había dicho un día— vosotros estáis perdiendo el tiempo. Lo que teníamos que aprender aquí en París, lo hemos aprendido. Todos estos doctores se harían encima sus necesidades si yo mañana me presentara a una disputa con mi gran pompa de ministerial, con la espada en el costado. En la corte he aprendido cuatro cosas: si estás junto a grandes hombres, te vuelves grande tú también; los grandes hombres son, en realidad, muy pequeños; el poder lo es todo; y no hay razón por la que un día no puedas tomarlo tú, por lo menos en parte. Hay que saber esperar, es cierto, pero no dejar escapar la ocasión.
Con todo, había aguzado inmediatamente las orejas en cuanto oyó que sus amigos seguían hablando del Preste Juan. Los había dejado en París cuando aquella historia parecía todavía una fantasía de ratones de biblioteca, pero en Milán había oído a Baudolino hablarle de ella a Reinaldo como de algo que podía convertirse en un signo visible del poder imperial, tanto casi como el hallazgo de los Reyes Magos. La empresa, en ese caso, le interesaba: y participaba en ella como si se estuviera construyendo una máquina de guerra. A medida que hablaba, parecía que para él la tierra del Preste Juan iba transformándose, cual una Jerusalén terrena, de lugar de peregrinación mística en tierra de conquista.
Les recordó, pues, a sus compañeros que, después del asunto de los Reyes Magos, el Preste se había vuelto mucho más importante que antes, debía presentarse verdaderamente como rex et sacerdos. Como rey de reyes tenía que tener un palacio tal que, en comparación, los de los soberanos cristianos, incluido el del basileo de los cismáticos de Constantinopla, parecieran chozas, y como sacerdote debía tener un templo respecto del cual las iglesias del papa fueran cuchitriles. Era preciso darle una morada digna de él.
—El modelo existe —dijo Boron— y es la Jerusalén Celeste tal como la ha visto el apóstol Juan en el Apocalipsis. Debe estar rodeada de altas murallas, con doce puertas como las doce tribus de Israel, hacia el mediodía tres puertas, hacia occidente tres puertas, hacia oriente tres puertas, hacia el septentrión tres puertas...
—Sí —se mofaba el Poeta— y el Preste entra por una y sale por la otra, y cuando hay un vendaval dan portazos todas a la vez; te lo imaginas, qué corrientes de aire. Yo en un palacio así no viviría ni muerto...
—Déjame continuar. Los cimientos de los muros son de disapro, zafiro, calcedonia, esmeralda, sardónica, ónix, crisólito, berilio, topacio, crisopacio, jacinto y amatista, y las doce puertas son doce perlas, y la plaza a la que se asoma oro puro transparente como cristal.
—No está mal —dijo Abdul— pero creo que el modelo debe ser el del Templo de Jerusalén, tal como lo describe el profeta Ezequiel. Venid mañana conmigo a la abadía. Uno de los canónigos, el doctísimo Ricardo de San Víctor, está buscando la manera de reconstruir el plano del Templo, dado que el texto del profeta resulta oscuro en algunas partes.

—Señor Nicetas —dijo Baudolino— yo no sé si te has ocupado alguna vez de las medidas del Templo.
—Todavía no.
—Pues bien, no lo hagas nunca, porque es como para perder la cabeza. En el Libro de los Reyes se dice que el Templo mide sesenta codos de ancho, treinta de altura y veinte de profundidad, y que el pórtico tiene veinte de ancho y diez de profundidad. En cambio, en las Crónicas, se dice que el pórtico mide ciento veinte codos de altura. Ahora bien, veinte de ancho, ciento veinte de altura y diez de profundidad: no sólo el pórtico sería cuatro veces más alto que todo el Templo, sino que sería tan fino que se caería de un soplido. Lo malo se te presenta cuando te lees la visión de Ezequiel. No hay medida que cuadre, hasta el punto de que muchos hombres píos han admitido que Ezequiel había tenido precisamente una visión, que es casi como decir que había bebido un poco demasiado y que veía doble. Nada malo, pobre Ezequiel, también él tenía derecho a solazarse, si no fuera que aquel Ricardo de San Víctor había hecho el siguiente razonamiento: si cada elemento, cada número, cada pajilla de la Biblia tiene un significado espiritual, hay que entender bien qué dice literalmente, porque una cosa, para el significado espiritual, es decir que algo mide tres, y otra cosa es decir que ese algo mide nueve, dado que estos números tienen significados místicos distintos. Ni te cuento la escena cuando fuimos a seguir la clase de Ricardo sobre el Templo. Tenía el libro de Ezequiel ante los ojos, y trabajaba con una cuerdecilla, para tomar todas las medidas. Dibujaba el perfil de lo que Ezequiel había descrito, luego cogía unas varillas y unos tabloncillos de madera tierna y, ayudado por sus acólitos, los cortaba e intentaba juntarlos con cola y clavos... Intentaba reconstruir el Templo, y reducía las medidas en proporción, quiero decir que allá donde Ezequiel decía un codo él hacía cortar por el grosor de un dedo... Cada dos minutos se venía todo abajo, Ricardo se enfadaba con sus ayudantes diciendo que habían soltado la presa, o puesto poca cola; éstos se justificaban diciendo que era él el que había dado las medidas equivocadas. Luego el maestro se corregía, decía que quizá el texto escribía puerta pero en ese caso la palabra quería decir pórtico, porque, si no, resultaba una puerta del tamaño casi de todo el Templo; otras veces volvía sobre sus pasos y decía que cuando dos medidas no coincidían era porque la primera vez Ezequiel se refería a la medida de todo el edificio y la segunda a la medida de una parte. O también, que a veces se decía codo pero se refería al codo geométrico que vale seis codos normales. En fin, durante algunas mañanas fue una diversión seguir a aquel santo varón rompiéndose los cuernos, y nos echábamos a reír cada vez que el Templo se desmoronaba. Para que no se dieran cuenta, fingíamos recoger algo que se nos había caído, pero luego un canónigo notó que siempre se nos caía algo y nos echó de allí.

Los días siguientes, Abdul sugirió que, dado que Ezequiel era, a fin de cuentas, un hombre del pueblo de Israel, alguno de sus correligionarios podía darnos alguna luz. Y, como sus compañeros observaran escandalizados que no se podían leer las Escrituras pidiendo consejo a un judío, dado que notoriamente esta pérdida gente alteraba el texto de los libros sagrados para borrar de ellos toda referencia al Cristo venidero, Abdul reveló que algunos de los mayores maestros parisinos se servían a veces, aunque a escondidas, del saber de los rabinos, por lo menos para aquellos pasos donde no estaba en cuestión la llegada del Mesías. Ni aun haciéndolo adrede, precisamente aquellos días, los canónigos victorinos habían invitado a su abadía a uno de ellos, todavía joven, pero de gran fama, Solomón de Gerona.
Naturalmente, Solomón no se alojaba en San Víctor: los canónigos le habían encontrado un cuarto, hediondo y oscuro, en una de las calles más mal paradas de París. Era de verdad un hombre de joven edad, aunque el rostro se veía consumido por la meditación y el estudio. Se expresaba en buen latín, pero de una manera poco comprensible, porque tenía una curiosa característica: tenía todos los dientes, arriba y abajo, desde el incisivo central hacia todo el lado izquierdo de la boca, y ninguno en el lado derecho. Aunque era por la mañana, la oscuridad del cuarto lo obligaba a leer con un candil encendido, y a la llegada de las visitas puso las manos encima de un rollo que tenía delante, como para impedir que los demás le echaran ojeada alguna. Precaución inútil porque el rollo estaba escrito en caracteres hebreos. El rabino intentó excusarse porque, dijo, aquél era un libro que los cristianos justamente execraban, el Toledot Jeschu de tristísima fama, donde se contaba que Jesús era hijo de una cortesana y de un mercenario, un tal Pantera. Pero habían sido precisamente los canónigos victorinos los que le habían pedido que tradujera algunas páginas, porque querían entender hasta qué punto podía llegar la perfidia de los judíos. Dijo también que hacía este trabajo de buen grado, porque también él consideraba ese libro demasiado severo, puesto que Jesús era un hombre virtuoso, no cabía duda, aunque había tenido la debilidad de considerarse, injustamente, el Mesías. Pero quizá había sido engañado por el Príncipe de las Tinieblas, e incluso los Evangelios admiten que había ido a tentarle.
Le interrogaron sobre la forma del Templo según Ezequiel, y sonrió:
—Los comentaristas más atentos del texto sagrado no han conseguido establecer cómo era exactamente el Templo. Incluso el gran rabí Salomón ben Isaac admitió que, si se sigue el texto al pie de la letra, no se entiende dónde están las habitaciones septentrionales exteriores, dónde empiezan en occidente y cuánto se extienden hacia el este, etcétera, etcétera. Vosotros los cristianos no entendéis que el texto sagrado nace de una Voz. El Señor, haqadosh barúch hú, que el Santo sea por siempre bendito, cuando les habla a sus profetas les hace oír unos sonidos, no les muestra unas figuras, como os pasa a vosotros con vuestras páginas miniadas. La voz suscita, sin duda, imágenes en el corazón del profeta, pero estas imágenes no son inmóviles, se funden, cambian de forma según la melodía de esa voz, y si queréis reducir a imágenes las palabras det Señor, que sea por siempre el Santo bendito, vosotros congeláis esa voz, como si fuera agua fresca que se vuelve hielo. Entonces ya no quita la sed, sino que adormece las extremidades en la frialdad de la muerte. El canónigo Ricardo, para entender el sentido espiritual de cada parte del Templo, lo querría construir como haría un maestro albañil, y no lo conseguirá nunca. La visión se parece a los sueños, donde las cosas se transforman unas en otras, no se parece a las imágenes de vuestras iglesias, donde las cosas permanecen siempre iguales a sí mismas.
Luego, el rabí Solomón preguntó por qué sus visitantes querían saber cómo era el Templo, y ellos le contaron de su búsqueda del reino del Preste Juan. El rabino se mostró muy interesado.
—Quizá no sepáis —dijo— que también nuestros textos nos hablan de un reino misterioso en el Lejano Oriente, donde viven todavía las diez tribus perdidas de Israel.
—He oído hablar de estas tribus —dijo Baudolino— pero sé muy poco de ellas.
—Está todo escrito. Después de la muerte de Salomón, las doce tribus en las que estaba dividido entonces Israel entraron en conflicto. Sólo dos, la de Judá y la de Benjamín, permanecieron fieles a la estirpe de David, y nada menos que diez tribus se fueron hacia el norte, donde fueron derrotadas y esclavizadas por los asirios. De ellas jamás se ha vuelto a saber nada. Esdras dice que se fueron hacia un país nunca habitado por los hombres, en una región llamada Arsareth, y otros profetas anunciaron que un día habrían sido reencontradas y habrían regresado triunfalmente a Jerusalén. Ahora bien, un hermano nuestro, Eldad, de la tribu de Dan, llegó hace más de cien años a Qayrawan, en África, donde existe una comunidad del Pueblo Elegido. Decía que venía del reino de las diez tribus perdidas, una tierra bendecida por el cielo donde se vive una vida pacífica, que nunca turba delito alguno, donde de verdad los arroyos manan leche y miel. Esta tierra ha permanecido separada de todos los demás lugares de este mundo porque está defendida por el río Sambatyón, cuya anchura equivale al recorrido de una flecha disparada por el arco más poderoso, pero carece de agua, y en él corren furiosamente sólo arena y piedras, haciendo un ruido tan horrible que se oye incluso desde media jornada de camino. Esa materia muerta corre tan aprisa que quien quisiera atravesar el río quedaría arrollado. El curso pedregoso se detiene sólo al principio del sábado, y sólo el sábado podría atravesarse, pero ningún hijo de Israel podría violar, el descanso sabático.
—Pero los cristianos ¿podrían? —preguntó Abdul.
—No, porque el sábado una cerca de llamas vuelve inaccesibles las orillas del río.
—Y entonces ¿cómo consiguió ese Eldad llegar a África? —preguntó el Poeta.
—Eso lo desconozco, pero ¿quién soy yo para discutir los decretos del Señor, que sea el Santo por siempre bendito? Hombres de poca fe, a Eldad podría haberle vadeado un ángel. El problema de nuestros rabinos, que empezaron a discutir enseguida sobre ese relato, desde Babilonia hasta la Península lbérica, era más bien otro: si las diez tribus perdidas habían vivido según la ley divina, sus leyes habrían debido ser las mismas de Israel, mientras que según el relato de Eldad eran distintas.
—Claro que si el lugar del que habla Eldad fuera el reino del Preste Juan, —dijo Baudolino—, ¡entonces sus leyes serían verdaderamente distintas de las vuestras, pero parecidas a las nuestras, aunque mejores!
—Esto es lo que nos separa de vosotros los gentiles, —dijo el rabí Solomón—. Vosotros tenéis la libertad de practicar vuestra ley, y la habéis corrompido, de suerte que buscáis un lugar donde todavía se observe. Nosotros hemos mantenido íntegra nuestra ley, pero no tenemos la libertad de seguirla. De todas maneras, que sepas que también sería un deseo encontrar ese reino, porque podría ser que allá nuestras diez tribus perdidas y los gentiles vivieran en paz y armonía, cada uno libre de practicar la propia ley; la existencia misma de ese reino prodigioso serviría de ejemplo a todos los hijos del Altísimo, que bendito el Santo por siempre sea. Y además te digo que quisiera encontrar ese reino por otra razón. Por lo que afirmó Eldad, allá se habla todavía la Lengua Santa, la lengua originaria que el Altísimo, que el Santo bendito por siempre sea, dio a Adán y que se perdió con la construcción de la torre de Babel.
—¡Qué locura! —dijo Abdul—. Mi madre siempre me ha dicho que la lengua de Adán fue reconstruida en su ínsula y es la lengua gaélica, compuesta por nueve partes del discurso, tantas como los nueve materiales de los que estaba compuesta la torre de Babel, arcilla y agua, lana y sangre, madera y cal, pez, lino y betún... Fueron los setenta y dos sabios de la escuela de Fenius los que construyeron la lengua gaélica usando fragmentos de cada uno de los setenta y dos idiomas nacidos después de la confusión de las lenguas, y por ello el gaélico contiene todo lo mejor de cada lengua y, al igual que la lengua adámica, tiene la misma forma del mundo creado, de modo que cada nombre, en gaélico, expresa la esencia de la cosa misma que nombra.
El rabí Solomón sonrió con indulgencia:
—Muchos pueblos creen que la lengua de Adán es la suya, olvidando que Adán no podía sino hablar la lengua de la Torá, no la de esos libros que cuentan de dioses falsos y mentirosos. Las setenta y dos lenguas nacidas después de la confusión ignoran letras fundamentales: por ejemplo, los gentiles no conocen la Het y los árabes ignoran la Peh, y por eso esas lenguas se parecen al gruñido de los cerdos, al croar de las ranas o a la voz de las grullas, porque son propias de los pueblos que han abandonado la justa conducta de vida. Sin embargo, la Torá originaria, en el momento de la creación, estaba en presencia del Altísimo, que bendito sea por siempre el Santo, escrita como fuego negro sobre fuego blanco, en un orden que no es el de la Torá escrita, tal como la leemos hoy, y que se ha manifestado así sólo después del pecado de Adán. Por eso yo, cada noche, paso horas y horas silabeando, con gran concentración, las letras de la Torá escrita, para confundirlas, y que giren como la rueda de un molino, y aflore de nuevo el orden originario de la Torá eterna, que preexistía a la creación y fue entregada a los ángeles por el Altísimo, que sea bendito por siempre el Santo. Si supiera que existe un reino lejano donde se ha conservado el orden originario y la lengua que Adán hablaba con su creador antes de cometer su pecado, dedicaría de buen grado mi vida a buscarlo.
Al decir estas palabras, el rostro de Solomón se había iluminado de una luz tal que nuestros amigos se preguntaron si no valía la pena hacer que participara en sus futuros conciliábulos. Fue el Poeta el que encontró el argumento decisivo: que ese judío quisiera encontrar en el reino del Preste Juan su lengua y sus diez tribus no tenía que turbarles; el Preste Juan debía de ser tan poderoso que podría gobernar incluso sobre las tribus perdidas de los judíos, y no se ve por qué no debía de hablar también la lengua de Adán. La cuestión principal era, ante todo, construir ese reino, y para ese fin un judío podía ser tan útil como un cristiano.
Con todo ello, todavía no se había decidido cómo debía ser el palacio del Preste. Resolvieron la cuestión unas noches más tarde, los cinco en la habitación de Baudolino. Inspirado por el genio del lugar, Abdul se resolvió a revelar a sus nuevos amigos el secreto de la miel verde, diciendo que habría podido ayudarles no a pensar, sino a ver directamente el palacio del Preste.
El rabí Solomón dijo enseguida que conocía maneras harto más místicas para obtener visiones, y que por la noche bastaba murmurar las múltiples combinaciones de las letras del nombre secreto del Señor, haciéndolas girar en la lengua como un rollo, sin dejarlas descansar nunca, y he aquí que brotaba un remolino tanto de pensamientos como de imágenes, hasta que se caía en un agotamiento beatífico.
El Poeta al principio parecía receloso, luego se resolvió a probar, pero, queriendo conciliar la virtud de la miel con la del vino, al final había perdido todo recato y desbarraba mejor que los demás.
Y he aquí que, alcanzado el justo estado de ebriedad, ayudándose con pocos e inciertos trazos que esbozaba sobre la mesa mojando el dedo en la jarra del vino, propuso que el palacio fuera como el que el apóstol Tomás había hecho construir para Gundafar, rey de los indios: techos y vigas de madera de Chipre, el tejado de ébano, y una cúpula coronada por dos remates de oro, en cuya cima brillaban dos carbúnculos, de suerte que el oro resplandecía de día a la luz del sol y las gemas de noche a la luz de la luna. Luego había dejado de encomendarse a la memoria y a la autoridad de Tomás, y había empezado a ver puertas de sardónice mezcladas con cuernos de la serpiente ceraste, que impiden introducir a los que las franquean veneno en su interior; y ventanas de cristal, mesas de oro sobre columnas de marfil, luces alimentadas con bálsamo; y la cama del Preste de zafiro, para proteger la castidad, porque —acababa el Poeta— este Juan será rey todo lo que queráis, pero es también sacerdote y, por lo tanto, de mujeres, nada.
—Me parece bonito —dijo Baudolino— pero para un rey que gobierna sobre un territorio tan vasto yo pondría también, en alguna sala, aquellos autómatas que se dice había en Roma, que advertían cuando una de las provincias se sublevaba.
—No creo que en el reino del Preste —observó Abdul— pueda haber sublevaciones, porque reinan la paz y la armonía.
Ahora también, la idea de los autómatas no le disgustaba, porque todos sabían que un gran emperador, fuera moro o cristiano, tenía que tener autómatas en la corte. Por lo tanto, los vio y con admirable hipotiposis los hizo visibles también a los amigos:
—El palacio está sobre una montaña, y es la montaña la que es de ónix, con una cinta tan pulida que resplandece como la luna. El templo es redondo, tiene la cúpula de oro, y de oro son las paredes, incrustadas de gemas tan rutilantes de luz que producen calor en invierno y frescura en verano. El techo está incrustado de zafiros que representan el cielo y de carbúnculos que representan las estrellas. Un sol dorado y una luna de plata, he aquí los autómatas, recorren la bóveda celeste, y pájaros mecánicos cantan cada día, mientras en las esquinas cuatro ángeles de bronce dorado les acompañan con sus trompetas. El palacio se yergue sobre un pozo escondido, donde parejas de caballos mueven una muela que lo hace girar según la variación de las estaciones, de suerte que se transforma en la imagen del cosmos. Debajo del suelo de cristal nadan peces y fabulosas criaturas marinas. Y aún más, yo he oído hablar de espejos en los que se puede ver todo lo que sucede. Le serían utilísimos al Preste para controlar los extremos confines de su reino...
El Poeta, proclive ya a la arquitectura, se puso a dibujar él. espejo, explicando:
—Habrá que colocarlo muy en lo alto, para ascender a él por ciento veinticinco escalones de pórfido...
—Y de alabastro, —sugirió Boron que hasta entonces estaba incubando en silencio el efecto de la miel verde.
—Y pongámosle también el alabastro. Y los escalones superiores serán de ámbar y pantera.
—¿Qué es la pantera, el padre de Jesús? —preguntó Baudolino.
—No seas necio, habla Plinio de ella y es una piedra multicolor. Pero en realidad el espejo se apoya sobre un pilar único o mejor dicho, no. Este pilar sostiene una basa sobre la cual se apoyan dos pilares y éstos sostienen una basa sobre la se apoyan cuatro pilares, y así se van aumentando los pilares hasta que en el basamento mediano haya sesenta y cuatro. Éstos sostienen un basamento con treinta y dos pilares, y así van disminuyendo hasta que se llega a un único pilar sobre el que se apoya el espejo.
—Escucha —dijo el rabí Solomón— con esta historia de los pilares el espejo se cae en cuanto uno se apoya en la base.
—Tú calla, que eres falso como el ánimo de Judas. A ti te va bien que vuestro Ezequiel viera un templo que no se sabe cómo era; si viene un albañil cristiano a decirte que no podía estar en pie, le respondes que Ezequiel oía voces y no prestaba atención a las figuras, ¿y luego yo tengo que hacer sólo espejos que se mantienen en pie? Pues yo le coloco también doce mil soldados de guardia al espejo, todos en torno a la columna de base, y se encargan ellos de que esté en pie. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, de acuerdo, el espejo es tuyo, —decía conciliador el rabí Solomón.
Abdul seguía aquellos discursos sonriendo con los ojos perdidos en el vacío, y Baudolino entendía que en aquel espejo habría querido divisar por lo menos la sombra de su princesa lejana.

—Los días siguientes tuvimos que darnos prisa, porque el Poeta tenía que irse, y no quería perderse el resto de la historia, le dijo Baudolino a Nicetas. Pero nosotros marchábamos ya por buen camino.
—¿Por buen camino? Pero si este Preste era, por lo que me resulta, menos creíble que los Magos vestidos de cardenales y de Carlomagno entre las cohortes angélicas...
—El Preste se habría vuelto creíble si se hubiera dado a conocer, en persona, con una carta a Federico.

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domingo, noviembre 21, 2004

Baudolino - Parte XI - Baudolino encuentra a los Reyes Magos y canoniza a Carlomagno

Baudolino había llegado ante Milán cuando ya los milaneses no resistían más, también a causa de sus discordias internas. Al final habían mandado legaciones para concordar la rendición, y las condiciones seguían siendo las establecidas en la dieta de Roncaglia; o sea, que cuatro años más tarde, y con tantos muertos y devastaciones, seguía siendo como cuatro años antes. O mejor dicho, era una rendición aún más vergonzosa que la precedente. Federico habría querido volver a conceder su perdón, pero Reinaldo atizaba el fuego, despiadado. Había que impartir una lección que todos recordaran, y había que dar satisfacción a las ciudades que se habían batido con el emperador, no por amor suyo sino por odio hacia Milán.
—Baudolino —dijo el emperador— esta vez no te la tomes conmigo. A veces también un emperador tiene que hacer lo que quieren sus consejeros.
Y añadió en voz baja:
—A mí este Reinaldo me da más miedo que los milaneses. De esa manera había ordenado que Milán fuera borrada de la faz de la tierra, e hizo salir de la ciudad a todas las personas, hombres y mujeres.
Los campos en torno a la ciudad pululaban ahora de milaneses que vagaban sin meta; algunos se habían refugiado en las ciudades cercanas, otros permanecían acampados delante de las murallas esperando que el emperador los perdonara y les permitiera volver a entrar. Llovía, los prófugos temblaban de frío durante la noche, los niños enfermaban, las mujeres lloraban, los hombres estaban ya desarmados, postrados a lo largo de los bordes de los caminos, alzando los puños hacia el cielo, porque era más conveniente maldecir al Todopoderoso que al emperador, porque el emperador tenía a sus hombres dando vueltas por los alrededores y pedían razón de las quejas demasiado violentas.
Federico, al principio, había intentado aniquilar la ciudad rebelde incendiándola, luego pensó que era mejor dejar el asunto en manos de los italianos, que odiaban Milán más que él. Había asignado a los lodicianos la tarea de destruir toda la puerta oriental, que se decía Puerta Renza; a los cremoneses la tarea de derrocar Puerta Romana; a los pavianos la tarea de hacer que de Puerta Ticinese no quedara piedra sobre piedra; a los novareses la de arrasar Puerta Vercellina; a los comascos la de hacer desaparecer Puerta Comacina, y a los de Seprio y Martesana la de hacer de Puerta Nueva una única ruina. Tarea que había agradado mucho a los ciudadanos de aquellas ciudades, que, es más, habían pagado al emperador mucho dinero para poder disfrutar del privilegio de ajustar con sus propias manos sus cuentas con Milán derrotada.
El día después del comienzo de las demoliciones, Baudolino se aventuró dentro del cerco amurallado. En algunos lugares no se veía nada, salvo una gran polvareda. Entrando en la polvareda, se divisaban aquí algunos que habían asegurado una fachada a grandes cuerdas, y tiraban al unísono, hasta que ésta se desmoronaba; allá otros albañiles expertos que, desde el tejado de una iglesia, le daban al pico hasta que permanecía destejada, y luego con grandes mazas rompían las paredes, o desarraigaban las columnas introduciendo cuñas en su base.
Baudolino pasó algunos días dando vueltas por las calles reventadas, y vio derrumbarse el campanario de la iglesia mayor, que no lo había igual en Italia, tan bello y poderoso. Los más diligentes eran los lodicianos, que anhelaban sólo la venganza: fueron los primeros en desmantelar su parte, y luego corrieron a ayudar a los cremoneses a que explanaran Puerta Romana. En cambio, los pavianos parecían más expertos, no daban golpes al azar y dominaban su rabia: disgregaban la argamasa allá donde las piedras se unían una con la otra, o excavaban la base de las murallas, y lo demás se derrumbaba por su propio peso.
En fin, para los que no entendieran lo que estaba sucediendo, Milán parecía un gayo taller, donde cada uno trabajaba con alacridad alabando al Señor. Salvo que era como si el tiempo procediera hacia atrás: parecía que estuviera surgiendo de la nada una nueva ciudad, y, en cambio, una ciudad antigua estaba volviendo a convertirse en polvo y tierra yerma. Acompañado por estos pensamientos, Baudolino, el día de Pascua, mientras el emperador había convocado grandes festejos en Pavía, se apresuraba a descubrir las mirabilia urbis Mediolani antes de que Milán dejara de existir. De esa manera, dio la casualidad de que se encontró cerca de una espléndida basílica aún intacta, y vio en los alrededores algunos pavianos que acababan de abatir un palacete, activísimos aunque era fiesta de guardar. Supo por ellos que la basílica era la de San Eustorgio, y que al día siguiente se ocuparían también de ella:
—Es demasiado hermosa para dejarla en pie, ¿no? —le dijo persuasivamente uno de los destructores.
Baudolino entró en la nave de la basílica, fresca, silenciosa y vacía. Alguien había dilapidado ya los altares y las capillas laterales, algunos perros llegados de Dios sabe dónde encontrando aquel lugar acogedor, habían hecho de él su albergue, meando a los pies de las columnas. Junto al altar mayor vagaba quejumbrosa una vaca. Era un buen animal y a Baudolino le dio pie para reflexionar sobre el odio que animaba a los demoledores de la ciudad, que incluso descuidaban presas apetecibles con tal de hacerla desaparecer cuanto antes.
En una capilla lateral, junto a un sarcófago de piedra, vio a un anciano cura que emitía sollozos de desesperación, o mejor dicho, chillidos como de animal herido; el rostro estaba más blanco que el blanco de los ojos y su cuerpo delgadísimo se estremecía a cada lamento. Baudolino intentó ayudarle, ofreciéndole una cantimplora de agua que llevaba consigo.
—Gracias, buen cristiano —dijo el viejo— pero ya no me queda sino aguardar la muerte.
—No te matarán —le dijo Baudolino— el asedio ha terminado, la paz está firmada, los de fuera sólo quieren derribar tu iglesia, no quitarte la vida.
—¿Y qué será mi vida sin mi iglesia? Pero es el justo castigo del cielo, porque, por ambición, quise, hace muchos años, que mi iglesia fuera la más bella y famosa de todas, y cometí un pecado.
¿Qué pecado podía haber cometido aquel pobre viejo? Baudolino se lo preguntó.
—Hace años un viajero oriental me propuso adquirir las reliquias más espléndidas de la cristiandad, los cuerpos intactos de los tres Magos.
—¿Los tres Reyes Magos? ¿Los tres? ¿Enteros?
—Tres, Magos y enteros. Parecen vivos; quiero decir, que parecen recién muertos. Yo sabía que no podía ser verdad, porque de los Magos habla un solo Evangelio, el de Mateo, y dice poquísimo. No dice cuántos eran, de dónde venían, si eran reyes o sabios... Dice sólo que llegaron a Jerusalén siguiendo una estrella. Ningún cristiano sabe de dónde procedían y a dónde volvieron. ¿Quién habría podido encontrar su sepulcro? Por eso no he osado decirles jamás a los milaneses que ocultaba este tesoro. Temía que por avidez aprovecharan la ocasión para atraer a fieles de toda Italia, lucrando dinero con una falsa reliquia...
—Y, por lo tanto, no pecaste.
—Pequé, porque los he mantenido escondidos en este lugar consagrado. Esperaba siempre una señal del cielo, que no ha llegado. Ahora no quiero que los encuentren estos vándalos. Podrían dividirse estos despojos, para distinguir con una extraordinaria dignidad a alguna de esas ciudades que hoy nos destruyen. Te lo ruego, haz desaparecer todo rastro de mi debilidad de antaño. Haz que alguien te ayude, ven antes de que llegue la noche a recoger estas inciertas reliquias, haz que desaparezcan. Con poco esfuerzo, te asegurarás el Paraíso, lo cual no me parece asunto de poca monta.

—Ves, señor Nicetas, me acordé entonces de que Otón había hablado de los Magos al referirse al reino del Preste Juan. Claro, si aquel pobre cura los hubiera enseñado así, como si vinieran de la nada, nadie le habría creído. Pero una reliquia, para ser verdadera, ¿debía remontarse realmente al santo o al acontecimiento del que formaba parte?
—No, sin duda. Muchas reliquias que se conservan aquí en Constantinopla son de origen dudosísimo, pero el fiel que las besa siente emanar de ellas aromas sobrenaturales. Es la fe la que las hace verdaderas, no las reliquias las que hacen verdadera a la fe.
—Precisamente. También yo pensé que una reliquia vale si encuentra su justa colocación en una historia verdadera. Fuera de la historia del Preste Juan, aquellos Magos podían ser el engaño de un mercader de alfombras; dentro de la historia verdadera del Preste, se convertían en un testimonio seguro. Una puerta no es una puerta si no tiene un edificio a su alrededor, de otro modo sería sólo un agujero, qué digo, ni siquiera eso, porque un vacío sin un lleno que lo rodea no es ni siquiera un vacío. Comprendí entonces que yo poseía la historia en cuyo seno los Magos podían significar algo. Pensé que, si debía decir algo sobre Juan para abrirle al emperador la vía de Oriente, tener la confirmación de los Reyes Magos, que ciertamente procedían de Oriente, habría reforzado mi prueba. Estos pobres tres reyes dormían en su sarcófago y dejaban que pavianos y lodicianos hicieran pedazos la ciudad que los alojaba sin saberlo. No le debían nada, estaban de paso, como en una posada, a la espera de ir a otro lugar; en el fondo, eran por su naturaleza unos vagamundos, ¿no se habían movido de quién sabe dónde para seguir a una estrella? Me tocaba a mí darles a esos tres cuerpos la nueva Belén.

Baudolino sabía que una buena reliquia podía cambiar el destino de una ciudad, hacer que se convirtiera en meta de peregrinación ininterrumpida, transformar una ermita en un santuario. ¿A quién podían interesarle los Magos? Pensó en Reinaldo: le había sido conferido el arzobispado de Colonia, pero todavía tenía que presentarse para que se le consagrara oficialmente. Entrar en la propia catedral llevando consigo a los Reyes Magos habría sido un buen golpe. ¿Reinaldo buscaba símbolos del poder imperial? Pues aquí tenía bajo el brazo no a uno, sino a tres reyes que habían sido al mismo tiempo sacerdotes.
Preguntó al cura si podía ver los cuerpos. El cura le pidió que le ayudara, porque había que hacer girar la tapa del sarcófago hasta que dejara al descubierto la teca en la que estaban guardados los cuerpos.
Fue un gran trabajo, pero valía la pena. Oh, maravilla: los cuerpos de los tres Reyes parecían todavía vivos, aunque la piel se hubiera secado y apergaminado. Pero no se había oscurecido, como les pasa a los cuerpos momificados. Dos de los magos tenían todavía un rostro casi lácteo, uno con una gran barba blanca que descendía hasta el pecho, todavía íntegra, aunque endurecida, que parecía algodón dulce, el otro imberbe. El tercero era color ébano, no a causa del tiempo, sino porque oscuro debía de ser también en vida: parecía una estatua de madera y tenía incluso una especie de fisura en la mejilla izquierda. Tenía una barba corta y dos labios carnosos que se levantaban enseñando dos únicos dientes, ferinos y cándidos. Los tres tenían los ojos abiertos, grandes y atónitos, con una pupila reluciente como cristal. Estaban envueltos en tres capas, una blanca, la otra verde y, la tercera, púrpura, y de las capas sobresalían tres bragas, según el modo de los bárbaros, pero de puro damasco bordado con finas perlas.
Baudolino volvió raudo al campamento imperial y corrió a hablar con Reinaldo. El canciller entendió enseguida lo que valía el descubrimiento de Baudolino, y dijo:
—Hay que hacerlo todo a escondidas, y pronto. No será posible llevarse toda la teca, es demasiado visible. Si alguien más de los que están por aquí se da cuenta de lo que has encontrado, no vacilará en sustraérnoslo, para llevárselo a su propia ciudad. Haré que preparen tres ataúdes, de madera desnuda, y por la noche los sacamos fuera de las murallas, diciendo que son los cuerpos de tres valerosos amigos caídos durante el asedio. Actuaréis sólo tú, el Poeta y un fámulo mío. Luego los dejaremos donde los hayamos puesto, sin prisa. Antes de que pueda llevarlos a Colonia es preciso que sobre el origen de la reliquia, y sobre los Magos mismos, se produzcan testimonios fidedignos. Mañana volverás a París, donde conoces personas sabias, y encuentra todo lo que puedas sobre su historia.
Por la noche, los Reyes fueron transportados a una cripta de la iglesia de San Jorge, extramuros. Reinaldo había querido verlos, y estalló en una serie de imprecaciones indignas de un arzobispo:
—¿Con bragas? ¿Y con esa caperuza que parece la de un juglar?
—Señor Reinaldo, así vestían evidentemente en la época los sabios de Oriente; hace años estuve en Rávena y vi un mosaico donde los tres Magos estaban representados más o menos así en la túnica de la emperatriz Teodora.
—Precisamente, cosas que pueden convencer a los grecanos de Bizancio. Pero ¿tú te imaginas que presento en Colonia a los Reyes Magos vestidos de malabaristas? Revistámoslos.
—¿Y cómo? —preguntó el Poeta.
—¿Y cómo? Yo te he permitido comer y beber como un feudatario escribiendo dos o tres versos al año, ¿y tu no sabes cómo vestirme a los primeros en adorar al Niño Jesús, Señor Nuestro? Los vistes como la gente se imagina que iban vestidos, como obispos, como papas, como archimandritas, ¡qué sé yo!
—Han saqueado la iglesia mayor y el obispado. Quizá podamos recuperar paramentos sagrados. Voy a intentarlo, —dijo el Poeta.
Fue una noche terrible. Los paramentos se encontraron, y también algo que se parecía a tres tiaras, pero el problema fue desnudar a las tres momias. Si los rostros seguían aún como vivos, los cuerpos —excepto las manos, completamente secas— eran un armazón de mimbre y paja, que se deshacía cada vez que intentaban quitarle los indumentos.
—No importa —decía Reinaldo— total, una vez en Colonia nadie va a abrir la teca. Introducid unas varitas, algo que los mantenga derechos, como se hace con los espantapájaros. Con respeto, os lo ruego.
—Señor Jesús —se quejaba el Poeta— ni siquiera borracho perdido he llegado a imaginarme nunca que habría podido metérsela a los Reyes Magos por detrás.
—Calla y vístelos —decía Baudolino— estamos trabajando para la gloria del imperio.
El Poeta emitía horribles blasfemias, y los Magos parecían ya cardenales de la santa y romana iglesia.

El día siguiente, Baudolino se puso de viaje. En París, Abdul, que sobre los asuntos de Oriente sabía mucho, lo puso en contacto con un canónigo de San Víctor que sabía más que él.
—Los Magos, ¡ah! –decía—. La tradición los menciona continuamente, y muchos Padres nos han hablado de ellos, pero los Evangelios callan, y las citas de Isaías y de otros profetas dicen y no dicen: alguien las ha leído como si hablaran de los Magos, pero también podían hablar de otra cosa. ¿Quiénes eran? ¿cómo se llamaban de verdad? Algunos dicen Hormidz, de Seleucia, rey de Persia, Jazdegard rey de Saba y Peroz rey de Seba; otros Hor, Basander, Karundas. Pero según otros autores muy fidedignos, se llamaban Melkon, Gaspar y Balthasar, o Melco, Cáspare y Fadizarda. O aún, Magalath, Galgalath y Saracín. o quizá Appelius, Amerus y Damascus...
—Appelius y Damascus son bellísimos, evocan tierras lejanas, —decía Abdul mirando hacia quién sabe dónde.
—¿Y por qué Karundas no? —replicaba Baudolino—. No debemos encontrar tres nombres que te gusten a ti, sino tres nombres verdaderos.
El canónigo proseguía:
—Yo propondría a Bithisarea, Melichior y Gataspha, el primero rey de Godolia y Saba, el segundo rey de Nubia y Arabia, el tercero rey de Tharsis y de la ínsula Egriseuta. ¿Se conocían entre sí antes de emprender el viaje? No, se encontraron en Jerusalén y, milagrosamente, se reconocieron. Pero otros dicen que se trataba de unos sabios que vivían en el monte Vaus, el Victorialis, desde cuya cima escrutaban los signos del cielo, y al monte Vaus regresaron después de la visita a Jesús, y más tarde se unieron al apóstol Tomás para evangelizar las Indias, salvo que no eran tres sino doce.
—¿Doce Reyes Magos? ¿No es demasiado?
—Lo dice también Juan Crisóstomo. Según otros se habrían llamado Zhrwndd, Hwrmzd, Awstsp, Arsk, Zrwnd, Aryhw, Arthsyst, Astnbwzn, Mhrwq, Ahsrs, Nsrdyh y Mrwdk. Con todo, hay que ser prudentes, porque Orígenes dice que eran tres como los hijos de Noé, y tres como las Indias de las que procedían.
Los Reyes Magos también habrán sido doce, observó Baudolino, pero en Milán habían encontrado tres y en torno a tres debía construirse una historia aceptable.
—Digamos que se llamaban Baltasar, Melchor y Gaspar, que me parecen nombres más fáciles de pronunciar que esos admirables estornudos que hace poco nuestro venerable maestro ha emitido. El problema es cómo llegaron a Milán.
—No me parece un problema —dijo el canónigo— visto que llegaron. Yo estoy convencido de que su tumba fue hallada en el monte Vaus por la reina Elena, madre de Constantino. Una mujer que supo recobrar la Verdadera Cruz habrá sido capaz de encontrar a los verdaderos Magos. Y Elena llevó los cuerpos a Constantinopla, a Santa Sofía.
—No, no; o el emperador de Oriente nos preguntará cómo se los hemos cogido, —dijo Abdul.
—No temas, —dijo el canónigo—. Si estaban en la basílica de San Eustorgio, ciertamente los había llevado allá aquel santo varón, que salió de Bizancio para ocupar la cátedra obispal en Milán en tiempos del basileo Mauricio, y mucho tiempo antes de que viviera entre nosotros Carlomagno. Eustorgio no podía haber robado los Magos y, por lo tanto, los había recibido como regalo del basileo del imperio de Oriente.

Con una historia tan bien construida, Baudolino volvió a finales del año junto a Reinaldo, y le recordó que, según Otón, los Magos debían de ser los antepasados del Preste Juan, al cual habían investido de su dignidad y función. De ahí el poder del Preste Juan sobre las tres Indias o, por lo menos, sobre una de ellas.
Reinaldo se había olvidado completamente de aquellas palabras de Otón, pero al oír mencionar a un preste que gobernaba un imperio, una vez más mi rey con funciones sacerdotales, papa y monarca a la vez, se convenció de haber puesto en dificultades a Alejandro III: reyes y sacerdotes los Magos, rey y sacerdote Juan, ¡qué admirable figura, alegoría, vaticinio, profecía, anticipación de esa dignidad imperial que él le estaba confeccionando a la medida, paso a paso, a Federico!
—Baudolino —dijo inmediatamente— de los Magos ahora me ocupo yo, tú tienes que pensar en el Preste Juan. Por lo que me cuentas, por ahora tenemos sólo voces, y no bastan. Necesitamos un documento que atestigüe su existencia, que diga quién es, dónde está, cómo vive.
—¿Y dónde lo encuentro?
—Si no lo encuentras, lo haces. El emperador te ha hecho estudiar, y ha llegado el momento de sacarles fruto a tus talentos. Y de que te merezcas la investidura de caballero, en cuanto hayas acabado estos estudios tuyos, que me parece que han durado incluso demasiado.

—¿Has entendido, señor Nicetas? —dijo Baudolino—. A esas alturas el Preste Juan se había convertido para mí en un deber, no en un juego. Y ya no debía buscarlo en memoria de Otón, sino para cumplir una orden de Reinaldo. Como decía mi padre Gagliaudo, siempre he sido un contreras. Si me obligan a hacer algo, se me pasan enseguida las ganas. Obedecí a Reinaldo y volví inmediatamente a París, pero para no tener que encontrar a la emperatriz. Abdul había empezado a componer canciones de nuevo, y me di cuenta de que el tarro de miel verde estaba ya casi medio vacío. Le volvía a hablar de la empresa de los Magos, y él entonaba en su instrumento: Que nadie se maraville de mí / pues amo a la que nunca me verá, / mi corazón de otro amor no sabrá / si no es del que jamás gozoso vi: / ninguna alegría reír me hará / e ignoro qué ventura me vendrá, ah, ah. Ah, ah... renuncié a discutir con él de mis proyectos y, por lo que concernía al Preste, durante un año no hice nada más.
—¿Y los Reyes Magos?
—Reinaldo llevó la reliquia a Colonia, al cabo de dos años, pero fue generoso, porque tiempo atrás había sido preboste en la catedral de Hildesheim y, antes de encerrar los despojos de los Reyes en la teca de Colonia, le cortó un dedo a cada uno y se lo envió de regalo a su antigua iglesia. Ahora bien, en aquel mismo período, Reinaldo tuvo que resolver otros problemas, y no de poca monta. Precisamente dos meses antes de que pudiera celebrar su triunfo en Colonia, moría el antipapa Víctor. Casi todos habían suspirado de alivio, así las cosas se arreglaban solas y a lo mejor Federico hacía las paces con Alejandro. Pero Reinaldo vivía de ese cisma; lo entiendes, señor Nicetas, con dos papas él contaba más que con un solo papa. De modo que se inventó un nuevo antipapa, Pascual III, organizando una parodia de cónclave con cuatro eclesiásticos recogidos casi por la calle. Federico no estaba convencido. Me decía...
—¿Habías vuelto con él?
Baudolino había suspirado:
—Sí, durante pocos días. Ese mismo año la emperatriz le había dado un hijo a Federico.
—¿Qué sentiste?
—Entendí que tenía que olvidarla definitivamente. Ayuné durante siete días, bebiendo sólo agua, porque había leído en algún sitio que purifica el espíritu y, al final, provoca visiones.
—¿Es verdad?
—Verdad del todo, pero en las visiones estaba ella. Entonces decidí que tenía que ver a ese niño, para marcar la diferencia entre el sueño y la visión. Y volví a la corte. Habían pasado más de dos años desde aquel día magnífico y tremendo, y desde entonces no nos habíamos vuelto a ver. Beatriz sólo tenía ojos para el niño y parecía que mi vista no le producía ninguna turbación. Me dije entonces que, aunque no podía resignarme a amar a Beatriz como una madre, habría amado a aquel niño como a un hermano. Aun así, miraba a esa cosita en la cuna, y no podía evitar el pensamiento de que, si la vida hubiera sido apenas distinta, aquél habría podido ser un hijo. En cualquier caso, corría siempre el riesgo de sentirme incestuoso.

Federico, mientras tanto, estaba agitado por problemas de mucho más calado. Le decía a Reinaldo que un medio papa garantizaba poquísimo sus derechos, que los Reyes Magos estaban muy bien, pero no era suficiente, porque haber encontrado a los Magos no significaba necesariamente descender de ellos. El papa, dichoso él, podía hacer remontar sus orígenes a Pedro, y Pedro había sido designado por el mismísimo Jesús, pero el sacro y romano emperador, ¿qué hacía? ¿Hacía remontar sus orígenes a César, que no dejaba de ser un pagano?
Baudolino entonces se sacó de la manga la primera idea que se le ocurrió, es decir, que Federico podía hacer remontar su dignidad a Carlomagno.
—Pero Carlomagno ha sido ungido por el papa, estamos siempre en las mismas, le había replicado Federico.
—A no ser que tú hagas que se convierta en santo, —había dicho Baudolino.
Federico le intimó a que reflexionara antes de decir tonterías.
—No es una tontería, —había replicado Baudolino, que mientras tanto, más que reflexionar, casi había visto la escena que aquella idea podía alumbrar.
—Escucha: tú vas a Aquisgrán, donde yacen los restos de Carlomagno, los exhumas, los colocas en un hermoso relicario en medio de la Capilla Palatina y, ante tu presencia, con un cortejo de obispos fieles, incluido el señor Reinaldo que como arzobispo de Colonia es también el metropolitano de esa provincia, y una bula del papa Pascual que te legitima, haces proclamar santo a Carlomagno. ¿Entiendes? Tú proclamas santo al fundador del sacro romano imperio; una vez que él es santo, es superior al papa, y tú, en cuanto legítimo sucesor suyo, eres de la prosapia de un santo, desligado de toda autoridad, incluso de la de quien pretendía excomulgarte.
—Por las barbas de Carlomagno, —había dicho Federico, con los pelos de su barba erizados por la excitación—, ¿has oído, Reinaldo? ¡Como siempre el chico tiene razón!
Así había sucedido, aunque sólo al final del año siguiente, porque ciertas cosas lleva su tiempo prepararlas bien.

Nicetas observó que como idea era una locura, y Baudolino le respondió que, aun así, había funcionado. Y miraba a Nicetas con orgullo. Es natural, pensó Nicetas, tu vanidad es desmesurada, incluso has hecho santo a Carlomagno. De Baudolino podía uno esperarse cualquier cosa.
—¿Y después? preguntó.
Mientras Federico y Reinaldo se aprestaban a canonizar a Carlomagno, yo me iba dando cuenta poco a poco de que no bastaban ni él ni los Magos. Esos cuatro estaban todos en el Paraíso, los Magos desde luego que sí y esperemos que también Carlomagno; si no, en Aquisgrán se armaba una buena faena. Pero seguía haciendo falta algo que todavía estuviera aquí en esta tierra y donde el emperador pudiera decir yo aquí estoy y esto sanciona mi derecho. Lo único que podía encontrar en esta tierra el emperador era el reino del Preste Juan.

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martes, noviembre 16, 2004

Baudolino - Parte X - Baudolino reprende al emperador y seduce a la emperatriz

Baudolino, entre estudios no muy severos y fantasías sobre el jardín del Edén, había transcurrido ya cuatro inviernos en París. Estaba deseando volver a ver a Federico, y aún más a Beatriz, que en su espíritu alterado había perdido ya todas las hechuras terrenales y se había convertido en una habitante de aquel paraíso, como la princesa lejana de Abdul.
Un día Reinaldo le había pedido al Poeta una oda para el emperador. El Poeta, desesperado, e intentando ganar tiempo diciéndole a su señor que esperaba la justa inspiración, mandó a Baudolino una petición de ayuda. Baudolino escribió una poesía excelente, Salve mundi domine, en la que Federico estaba por encima de todos los demás reyes, y se decía que su yugo era dulcísimo. Pero no se fiaba de mandarla a través de un emisario, y se planteó volver a Italia, donde mientras tanto habían sucedido muchísimas cosas que le costaba trabajo resumir a Nicetas.

—Reinaldo había dedicado su vida a crear una imagen del emperador como señor del mundo, príncipe de la paz, origen de toda ley y no sometido a ninguna, rex et sacerdos al mismo tiempo, como Melquisedec y, por lo tanto, no podía no chocar con el papa. Ahora bien, en los tiempos del asedio de Crema, había muerto el papa Adriano, el que había coronado a Federico en Roma, y la mayoría de los cardenales había elegido al cardenal Bandinelli como Alejandro III. Para Reinaldo era un azote, porque él y Bandinelli se llevaban como perro y gato, y éste no cedía sobre el Primado papal. No sé qué tramó Reinaldo, pero consiguió hacer que algunos cardenales y gente del senado eligieran a otro papa, Víctor IV, que él y Federico podían manejar a su antojo. Naturalmente, Alejandro III excomulgó inmediatamente tanto a Federico como a Víctor, y no bastaba con decir que Alejandro no era el papa verdadero y, por lo tanto, su excomunión no valía nada, porque, por una parte, los reyes de Francia y de Inglaterra se inclinaban por reconocerlo, y por otra, para las ciudades italianas era maná caído del cielo encontrar un papa que decía que el emperador era un cismático y que, por consiguiente, nadie le debía ya obediencia. Por añadidura, llegaban noticias de que Alejandro estaba tramando con vuestro basileo Manuel, buscando un imperio más grande que el de Federico sobre el que apoyarse. Si Reinaldo quería que Federico fuera el único heredero del imperio romano, debía encontrar la prueba visible de una descendencia. Por eso había puesto también manos a la obra al Poeta.
A Nicetas le costaba trabajo seguir la historia de Baudolino, año por año. No sólo le parecía que también su testigo se confundía un poco con lo que había sucedido antes y lo que había sucedido después, sino que encontraba que las vicisitudes de Federico se repetían siempre iguales, y no entendía cuándo habían retomado las armas los milaneses, cuándo habían vuelto a amenazar a Lodi, cuándo había bajado de nuevo el emperador a Italia.
—Si esto fuera una crónica —se decía— bastaría con coger una página al azar y se encontrarían siempre las mismas empresas. Parece uno de esos sueños donde vuelve siempre la misma historia, y tú imploras despertarte.
De todas maneras, le parecía entender a Nicetas que los milaneses llevaban ya dos años poniendo en dificultades a Federico, entre desaires y escaramuzas, y el año siguiente el emperador, con la ayuda de Novara, Asti, Vercelli, el marqués del Montferrato, el marqués Malaspina, el conde Biandrate, Como, Lodi, Bérgamo, Cremona, Pavía y alguien más, había vuelto a asediar Milán. Una bella mañana de primavera, Baudolino, que ya tenía veinte años, con el Salve mundi domine para el Poeta y su carteo con Beatriz, que no quería dejar en París a merced de los ladrones, había llegado ante las murallas de aquella ciudad.
—Espero que, en Milán, Federico se haya portado mejor que en Crema, —dijo Nicetas.
—Aun peor, por lo que oí al llegar. Había hecho arrancar los ojos a seis prisioneros de Melzo y Roncate, y a un milanés le había arrancado un ojo solo, para que condujera de vuelta a los demás a Milán, pero como contrapartida le había cortado la nariz. y cuando capturaba a los que intentaban introducir mercancías en Milán, les hacía cortar las manos.
—¡Pues ya ves que también él sacaba ojos! Pero a gente vulgar, no a los señores, como vosotros. Y a sus enemigos, ¡no a sus parientes!
—¿Lo justificas?
—Ahora; no entonces. Entonces me indigné. No quería ni siquiera encontrarme con él. Pero luego tuve que ir a rendirle homenaje, no podía evitarlo.
El emperador, en cuanto lo vio después de tanto tiempo, iba a abrazarlo dichosísimo, pero Baudolino no pudo contenerse. Se echó hacia atrás, lloró, le dijo que era malvado, que no podía pretender ser la fuente de la justicia si luego se portaba como un hombre injusto, que se avergonzaba de ser su hijo.
A quienquiera que le hubiera dicho cosas de ese tipo, Federico habría hecho que no sólo le sacaran los ojos y le arrancaran la nariz, sino también las orejas. Y, en cambio, quedó sorprendido por el furor de Baudolino y él, el emperador, intentó justificarse.
—Se trata de rebelión, de rebelión contra la ley, Baudolino, y tú has sido el primero en decirme que la ley soy yo. No puedo perdonar, no puedo ser bueno. Es mi deber ser despiadado. ¿Crees que me gusta?
—Sí que te gusta, padre mío ¿tenías que matar a toda esa gente hace dos años en Crema y mutilar a esos otros en Milán, no en la batalla sino en frío, por puntillo, por una venganza, por una afrenta?
—¡Ah, sigues mis hazañas, como si fueras Rahewin! Pues entonces, que sepas que no era puntillo, era ejemplo. Es la única manera de doblegar a estos hijos desobedientes. ¿Crees que César y Augusto eran más clementes? Es la guerra Baudolino ¿acaso sabes lo que es? Tú que te haces el gran bachiller en París ¿sabes que cuando vuelvas te querré en la corte entre mis ministeriales, y a lo mejor incluso te hago caballero? ¿Y piensas cabalgar con el sacro romano emperador sin ensuciarte las manos? ¿Te da asco la sangre? Pues dímelo y te meto a monje. Pero luego tendrás que ser casto, y cuidado, que me han contado historias tuyas de París que te veo poco de monje, precisamente. ¿Dónde te hiciste esa cicatriz? ¡Me asombra que la tengas en el rostro y no en el culo!
—Mis espías te habrán contado historias sobre mí en París, pero yo sin necesidad de espías he oído contar por doquier una buena historia sobre ti en Adrianópolis. Mejor mis historias con los maridos parisinos que las tuyas con los monjes bizantinos.
Federico se puso rígido, empalideció. Sabía perfectamente de qué hablaba Baudolino (que lo había sabido de Otón). Cuando todavía era duque de Suabia, había tomado la cruz y había participado en la segunda expedición de ultramar, para ir en socorro del reino cristiano de Jerusalén. Y mientras el ejército cristiano avanzaba con fatiga, cerca de Adrianópolis, uno de sus nobles, que se había alejado de la expedición, fue asaltado y asesinado, quizá por bandidos del lugar. Había ya mucha tensión entre latinos y bizantinos, y Federico tomó lo ocurrido como una afrenta. Como en Crema, su ira se volvió incontenible: asaltó un monasterio cercano e hizo una carnicería de todos sus monjes.
El episodio había quedado como una mancha sobre el nombre de Federico; todos habían fingido olvidarlo, e incluso Otón en las Gesta Frederici lo había callado, mencionando, en cambio, inmediatamente después, cómo el joven duque se había librado de una violenta inundación no lejos de Constantinopla, señal de que el cielo no le había retirado su protección. Pero el único que no había olvidado era Federico, y que la herida de aquella mala acción no hubiera llegado a cicatrizarse nunca, lo probó su reacción. De pálido que estaba se puso colorado, asió un candelabro de bronce y se echó sobre Baudolino como para matarlo. Se contuvo a malas penas, bajó el arma cuando ya lo había aferrado por el sayo y le dijo entre dientes:
—Por todos los diablos del infierno, no vuelvas a decir nunca más lo que acabas de decir.
Luego salió de la tienda. En el umbral se detuvo un instante:
—Ve a rendirle homenaje a la emperatriz, luego vuelve con esas damiselas de clérigos parisinos que tanto te gustan.
—Ya te haré ver yo si soy una damisela, ya te haré ver lo que sé hacer, —iba rumiando Baudolino al dejar el campo, sin saber ni siquiera él qué habría podido hacer, salvo que sentía que odiaba a su padre adoptivo y quería hacerle daño.
Todavía furioso, había llegado a los aposentos de Beatriz. Había besado compuestamente el borde de su túnica, luego la mano de la emperatriz; ella se había sorprendido por la cicatriz, haciendo preguntas ansiosas. Baudolino había contestado con indiferencia que se había tratado de un choque con unos ladrones callejeros, cosas que les suceden a los que viajan por el mundo. Beatriz lo había mirado con admiración, y hay que decir que aquel joven, con sus veinte años y con su rostro leonino que la cicatriz volvía aún más varonil, era ya lo que se suele decir un apuesto caballero. La emperatriz lo había invitado a sentarse y a relatar sus últimas peripecias. Mientras ella bordaba sonriente, sentada bajo un gracioso baldaquín, él se había ovillado a sus pies y relataba, sin saber ni siquiera lo que decía, sólo para calmar su tensión. Pero a medida que hablaba, iba divisando, de abajo arriba, su bellísimo rostro, se resentía de todos los ardores de aquellos años —pero todos juntos, centuplicados— hasta que Beatriz le dijo, con una de sus sonrisas más seductoras:
—Al final no has escrito todo lo que te había ordenado, y todo lo que habría deseado.
Quizá lo había dicho con su habitual devoción fraterna, quizá era sólo para animar la conversación, pero, para Baudolino, Beatriz no podía decir nada sin que sus palabras fueran al mismo tiempo bálsamo y veneno. Con las manos temblorosas, había sacado del pecho las cartas de él a ella y de ella a él, y, al brindárselas, susurró:
—No, he escrito, y muchísimo, y tú, Señora, me has contestado. —Beatriz no entendía, tomó las hojas, comenzó a leerlas, a media voz para conseguir descifrar mejor esa doble caligrafía. Baudolino, a dos pasos de ella, se retorcía las manos sudando, se decía que había sido un loco, que ella lo echaría llamando a sus guardias; habría querido tener un arma para sumergirla en su corazón. Beatriz seguía leyendo, y sus mejillas se iban arrebolando cada vez más, la voz le temblaba mientras desgranaba aquellas palabras inflamadas, como si celebrara una misa blasfema; se levantó, en dos ocasiones pareció vacilar, en dos ocasiones
se alejó de Baudolino que se había adelantado para sostenerla, luego dijo sólo con poca voz:
—Muchacho, muchacho ¿qué has hecho?
Baudolino se acercó de nuevo, para quitarle aquellas hojas de las manos, tembloroso; temblorosa ella tendió la mano para acariciarle la nuca, él se dio la vuelta de perfil porque no conseguía mirarla a los ojos, ella le acarició con las yemas la cicatriz. Para evitar incluso ese toque, él giró de nuevo la cabeza, pero ella ya se había acercado demasiado, y se encontraron nariz con nariz. Baudolino puso las manos detrás de la espalda, para prohibirse un abrazo, pero ya sus labios se habían tocado, y después de haberse tocado se habían entreabierto, un poco, de modo que por un instante, un solo instante de los poquísimos que duró ese beso, a través de los labios entreabiertos se acariciaron también las lenguas.
Acabada esa fulmínea eternidad, Beatriz se retiró, ahora blanca como una enferma y, mirando fijamente a Baudolino a los ojos y con dureza, le dijo:
—Por todos los santos del Paraíso, no vuelvas a hacer nunca más lo que acabas de hacer.
Lo había dicho sin ira, casi sin sentimientos, como si fuera a desmayarse. Luego los ojos se le humedecieron y añadió, suavemente:
—¡Te lo ruego!
Baudolino se arrodilló tocando casi el suelo con la frente, y salió sin saber adónde iba. Más tarde se dio cuenta de que en un solo instante había cometido cuatro crímenes: había ofendido la majestad de la emperatriz, se había manchado de adulterio, había traicionado la confianza de su padre y había cedido a la infame tentación de la venganza.
—Venganza, porque —se preguntaba— si Federico no hubiera cometido esa carnicería, no me hubiera insultado, y yo no hubiera experimentado en mi corazón un sentimiento de odio, ¿habría hecho igualmente lo que he hecho?
Y al intentar no responder a esa pregunta, se daba cuenta de que, si la respuesta hubiera sido la que él se temía, entonces habría cometido el quinto y más horrible de los pecados, habría manchado indeleblemente la virtud de su propio ídolo sólo para satisfacer su rencor, habría transformado lo que se había convertido en el objeto de su existencia en un sórdido instrumento.

—Señor Nicetas, esta sospecha me ha acompañado durante muchos años, aunque no conseguía olvidar la desgarradora belleza de aquel momento. Estaba cada vez más enamorado, pero esta vez ya sin esperanza alguna, ni siquiera en sueños. Porque, si quería un perdón, fuera el que fuese, la imagen de ella debía desaparecer incluso de mis sueños. En el fondo, me he dicho durante tantas y largas noches en vela, lo has tenido todo y no puedes desear nada más.
La noche caía sobre Constantinopla, y el cielo ya no rojeaba. El incendio se iba apagando, y sólo en algunas colinas de la ciudad se veían relampaguear no llamas sino brasas. Nicetas, mientras tanto, había encargado dos copas de vino con miel. Baudolino lo había paladeado con los ojos perdidos en el vacío.
—Es vino de Thasos. En la tinaja se pone una pasta de escanda impregnada con miel. Luego se mezclan un vino fuerte y perfumado con uno más delicado. Es dulce ¿verdad? —le preguntaba Nicetas.
—Sí, dulcísimo, —le había contestado Baudolino, que parecía estar pensando en otras cosas. Luego posó la copa.
—Aquella misma tarde —concluyó— renuncié para siempre a juzgar a Federico, porque me sentía más culpable que él. ¿Es peor cortarle la nariz a un enemigo o besar en la boca a la mujer de tu benefactor?

El día siguiente había ido a pedir perdón a su propio padre adoptivo, por las palabras duras que le había dicho, y se había sonrojado al darse cuenta de que era Federico el que sentía remordimientos. El emperador lo abrazó, excusándose por su ira, y diciéndole que prefería, a los cien aduladores que tenía a su alrededor, a un hijo como él, capaz de decirle cuándo se equivocaba.
—Ni siquiera mi confesor tiene el valor de decírmelo, —le dijo sonriendo—. Eres la única persona de la que me fío.
Baudolino empezaba a pagar su crimen ardiendo de vergüenza.

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miércoles, noviembre 10, 2004

Baudolino parte IX - Baudolino en el Paraíso Terrenal

Baudolino estudiaba en París, pero seguía al corriente de lo que sucedía en Italia y Alemania. Rahewin, obedeciendo las órdenes de Otón, había seguido escribiendo las Gesta Friderici pero, llegado ya al final del cuarto libro, decidió dejarlas porque le parecía blasfemo superar el número de los Evangelios. Había abandonado la corte, satisfecho del trabajo realizado, y se estaba aburriendo en un monasterio bávaro. Baudolino le escribió que tenía bajo mano los libros de la biblioteca infinita de San Víctor, y Rahewin le pidió que le mencionara algún tratado raro que pudiera enriquecer su sabiduría.
Baudolino, compartiendo la opinión de Otón sobre la escasa fantasía del pobre canónigo, consideró útil alimentarla un poco y, después de haberle comunicado unos pocos títulos de códices que había visto, le citó otros que se había inventado buenamente, como el De optimitate triparum del Venerable Beda, un Ars honeste petandi, un De modo cacandi, un De castramentandis crinibus y un De patria diabolorum. Todas ellas obras que habían suscitado el estupor y la curiosidad del buen canónigo, quien se apresuró a solicitar copias de aquellos desconocidos tesoros de sabiduría. Servicio que Baudolino le habría hecho de buena gana, para subsanar el remordimiento de aquel pergamino de Otón que había borrado, pero la verdad es que no sabía qué copiar, y tuvo que inventarse que, aunque aquellas obras estaban en la abadía de San Víctor, se encontraban en olor de herejía y los canónigos no se las dejaban ver a nadie.
—Luego supe, —le decía Baudolino a Nicetas—, que Rahewin había escrito a un docto parisino que conocía, rogándole que solo citara aquellos manuscritos a los victorinos, los cuales obviamente no encontraron rastro de ellos, acusaron a su bibliotecario de descuido, y el pobrecillo venga a jurar que no los había visto jamás. Me imagino que al final algún canónigo, para arreglar el asunto, escribiría de verdad esos libros, y espero que algún día alguien los encuentre.

El Poeta, mientras tanto, lo mantenía al corriente de las hazañas de Federico. Los comunes italianos no estaban manteniendo fe a todos los juramentos hechos en la dieta de Roncaglia. Los pactos querían que las ciudades litigiosas desmantelasen las murallas y destruyeran las máquinas de guerra, y, en cambio, los ciudadanos hacían como que allanaban los fosos alrededor de las ciudades, y los fosos seguían allá. Federico había mandado legados a Crema, para invitarles a que se dieran prisa, y los cremenses amenazaron con matar a los emisarios imperiales y, si no llegan a escaparse, los matan de verdad. A renglón seguido había enviado a Milán incluso a Reinaldo y a un conde palatino para que nombraran a los podestás, porque los milaneses no podían pretender reconocer los derechos imperiales y luego elegir por su cuenta a los cónsules. Y también allí había faltado poco para que les sacaran los tuétanos a ambos enviados, ¡y no eran unos emisarios cualesquiera, sino el canciller del imperio y uno de los condes del Palacio! Sin conformarse, los milaneses asediaron el castillo de Trezzo y pusieron en cadenas a la guarnición. Por último, atacaron de nuevo Lodi y, cuando al emperador le tocaban Lodi, el emperador montaba en cólera. Así, para dar un ejemplo, puso cerco a Crema.
Al principio, el asedio procedía según las reglas de una guerra entre cristianos. Los cremenses, ayudados por los milaneses, habían hecho unas buenas salidas y capturado a muchos prisioneros imperiales. Los crenioneses (que por odio a los cremenses estaban entonces del lado del imperio, junto con pavianos y lodicianos) habían construido máquinas de asedio poderosísimas, que les habían costado la vida más a los asediadores que a los asediados, pero así iban las cosas. Hubo unas escaramuzas bellísimas, contaba con gusto el Poeta, y todos recordaban la vez que el emperador hizo que los lodicianos le dieran doscientos toneles vacíos, los llenó de tierra y los arrojó al foso, luego hizo que los recubrieran con tierra y madera que los lodicianos habían llevado con más de dos mil carros, de suerte que fue posible pasar con las mazas, mejor dicho, con los almajaneques, para batir las murallas.
Cuando se dio el asalto con la mayor de las torres de madera, la que habían construido los cremoneses, los asediados empezaron a lanzar tantas piedras con sus balistas que iban a conseguir que la torre se cayera, y sacaron al emperador de sus casillas. Furibundo, Federico mandó llevar a prisioneros de guerra cremenses y milaneses, e hizo que los ataran delante y a los lados de la torre. Pensaba que, si los asediados se hubieran visto delante a sus hermanos, primos, hijos y padres, no habrían osado tirar. No calculaba lo grande que era la furia de los cremenses, la furia de los de encima de las murallas y la furia de los que estaban atados fuera de las murallas. Fueron estos últimos los que gritaron a sus hermanos que no se preocuparan por ellos, y los de las murallas, haciendo de tripas corazón, con lágrimas en los ojos, verdugos de sus mismos parientes, siguieron apedreando la torre hasta matar a nueve de los prisioneros.
Estudiantes milaneses llegados a París le juraban a Baudolino que a la torre habían sido atados también niños, pero el Poeta le había asegurado que la voz era falsa. El hecho es que, a esas alturas, incluso el emperador había quedado impresionado, e hizo que desataran a los demás prisioneros. Pero los cremenses y milaneses, enfurecidos como sierpes por el fin de sus compañeros, cogieron en la ciudad a unos prisioneros tudescos y lodicianos, los colocaron encima de las murallas y los mataron a sangre fría bajo la mirada de Federico. Éste, entonces, hizo llevar bajo las murallas a dos prisioneros cremenses y bajo las murallas los procesó como bandidos y perjuros, condenándolos a muerte. Los cremenses hicieron saber que, si Federico ahorcaba a los suyos, ellos colgarían a los prisioneros que todavía tenían como rehenes. Federico contestó que bien quería verlo, y ahorcó a los dos prisioneros. Como toda respuesta, los cremenses colgaron coram populo a todos sus rehenes. Federico, que ya no razonaba, sacó a todos los cremenses que todavía tenía prisioneros, hizo levantar una selva de horcas delante de la ciudad y se disponía a colgarlos a todos. Obispos y abades se precipitaron al lugar del suplicio, implorando que él, que debía ser fuente de misericordia, no debía emular la maldad de sus enemigos. Federico se sintió tocado por aquella intervención, pero no podía revocar su propósito, por lo cual decidió ajusticiar por lo menos a nueve de aquellos infelices.
Al oír estas cosas, Baudolino había llorado. No sólo era por naturaleza un hombre de paz, sino que la idea de que su amadísimo padre adoptivo se hubiera manchado de tantos crímenes lo convenció para quedarse en París a estudiar y, de manera harto oscura, sin que él se diera cuenta, lo persuadió de que no era culpable de amar a la emperatriz. Volvió a escribir cartas cada vez más apasionadas y respuestas que harían temblar a un ermitaño. Salvo que esta vez ya no enseñó nada a sus amigos.
Sintiéndose culpable, sin embargo, resolvió hacer algo por la gloria de su señor. Otón le había dejado como sagrada herencia conseguir hacer salir de las tinieblas de la habladuría al Preste Juan. Baudolino se dedicó, pues, a la búsqueda del Preste incógnito pero —era testigo Otón— sin duda conocidísimo.

Puesto que, acabados los años de trivio y cuadrivio, Baudolino y Abdul se habían educado en la disputa, se preguntaron ante todo: ¿existe de verdad un Preste Juan? Pero habían empezado a preguntárselo en condiciones que Baudolino se avergonzaba de explicarle a Nicetas.
Abdul vivía con Baudolino desde que se marchara el Poeta. Una noche Baudolino, al volver a casa, se encontró con Abdul que, completamente solo, estaba cantando una de sus canciones más bellas, en la que anhelaba encontrar a su princesa lejana, pero de golpe, mientras la veía casi cercana, le parecía andar hacia atrás. Baudolino no entendía si era la música o si era la letra, pero la imagen de Beatriz, que se le había aparecido inmediatamente al oír aquel canto, se sustraía a su mirada, esfumándose en la nada. Abdul cantaba, y nunca su canto había parecido tan seductor.
Una vez acabada la canción, Abdul se desplomó exhausto. Baudolino temió por un instante que fuera a desmayarse y se inclinó sobre él, pero Abdul levantó una mano como para tranquilizarlo, y se echó a reír quedo quedo, él solo, sin razón. Reía, y le temblaba todo el cuerpo. Baudolino pensaba que tenía fiebre, le dijo, sin parar de reír, que lo dejara en paz, que se calmaría, que sabía perfectamente de qué se trataba. Y al final, acuciado por las preguntas de Baudolino, se decidió a confesar su secreto.
—Escucha, amigo mío. He tomado un poco de miel verde, sólo un poco. Ya sé que es una tentación diabólica, pero a veces me sirve para cantar. Escucha y no me repruebes. Desde que era niño, en Tierra Santa, escuchaba una historia maravillosa y terrible. Se fantaseaba que no lejos de Antioquía vivía una raza de sarracenos que moraba entre las montañas, en un castillo inaccesible salvo para las águilas. Su señor se llamaba Aloadin e infundía un grandísimo pavor, tanto a los príncipes sarracenos como a los cristianos. En efecto, en el centro de su castillo, se decía, había un jardín colmado de todas las especies de frutas y flores, donde corrían canales llenos de vino, leche, miel y agua, y, por doquier danzaban y cantaban muchachas de incomparable belleza. En el jardín podían vivir sólo unos jóvenes que Aloadin hacía secuestrar, y en aquel lugar de delicias los adiestraba tan sólo al placer. Y digo placer porque, como oía susurrar a los adultos, y me ruborizaba turbado, aquellas muchachas eran generosas y estaban dispuestas a satisfacer a aquellos huéspedes, les procuraban gozos indecibles y, me imagino, enervantes. De suerte que el que había entrado en aquel lugar naturalmente no habría querido salir a ningún precio.
—No está nada mal ese Aloadino tuyo, o como se llamara, sonrió Baudolino, pasando por la frente del amigo un paño húmedo.
—Eso lo piensas —dijo Abdul— porque no conoces la verdadera historia. Una buena mañana, uno de esos jóvenes se despertaba en un sórdido patio quemado por el sol, donde se veía en cadenas. Después de algunos días de este suplicio, lo llevaban ante Aloadin, y el joven se arrojaba a sus pies amenazando suicidarse e implorando que lo devolviera a las delicias de las que ya no conseguía prescindir. Aloadin le revelaba entonces que había caído en desgracia con el profeta y que sólo podría recuperar su favor si se mostraba dispuesto a realizar una gran empresa. Le daba un puñal de oro y le decía que se pusiera de viaje, que fuera a la corte de un señor enemigo suyo y lo matara. De esa manera, podría volver a merecerse lo que deseaba y, aunque muriera en la empresa, ascendería al Paraíso, en todo y por todo igual al lugar del que había sido excluido, es más, aún mejor. Y he aquí por qué Aloadin tenía un grandísimo poder y atemorizaba a todos los príncipes de los alrededores, fueran moros o cristianos, porque sus emisarios estaban dispuestos a cualquier sacrificio.
—Entonces —había comentado Baudolino— mejor una de estas buenas tabernas de París, y sus muchachas, que se pueden poseer sin pagar prenda. Pero tú ¿qué tienes que ver con esta historia?
—Tengo que ver porque cuando tenía diez años fui secuestrado por los hombres de Aloadin. Y permanecí cinco años en su poder.
—¿Y a los diez años gozaste de todas esas muchachas de las que me cuentas? ¿y luego te invitaron a que mataras a alguien? Abdul ¿qué me dices? —se preocupaba Baudolino.
—Era demasiado pequeño para que me admitieran enseguida entre los jóvenes venturosos, y fui encomendado como siervo a un eunuco del castillo que se ocupaba de sus placeres. Pero oye bien lo que descubrí. Yo, en cinco años, jardines, no los vi nunca, porque los jóvenes estaban siempre y sólo encadenados en fila en ese patio bajo la solana. Todas las mañanas el eunuco cogía de cierto armario unos tarros de plata que contenían una pasta densa como la miel, pero de color verdoso, pasaba por delante de cada uno de los prisioneros y los alimentaba con esa sustancia. Los prisioneros la saboreaban, y empezaban a contarse a sí mismos y a los demás todas las delicias de las que hablaba la leyenda. Entiéndelo, se pasaban el día con los ojos abiertos, sonriendo dichosos. Al caer la noche se sentían cansados, empezaban a reírse, a veces quedamente, a veces inmoderadamente, luego se quedaban dormidos. De suerte que yo, creciendo lentamente, comprendí el engaño al que eran sometidos por Aloadin: vivían en cadenas ilusos de vivir en un paraíso, y para no perder ese bien se convertían en instrumento de la venganza de su señor. Si luego regresaban sanos y salvos de sus empresas, daban de nuevo en grilletes, pero empezaban a ver y oír lo que la miel verde les hacía soñar.
—¿Y tú?
—Yo, una noche, mientras todos dormían, me introduje allá donde se conservaban los tarros de plata que contenían la miel verde, y la probé. Qué digo la probé, me tragué dos cucharadas y de golpe empecé a ver cosas prodigiosas...
—¿Sentías que estabas en el jardín?
—No, quizá los jóvenes soñaban con el jardín porque a su llegada Aloadin les contaba del jardín. Creo que la miel verde hace ver a cada uno lo que quiere en lo hondo de su corazón. Yo me hallaba en el desierto o, mejor dicho, en un oasis, y veía llegar una caravana espléndida, con los camellos enjaezados con plumeros, y una hueste de moros con turbantes de colores, que golpeaban atabales y tocaban címbalos. Y detrás de ellos, en un baldaquín llevado por cuatro gigantes, iba Ella, la princesa. Yo no sé decirte ya cómo era, era ... cómo decirlo... era tan fulgurante que recuerdo sólo un destello, un esplendor deslumbrante...
—¿Qué cara tenía, era bella?
—No vi su rostro, iba velada.
—Pero entonces ¿de quién te enamoraste?
—De ella, porque no la vi. En el corazón, aquí, entiendes, me entró una dulzura infinita, una languidez que no se ha extinguido. La caravana se alejaba hacia las dunas, yo entendía que aquella visión no habría de volver nunca más, me decía que habría debido seguir a aquella criatura, pero hacia el amanecer empezaba a reír, y entonces pensaba que era de alegría, mientras que se trata del efecto de la miel verde cuando su poder se extingue. Me desperté con el sol alto ya, y por poco el eunuco no me sorprende todavía adormecido en aquel lugar. Desde entonces me dije que debía huir, para volver a encontrar a la princesa lejana.
—Pero tú habías entendido que se trataba sólo del efecto de la miel verde...
—Sí, la visión era una ilusión, pero lo que sentía dentro de mí ya no lo era, era deseo verdadero. El deseo, cuando lo experimentas, no es una ilusión, existe.
—Pero era el deseo de una ilusión.
—Pero yo no quería perder ya ese deseo. Me bastaba para dedicarle la vida.

Brevemente, Abdul consiguió encontrar una vía de fuga del castillo y reunirse con su familia, que lo daba ya por perdido. Su padre se había preocupado por la venganza y lo alejó de Tierra Santa, enviándolo a París. Abdul, antes de huir del castillo de Aloadin, se había apoderado de uno de los tarros de miel verde pero, explicaba a Baudolino, no la había vuelto a probar, por temor de que la maldita sustancia lo llevara de nuevo a aquel oasis y reviviera hasta el infinito su éxtasis. No sabía si podría resistir la emoción. Ya la princesa estaba con él, y nadie habría podido sustraérsela. Mejor anhelarla como una meta que poseerla en un falso recuerdo.
Luego, con el paso del tiempo, para encontrar la fuerza para sus canciones, en las cuales la princesa estaba ahí, presente en su lejanía, se había atrevido a probar de vez en cuando la miel, apenas una puntita, tomando con la cuchara lo suficiente para que la lengua la saboreara. Experimentaba éxtasis de breve duración, y eso había hecho aquella noche.
La historia de Abdul había intrigado a Baudolino, y le tentaba la posibilidad de tener una visión, aun breve, en la que se le apareciera la emperatriz. Abdul no pudo negarle aquella prueba. Baudolino había sentido sólo un ligero torpor y el deseo de reír. Pero sentía la mente excitada. Curiosamente, no por Beatriz, sino por el Preste Juan. Tanto que se había preguntado si su verdadero objeto del deseo no sería aquel reino inalcanzable, más que la señora de su corazón. Y así sucedió que aquella noche, Abdul casi libre ya del efecto de la miel, Baudolino ligeramente ebrio, se pusieran a discutir del Preste, planteándose precisamente la cuestión de su existencia. Y puesto que parecía que la virtud de la miel verde era hacer tangible lo que nunca se había visto, he aquí que se decidieron por la existencia del Preste.
Existe, había determinado Baudolino, porque no hay razones que se opongan a su existencia. Existe, había asentido Abdul, porque le había oído decir a un clérigo que, más allá del país de los medos y de los persas, hay reyes cristianos que combaten contra los paganos de aquellas regiones.
—¿Quién es ese clérigo? —había preguntado Baudolino enardecido.
—Boron, —había respondido Abdul. Y he aquí que al día siguiente se pusieron en su búsqueda.

Boron era un clérigo de Montbéliard que, vagante como sus congéneres, ahora estaba en París (y frecuentaba la biblioteca de San Víctor) y mañana estaría quién sabe dónde, porque parecía perseguir un proyecto propio del que nunca hablaba con nadie. Tenía una gran cabeza con el pelo desgreñado, y los ojos rojos de tanto leer a la luz del candil, pero parecía desde luego un pozo de ciencia. Los había fascinado desde el primer encuentro, naturalmente en una taberna, planteándoles sutiles preguntas sobre las cuales sus maestros habrían consumido días y días de disputas: si el esperma puede congelarse, si una prostituta puede concebir, si el sudor de la cabeza es más maloliente que el de las demás extremidades, si las orejas se ruborizan cuando nos avergonzamos, si un hombre sufre más por la muerte que por el matrimonio de la amante, si los nobles tienen que tener las orejas colgantes, o si los locos empeoran durante el plenilunio. La cuestión que más le intrigaba era la de la existencia del vacío, sobre la cual se consideraba más sabio que cualquier otro filósofo.
—El vacío —decía Boron, con la boca ya pastosa— no existe porque la naturaleza le tiene horror. Es evidente, por razones filosóficas, que no existe porque si existiera o sería substancia o sería accidente. Substancia material no es, porque, si no, sería cuerpo y ocuparía espacio; y no es substancia incorpórea porque, si no, como los ángeles, sería inteligente. No es accidente porque los accidentes existen sólo como atributos de substancias. En segundo lugar, el vacío no existe por razones físicas: toma un vaso cilíndrico...
—Pero ¿por qué —lo interrumpía Baudolino— te interesa tanto demostrar que el vacío no existe? ¿qué te importa a ti el vacío?
—Importa, importa. Porque el vacío puede ser o bien intersticial, es decir, hallarse entre cuerpo y cuerpo en nuestro mundo sublunar, o bien, extenso, más allá del universo que vemos, cerrado por la gran esfera de los cuerpos celestes. Si así fuera, podrían existir, en ese vacío, otros mundos. Pero, si se demuestra que no existe el vacío intersticial, con mayor razón no podrá existir el vacío extenso.
—¿Y a ti qué te importa si existen otros mundos?
—Importa, importa. Porque si existieran, Nuestro Señor Jesucristo habría debido sacrificarse en cada uno de ellos y en cada uno de ellos consagrar el pan y el vino. Y, por lo tanto, el objeto supremo, que es testimonio y vestigio de ese milagro, ya no sería único, sino que habría muchas copias del mismo. ¿Y qué valor tendría un vida si no supiera que en algún lugar hay un objeto supremo por recobrar?
—¿Y cuál sería ese objeto supremo?
Aquí Boron intentaba atajar:
—Asunto mío, decía, historias que no son buenas para las orejas de los profanos. Pero hablemos de otro asunto: si hubiera muchos mundos, habría habido muchos primeros hombres, muchos Adanes y muchas Evas que cometieron infinitas veces el pecado original. Y, por lo tanto, habría muchos Paraísos Terrenales del que fueron expulsados. ¿Podéis pensar que de una cosa sublime como el Paraíso Terrenal pueda haber muchos, así como existen muchas ciudades con un río y con una colina como la de Santa Genoveva? Paraíso Terrenal hay uno solo, en una tierra remota, más allá del reino de los medos y de los persas.
Habían llegado al punto, y relataron a Boron sus especulaciones sobre el Preste Juan. Sí, Boron le había oído a un monje ese asunto de los reyes cristianos de Oriente. Había leído la relación de una visita que, muchos años antes, un patriarca de las Indias le habría hecho al papa Calixto II. En ella se narraba lo que le había costado al papa entenderse con él, a causa de las lenguas diversísimas. El patriarca había descrito la ciudad de Hulna, donde corre uno de los ríos que nacen en el Paraíso Terrenal, el Physon, que otros llamarían Ganges, y donde en un monte fuera de la ciudad surge el santuario que conserva el cuerpo del apóstol Tomás. Este monte era inaccesible, porque surgía en el centro de un lago, pero durante ocho días al año las aguas del lago se retiraban, y los buenos cristianos de acullá podían ir a adorar el cuerpo del apóstol, todavía íntegro como si no estuviera ni siquiera muerto, es más, como recitaba el texto, con el semblante esplendoroso como una estrella, rojos los cabellos, que le llegaban hasta los hombros, y la barba, y la ropa que parecía recién cosida.
—Ahora bien, nada dice que este patriarca fuera el Preste Juan, —había concluido cautamente Boron.
—No, desde luego, —había argüido Baudolino—, pero nos dice que desde hace mucho tiempo se habla de cierto reino lejano, venturoso y desconocido. Escucha, en su Historia de duabus civitatibus, mi queridísimo obispo Otón refería que un tal Hugo de Gabala había dicho que Juan, después de haber vencido a los persas, había intentado llevar ayuda a los cristianos de Tierra Santa, pero había tenido que detenerse a orillas del río Tigris porque no tenía bajeles para hacer que sus hombres lo cruzaran. Así pues, Juan vive más allá del Tigris. ¿Vale? Pero lo bueno es que todos debían de saberlo aún antes de que Hugo hablara de ello. Volvamos a leernos bien lo que escribía Otón, que no escribía al azar. ¿Por qué debería el tal Hugo ir a explicarle al papa las razones por las que Juan no había podido ayudar a los cristianos de Jerusalén, como si hubiera tenido que justificarlo? Porque, evidentemente, en Roma alguien alimentaba ya esta esperanza. Y cuando Otón dice que Hugo nombra a Juan, anota sic enim eum nominare solent, como suelen llamarlo. ¿Qué significa este plural? Evidentemente que no sólo Hugo, sino también otros, solent, suelen, y por lo tanto solían ya en aquellos tiempos, llamarlo así. Nuestro querido Otón escribe que Hugo afirma que Juan, como los Magos de los que desciende, quería ir a Jerusalén, pero luego no escribe que Hugo afirma que no lo consiguió, sino que fetur, se dice, y que algunos, otros, en plural, asserunt, afirman que no lo consiguió. Estamos aprendiendo de nuestros maestros que no hay mejor prueba de lo verdadero —concluía Baudolino— que la continuidad de la tradición.
Abdul le había susurrado al oído a Baudolino que quizá también el obispo Otón se tomaba de vez en cuando su ración de miel verde, pero Baudolino le había dado un codazo en las costillas.
—Yo todavía no he entendido por qué ese Preste es tan importante para vosotros —había dicho Boron— pero si es preciso buscarlo, no habrá de ser a lo largo de un río que procede del Paraíso Terrenal, sino en el Paraíso Terrenal mismo. Y aquí tendría yo mucho que contar...
Baudolino y Abdul intentaron que Boron les dijera más sobre ese Paraíso Terrenal, pero Boron había abusado en demasía de las cubas de Los Tres Candelabros, y decía que no recordaba ya nada. Como si hubieran pensado lo mismo sin decirse nada el uno al otro, los dos amigos tomaron a Boron de las axilas y se lo llevaron a su habitación. Allí Abdul, aun con parsimonia, le ofreció una nonada de miel verde, una punta de cucharilla, y otra punta se la dividieron entre ellos. Y Boron, al cabo de un momento en que había permanecido atónito, mirando a su alrededor como si no comprendiera bien dónde estaba, empezó a ver algo del paraíso. Hablaba, y contaba de un cierto Tungano, que parecía haber visitado tanto el Infierno como el Paraíso. Cómo era el Infierno, no valía la pena decirlo, pero el Paraíso era un lugar lleno de jocundidad, alegría, honradez, belleza, santidad, concordia, unidad, caridad y eternidad sin fin, defendido por una muralla de oro donde, una vez traspasada, se divisaban muchas sillas adornadas con piedras preciosas en las que estaban sentados hombres y mujeres, jóvenes y ancianos vestidos con estolas de seda, con la cara esplendorosa como el sol y los cabellos de oro purísimo, y todos cantaban alleluja leyendo un libro minado con letras de oro.
—Ahora bien —decía sensatamente Boron— al Infierno pueden ir todos, basta quererlo, y a veces quien va vuelve a contarnos algo, en forma de íncubo, súcubo u otra visión molesta. Pero ¿se puede pensar de verdad que quien ha visto esas maravillas ha sido admitido al Paraíso Celestial? Aun habiendo sucedido, un hombre viviente no tendría nunca la desvergüenza de contarlo, porque ciertos misterios una persona modesta y honesta debería guardárselos para sí.
—Quiera Dios que no aparezca sobre la faz de la tierra un ser tan roído por la vanidad —había comentado Baudolino— que resulte indigno de la confianza que el Señor le ha acordado.
—Pues bien —había dicho Boron— habréis oído la historia de Alejandro Magno, que habría llegado a las orillas del Ganges, y habría alcanzado una muralla que seguía el curso del río pero que no tenía ninguna puerta, y después de tres días de navegación habría visto en la muralla un ventanuco, al cual se habría asomado un viejo; los viajeros pidieron que la ciudad pagara tributo a Alejandro, rey de reyes, pero el viejo contestó que aquélla era la ciudad de los beatos. Es imposible que Alejandro, gran rey, pero pagano, hubiera llegado a la ciudad celestial. Por lo tanto, lo que él y Tungano vieron era el Paraíso Terrenal. El que veo yo en este momento...
—¿Dónde?
—Allá, —e indicaba un rincón de la habitación—. Veo un lugar donde crecen prados amenos y verdeantes, adornados con flores y hierbas perfumadas, mientras en torno se exhala por doquier un olor suave, y al aspirarlo no siento ya deseo alguno de comida o bebida. Hay un prado bellísimo con cuatro hombres de aspecto venerable, que llevan en la cabeza coronas de oro y ramos de palma en las manos... Oigo un canto, percibo un olor de bálsamo, oh Dios mío, siento en la boca una dulzura como de miel... Veo una iglesia de cristal con un altar en medio, de donde sale un agua blanca como leche. La iglesia parece por la parte septentrional una piedra preciosa, por la parte austral es del color de la sangre; a occidente, es blanca como la nieve, y encima de ella brillan innumerables estrellas más lucientes que las que se ven en nuestro cielo. Veo a un hombre con los cabellos blancos como la nieve, plumado como un pájaro, los ojos que casi no se divisan, cubiertos como están de cejas que señorean cándidas. Me indica un árbol que no envejece nunca y cura de todo mal al que se sienta a su sombra, y otro con las hojas de todos los colores del arco iris. Pero ¿por qué veo todo esto esta noche?
—Quizá lo has leído en alguna parte, y el vino ha hecho que aflore a los umbrales del alma, —había dicho, entonces, Abdul—. Aquel hombre virtuoso que vivió en mi ínsula y que fue San Brandán navegó por mar hasta los últimos confines de la tierra, y descubrió una ínsula recubierta toda ella de uvas maduras, unas azules, otras violeta y otras blancas, con siete fuentes milagrosas y siete iglesias, una de cristal, otra de granate, la tercera de zafiro, la cuarta de topacio, la quinta de rubí, la sexta de esmeralda, la séptima de coral, cada una con siete altares y siete lámparas. Y delante de la iglesia, en medio de una plaza, surgía una columna de calcedonia que tenía en la cima una rueda que giraba, cargada de cascabeles.
—No, no, la mía no es una ínsula —se inflamaba Boron— es una tierra próxima a la India, donde veo hombres con las orejas más grandes que las nuestras, y una doble lengua, de suerte que pueden hablar con dos personas a la vez. Cuántas mieses, parece como si crecieran espontáneamente...
—Sin duda —glosaba Baudolino— no olvidemos que según el Éxodo al pueblo de Dios había sido prometida una tierra donde manan leche y miel.
—No confundamos las cosas —decía Abdul— la del Éxodo es la tierra prometida, y prometida después de la caída, mientras que el Paraíso Terrenal era la tierra de nuestros progenitores antes de la caída.
—Abdul, no estamos en una disputatio. Aquí no se trata de identificar un lugar a donde iremos, sino de entender cómo debería ser el lugar ideal al que cada uno de nosotros querría ir. Es evidente que si maravillas de ese calibre han existido y existen todavía, no sólo en el Paraíso Terrenal, sino también en ínsulas que Adán y Eva nunca hollaron, el reino de Juan debería de ser bastante parecido a esos lugares. Nosotros intentamos entender cómo es un reino de la abundancia y de la virtud, donde no existen la mentira, la codicia, la lujuria. Si no ¿por qué deberíamos tender a él como al reino cristiano por excelencia?
—Pero sin exagerar —recomendaba sabiamente Abdul— si no, nadie creería ya en él; quiero decir, nadie creería ya que es posible ir tan lejos.
Había dicho “lejos”. Poco antes Baudolino creía que, imaginando el Paraíso Terrenal, Abdul había olvidado por lo menos por una noche su pasión imposible. Pero no. Pensaba siempre en ella. Estaba viendo el paraíso pero buscaba en él a su princesa. En efecto, murmuraba, mientras poco a poco se desvanecía el efecto de la miel:
—Quizá un día iremos, lanquan li jorn son lonc en may, sabes, cuando los días son largos, en mayo...
Boron había empezado a reír quedamente.

—Ya lo ves, señor Nicetas —dijo Baudolino— cuando no era presa de las tentaciones de este mundo, dedicaba mis noches a imaginar otros mundos. Un poco con la ayuda del vino, y un poco con la de la miel verde. No hay nada mejor que imaginar otros mundos para olvidar lo doloroso que es el mundo en que vivimos. Por lo menos, así pensaba yo entonces. Todavía no había entendido que, imaginando otros mundos, se acaba por cambiar también éste.
—Intentemos vivir serenamente, por ahora, en éste que la divina voluntad nos ha asignado, dijo Nicetas. He aquí que nuestros inigualables genoveses nos han preparado algunas delicias de nuestra cocina. Prueba esta sopa con distintas variedades de pescado, de mar y de río. Quizá también tengáis buen pescado en vuestros países, aunque me imagino que vuestro frío intenso no les permite crecer lozanos como en la Propóntide. Nosotros sazonamos la sopa con cebollas salteadas en aceite de oliva, hinojo, hierbas y dos vasos de vino seco. La viertes encima de estas rebanadas de pan, y puedes ponerle avgolemón, que es esta salsa de yemas de huevo y zumo de limón, templada con un hilo de caldo. Creo que en el Paraíso Terrenal Adán y Eva comían así. Pero antes del pecado original. Después quizá se resignaron a comer callos, como en París.

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