Sala de Lectura

jueves, octubre 28, 2004

Baudolino - Parte VII - Baudolino va a París

Baudolino llegaba a París con un poco de retraso, porque en aquellas escuelas se entraba incluso antes de los catorce años y él tenía ya dos más. Pero había aprendido tanto de Otón, que se permitía no seguir todas las clases para dedicarse a otras cosas, como se verá.
Había ido con un compañero, el hijo de un caballero de Colonia que había preferido dedicarse a las artes liberales en lugar de la milicia, no sin disgusto por parte de su padre, pero sostenido por la madre, que celebraba sus dotes de precocísimo poeta, tanto que Baudolino había olvidado, si alguna vez llegara a aprenderlo, su verdadero nombre. Lo llamaba Poeta, y así todos los demás que lo conocieron a continuación. Baudolino descubrió muy pronto que el Poeta jamás había escrito una poesía, había declarado únicamente quererlas escribir. Como recitaba siempre poesías ajenas, al final incluso el padre se había convencido de que debía seguir a las Musas, y lo había dejado marchar, dotándole con lo justo para sobrevivir, con la idea equivocadísima de que lo poco que bastaba para vivir en Colonia bastara y sobrara para vivir en París.
Recién llegado, Baudolino no vio la hora de obedecer a la emperatriz, y le escribió algunas cartas. Al principio había creído calmar sus ardores acatando aquella invitación, pero se dio cuenta de lo doloroso que era escribir sin poderle decir lo que experimentaba verdaderamente, estilando cartas corteses y perfectas, en las que describía París, una ciudad ya rica de bellas iglesias donde se respiraba un aire sanísimo, el cielo era amplio y sereno, excepto cuando llovía, cosa que no sucedía más de una o dos veces al día, y para uno que llegaba de las nieblas casi eternas era un lugar de eterna primavera. Había un río sinuoso con dos islas en medio, y un agua riquísima para beber, e inmediatamente después de las murallas se extendían lugares balsámicos como un prado cerca de la abadía de San Germán, donde se pasaban hermosísimas tardes jugando a la pelota.
Le había contado de sus penas de los primeros días, porque era menester encontrar una habitación, para compartirla con su compañero, sin dejar que los caseros los estafaran. Muy caro, habían encontrado un cuarto bastante espacioso, con una mesa, dos bancos, unos rellanos para los libros y un baúl. Había una cama alta con un edredón de plumas de avestruz, y otra baja sobre ruedas, con un edredón de plumas de oca, que de día se escondía debajo de la mayor. La carta no decía que, después de una breve vacilación sobre la distribución de las camas, se había decidido que cada noche los dos convivientes se habrían jugado al ajedrez la cama más cómoda, porque en la corte el ajedrez se consideraba un juego poco aconsejable.
Otra carta contaba que se despertaban temprano temprano, porque las clases empezaban a las siete y duraban hasta entrada la tarde. Con una buena ración de pan y una escudilla de vino se preparaban para escuchar a los maestros en una especie de establo donde, sentados en el suelo sobre poca paja, hacía más frío dentro que fuera. Beatriz se había conmovido y había aconsejado que no escatimara el vino, si no, un muchacho se siente débil durante todo el día, y que contratara a un fámulo, no sólo para que le llevara los libros, que pesaban muchísimo y llevarlos por cuenta de uno es indigno de una persona de abolengo, sino también para que comprara leña y encendiera con adelanto la chimenea de la habitación, de modo que estuviera bien caliente por la noche. Y para todos esos gastos había enviado cuarenta sueldos de Susa: como para comprarse un buey.
Al fámulo no lo contrataron y la leña tampoco la compraron, porque los dos edredones por la noche eran más que suficientes; la suma la gastaron de forma más juiciosa, visto que las veladas las pasaban en las tabernas, que estaban perfectamente calentadas, y permitían matar el hambre, después de una jornada de estudio, palpando el trasero de las siervas. Y además, en aquellos lugares de alegre restauración, como El Escudo de Plata, La Cruz de Hierro, o Los Tres Candelabros, entre una jarra y otra, uno se reforzaba con pasteles de cerdo o de pollo, dos pichones o un ganso asado y, si uno era más pobre, con callos o carnero. Baudolino ayudaba al Poeta, sin blanca, para que no viviera sólo de callos. Pero el Poeta era un amigo caro, porque la cantidad de vino que bebía hacía adelgazar a ojos vista a aquel buey de Susa.
Pasando por alto estos detalles, Baudolino había pasado a escribir de sus maestros y de las bellas cosas que aprendía. Beatriz era muy sensible a estas revelaciones, que le permitían satisfacer su deseo de saber, y leía una y otra vez las cartas en las que Baudolino le contaba de gramática, dialéctica, retórica, y de aritmética, geometría, música y astronomía. Pero Baudolino se iba sintiendo más y más vil, porque le callaba tanto lo que le urgía en el corazón, como todas las demás cosas que hacía, y que no se pueden decir ni a una madre, ni a una hermana, ni a una emperatriz, y mucho menos a la mujer amada.
Ante todo, jugaban a la pelota, es verdad, pero también se peleaban con la gente de la abadía de San Germán, o entre estudiantes de origen distinto, como decir picardos contra normandos, y se insultaban en latín, de manera que todos entendieran que se los ofendía. Cosas todas ellas que no gustaban al Gran Preboste, que enviaba a sus arqueros para que arrestaran a los más exaltados. Era obvio que entonces los estudiantes olvidaban sus divisiones y se dedicaban todos juntos a molerles las costillas a los arqueros.
Nadie en este mundo era más corruptible que los arqueros del Preboste: por lo tanto, si un estudiante era arrestado, todos tenían que echar mano a la bolsa para inducir a los arqueros a que lo liberaran. Pero eso hacía los placeres parisinos aún más caros.
En segundo lugar, un estudiante que no tiene asuntos amorosos es denigrado por sus compañeros. Desgraciadamente, lo menos accesible para un estudiante eran las mujeres. Estudiantes de sexo femenino se veían poquísimas, y todavía circulaban leyendas sobre la bella Eloísa, que le había costado a su amante el corte de sus vergüenzas, aunque una cosa era ser estudiante, y, por lo tanto, con pésima reputación y tolerado por definición, y otra cosa era ser profesor, como el grande e infeliz Abelardo. Con el amor mercenario no se podía derrochar demasiado, porque era caro, lo que obligaba a cultivarse a alguna siervecilla de posada, o a alguna plebeya del barrio, pero en el barrio había siempre más estudiantes que muchachas.
A menos que no se supiera vagabundear con aire embargado y la mirada de granuja por la Isla de la Cité, y se consiguiera seducir a señoras de buena condición. Muy apetecidas eran las mujeres de los carniceros de la Greve, los cuales, después de una honrada carrera en su oficio, ya no mataban animales sino que gobernaban el mercado de la carne, portándose como señores. Con un marido nacido manoteando cuartos de buey y llegado al bienestar en edad tardía, las mujeres eran sensibles a la fascinación de los estudiautes más apuestos. Estas damas vestían trajes suntuosos adornados con pieles, con cinturones de plata y de joyas, cosa que hacía difícil distinguirlas de las prostitutas de lujo, las cuales, a pesar de prohibirlo las leyes, osaban vestirse de igual manera. Ello exponía a los estudiantes a deplorables equívocos, por los cuales después eran escarnecidos por sus amigos.
Y si se conseguía conquistar a una verdadera señora, o incluso a una doncella incorrupta, antes o después maridos y padres se daban cuenta, se llegaba a las manos, cuando no a las armas, se terciaba un muerto o un herido, casi siempre el marido o el padre, y entonces se volvía a armar la gorda con los arqueros del Preboste. Baudolino no había matado a nadie, y solía mantenerse alejado de las trifulcas, pero con un marido (y carnicero) había tenido que vérselas. Osado en amor pero prudente en los asuntos de guerra, cuando el marido entró en el cuarto agitando uno de aquellos garfios para colgar a las bestias, intentó saltar inmediatamente por la ventana. Pero mientras calculaba juiciosamente la altura antes de tirarse, tuvo tiempo de hacerse con un costurón en la mejilla, adornando de este modo para siempre su rostro con una cicatriz digna de un hombre de armas.
Por otra parte, conquistar a las mujeres del pueblo no era cosa del otro jueves y requería de largas asechanzas (en menoscabo de las clases) y días enteros escudriñando por la ventana, lo cual generaba aburrimiento. Entonces se abandonaban los sueños de seducción y se tiraba agua a los que pasaban, o se importunaba a las mujeres tirándoles guisantes con la cerbatana, o incluso se mofaba a los maestros que pasaban por debajo, y si se enfadaban, se los seguía en procesión hasta su casa, tirándoles piedras contra las ventanas, porque al fin y al cabo los estudiantes los pagaban y tenían algún derecho.
Baudolino estaba diciéndole, de hecho, a Nicetas lo que le había callado a Beatriz, es decir, que se estaba convirtiendo en uno de esos clérigos que estudiaban artes liberales en París, o jurisprudencia en Bolonia, o medicina en Salerno, o magia en Toledo, pero que en ningún lugar aprendían los buenos modales. Nicetas no sabía si escandalizarse, asombrarse o divertirse. En Bizancio había sólo escuelas privadas para jóvenes de familias acomodadas, donde desde la más tierna edad se aprendía la gramática y se leían obras de piedad y las obras maestras de la cultura clásica; después de los once años se estudiaban poesía y retórica, aprendiendo a componer sobre los modelos literarios de los antiguos: y más extraños eran los términos que usaban, más complejas las construcciones sintácticas, más se le consideraba a uno preparado para un luminoso futuro en la administración imperial. Pero luego, o se convertían en sabios en un monasterio, o estudiaban cosas como el derecho y la astronomía con maestros privados. Con todo, se estudiaba seriamente, mientras parecía que en París los estudiantes hacían de todo, menos estudiar.
Baudolino lo corregía:
—En París se trabajaba muchísimo. Por ejemplo, después de los primeros años se tomaba parte ya en las disputas, y en la disputa se aprende a plantear objeciones y a pasar a la determinación, es decir, a la solución final de un problema. Y, además, no debes pensar que las clases son lo más importante para un estudiante, ni que la taberna es sólo un lugar donde se pierde el tiempo. Lo bueno del studium es que aprendes, sí, de los maestros, pero aún más de los compañeros, sobre todo de los que son mayores que tú, cuando te cuentan lo que han leído, y descubres que el mundo debe de estar lleno de cosas maravillosas y que para conocerlas todas, visto que la vida no te bastará para recorrer toda la tierra, no te queda sino leer todos los libros.
Baudolino había podido leer muchos libros con Otón, pero no imaginaba que pudiera haber tantos en el mundo como en París. No estaban a disposición de todos, pero la buena suerte, es decir, la buena asiduidad de las clases, le había hecho conocer a Abdul.
—Para decir qué tenía que ver Abdul con las bibliotecas es menester que dé un paso atrás, señor Nicetas. Así pues, mientras seguía una clase, soplándome los dedos como siempre para calentarlos, y con el trasero congelado, porque la paja protegía poco de aquel suelo, helado como todo París en aquellos días de invierno, una mañana observo a mi lado a un muchacho que por su tez parece un sarraceno, pero era pelirrojo, cosa que a los moros no les sucede. No sé si seguía la lección o perseguía sus pensamientos, el caso es que tenía la mirada perdida en el vacío. De vez en cuando se arrebujaba temblando en la ropa, luego volvía a mirar por los aires, y de vez en cuando trazaba algo en su tablilla. Estiro el cuello, y me doy cuenta de que un poco dibujaba esas cagarrutas de mosca que son las letras de los árabes, y lo demás lo escribía en una lengua que parecía latina pero que no lo era, y me recordaba incluso los dialectos de mis tierras. En fin, cuando se acabó la clase intenté trabar conversación con él; reaccionó amablemente, como si hiciera tiempo que deseara encontrar a alguien con quien hablar, nos hicimos amigos, nos pusimos a pasear a lo largo del río y me contó su historia.

El muchacho se llamaba Abdul, precisamente como un moro, pero había nacido de una madre que procedía de Hibernia, y ello explicaba sus cabellos pelirrojos, porque todos los que vienen de esa ínsula recoleta son así, y la fama los quiere extravagantes y soñadores. El padre era provenzal, de una familia que se había instalado ultramar después de la conquista de Jerusalén, cincuenta y pico años antes. Como Abdul intentaba explicar, esos nobles francos de los reinos ultramar habían adoptado las costumbres de los pueblos que habían conquistado, se vestían con turbante y otras turquerías, hablaban la lengua de sus enemigos y poco faltaba para que siguieran los preceptos del Alcorán. Razón por la cual un hibernio (a medias) pelirrojo, se llamaba Abdul, y tenía la cara quemada por el sol de aquella Siria donde había nacido. Pensaba en árabe, y en provenzal se narraba a sí mismo las antiguas sagas de los mares helados del Norte, oídas a su madre. Baudolino le preguntó inmediatamente si había venido a París para volverse a convertir en un buen cristiano y para hablar como se come, es decir, en buen latín. Sobre las razones por las que había ido a París, Abdul era bastante reticente. Hablaba de algo que le había pasado, por lo visto inquietante, de una especie de prueba terrible a la que había sido sometido todavía adolescente, de suerte que sus nobles padres habían decidido mandarlo a París para sustraerle a quién sabe qué venganza. Cuando hablaba de ello, Abdul se ensombrecía, se ruborizaba como puede ruborizarse un moro, le temblaban las manos, y Baudolino decidía cambiar de tema.
El muchacho era inteligente; después de pocos meses en París hablaba latín y la lengua rústica local, vivía con un tío, canónigo de la abadía de San Víctor, uno de los santuarios de la sabiduría de aquella ciudad (y quizá de todo el mundo cristiano) con una biblioteca más rica que la de Alejandría. Y así se explica cómo en los meses siguientes, por medio de Abdul, también Baudolino y el Poeta habían tenido acceso a aquel repositorio del saber universal.
Baudolino le había preguntado a Abdul qué estaba escribiendo durante la clase, y el compañero le había dicho que las notas en árabe concernían a ciertas cosas que decía el maestro sobre la dialéctica, porque el árabe es sin duda la lengua más adecuada para la filosofía. En cuanto al resto, estaba en provenzal. No quería hablar de ello, había soslayado el tema durante mucho tiempo, pero con el aire de quien pide con los ojos que se lo preguntes una vez más, y por fin había traducido. Eran unos versos que decían más o menos: Amor mío de tierra lejana /por vos duele todo el corazón... en vergel y tras cortina, / mi desconocida, amada compañera mía.
—¿Escribes versos? —había preguntado Baudolino.
—Canto canciones. Canto lo que siento. Yo amo a una princesa lejana.
—¿Una princesa? ¿Quién es?
—No lo sé. La vi, o mejor, no precisamente, pero es como si la hubiera visto, mientras estaba preso en Tierra Santa... en fin, mientras vivía una aventura de la que todavía no te he hablado. El corazón se me encendió, y juré amor eterno a esa Señora. Decidí dedicarle mi vida. Quizá un día la encuentre, pero tengo miedo de que suceda. Es tan bello languidecer por un amor imposible.
Baudolino iba a decirle y bravo bonete, como decía su padre, pero luego se acordó que también él languidecía por un amor imposible (aunque él a Beatriz la había visto con toda seguridad, y su imagen le obsesionaba por las noches) y se había enternecido por la suerte del amigo Abdul.
He ahí cómo empieza una hermosa amistad. Esa misma noche, Abdul se presentó en la habitación de Baudolino y del Poeta con un instrumento que Baudolino no había visto nunca, con forma de almendra y con muchas cuerdas tensas, y dejando vagar los dedos por aquellas cuerdas cantó:

Cuando el río de la hontana
se clarea como suele,
la zarzarrosa florece
y el ruiseñor en su rama
entona su canción llana,
de dulzura la embellece
y es de la mía hermana.
Amor de tierra lejana
mi corazón por ti duele:
sin remedio desvanece
pues no encuentra a la que llama;
y cual vergel te engalana,
tras cortina te enaltece,
oh incógnita soberana.
Cada día, en mí se acrece
el anhelo por mi dama.
No hay judía ni cristiana,
sarracena, Dios no quiere
ni a este mundo pertenece
la que en belleza le gana.
Maná es tu amor y se agradece.
Raya el alba y anochece,
al objeto que más ama
aspira un pecho y mana
una lágrima que hiere:
espina que me enaltece,
dolor que con gozo sana
el amor que me estremece.


La melodía era dulce, los acordes despertaban pasiones desconocidas o adormecidas, y Baudolino pensó en Beatriz.
—Cristo Señor, dijo el Poeta ¿por qué no sé escribir yo unos versos tan bellos?
—Yo no quiero convertirme en poeta. Canto para mí, y basta. Si quieres, te los regalo, —dijo Abdul, ya enternecido.
—Ah sí, —reaccionó el Poeta—, si los traduzco yo del provenzal al tudesco, se vuelven pura mierda...
Abdul se convirtió en el tercero de aquella compañía y, cuando Baudolino intentaba no pensar en Beatriz, aquel maldito moro pelirrojo cogía su maldito instrumento y cantaba canciones que a Baudolino le roían el corazón.

Ruiseñor entre las frondas
que amor das, y lo pretendes
de tu alegre compañera,
con tu canto me sorprendes:
brilla el río, ríe el prado,
ameno reina por doquier
del corazón un gran placer:
Y ansia tengo de amistad,
de las joyas que yo anhelo
sólo hay una que me agrada
y es la ofrenda de su cielo:
su cuerpo esbelto y hermoso
plena armonía da a su albor,
y a su amor bueno, buen sabor.

Baudolino se decía que un día habría escrito también él canciones para su emperatriz lejana, pero no sabía muy bien cómo se hacía, porque ni Otón ni Rahewin le habían hablado nunca de poesía, como no fuera cuando le enseñaban algún himno sagrado
De momento, se aprovechaba bastante de Abdul para acceder a la biblioteca de San Víctor, donde pasaba largas mañanas, robadas a las clases, rumiando con labios entreabiertos sobre textos fabulosos, no los manuales de gramática, sino las historias de Plinio, la novela de Alejandro, la geografía de Solino y las etimologías de Isidoro...
Leía de tierras lejanas donde viven los cocodrilos, grandes serpientes acuáticas que después de haberse comido a los hombres lloran, mueven la mandíbula superior y no tienen lengua; los hipopótamos, mitad hombres y mitad caballos; la bestia leucrocota, con el cuerpo de burro, el cuarto trasero de ciervo, pecho y muslos de león, pezuñas de caballo, un cuerno ahorquillado, una boca cortada hasta las orejas de donde sale una voz casi humana y en lugar de los dientes un hueso continuo. Leía de países donde vivían hombres sin articulaciones en las rodillas, hombres sin lengua, hombres con las orejas grandísimas con las cuales protegían sus cuerpos del frío, y los esciápodos, que corrían velocísimos sobre un solo pie.
No pudiendo mandar a Beatriz canciones que no eran suyas (y aunque las hubiera escrito, no se hubiera atrevido) decidió que, así como a la amada se le envían flores o joyas, él le habría ofrecido todas las maravillas que iba conquistando. Así le escribía de tierras donde crecen los árboles de la harina y de la miel, del monte Ararat, sobre cuya cima, los días tersos, se divisan los restos del arca de Noé, y los que han subido hasta allá arriba dicen haber metido el dedo en el agujero por el que huyó el demonio cuando Noé recitó el Benedícite. Le hablaba de Albania, donde los hombres son más blancos que en cualquier otro lugar, y tienen pelos ralos como los bigotes del gato; le hablaba de un país donde si uno se vuelve hacia oriente proyecta su sombra hacia la propia derecha; de otro habitado por gente ferocísima, donde cuando nacen los niños todos se ponen de luto estricto, y dan grandes fiestas cuando mueren; de tierras donde se elevan enormes montañas de oro custodiadas por hormigas del tamaño de un perro, y donde viven las amazonas, mujeres guerreras que tienen a los hombres en la región colindante: si generan un varón, lo mandan al padre o lo matan; si generan una mujer, le quitan el seno con un hierro al rojo vivo; si es de alto rango, el seno izquierdo de manera que pueda llevar el escudo; si es de bajo rango el seno derecho para que pueda tirar con el arco. Y, por fin, le contaba del Nilo, uno de los cuatro ríos que nacen del monte del Paraíso Terrenal, fluye por los desiertos de la India, se aventura en el subsuelo, resurge cerca del monte Atlas y luego se arroja al mar atravesando Egipto.
Pero cuando llegaba a la India, Baudolino casi se olvidaba de Beatriz, y su mente se dirigía a otras fantasías, porque se le había metido en la cabeza que por aquellas partes debía de estar, caso de existir, el reino de aquel Presbyter Johannes de quien le había hablado Otón. En Johannes, Baudolino nunca había dejado de pensar: pensaba en él cada vez que leía sobre un país desconocido, y todavía más cuando en el pergamino aparecían miniaturas multicolores de seres extraños, como los hombres cornudos, o los pigmeos, que se pasan la vida combatiendo contra las grullas. Pensaba tanto en él, que ya hablaba consigo del Preste Juan como si fuera un amigo de familia. Y, por lo tanto, saber dónde se encontraba era para él asunto de suma importancia y, si no se hallaba en ninguna parte, aún más debía encontrar una India donde ponerlo, porque se sentía vinculado por un juramento (aunque nunca lo hubiera hecho) con el amado obispo moribundo.
Había hablado del Preste a sus dos compañeros, que enseguida se sintieron atraídos por el juego, y le comunicaban a Baudolino todas las noticias vagas y curiosas, encontradas hojeando códices, que pudieran oler a los inciensos de la India. A Abdul le había pasado por la mente que su princesa lejana, si lejana había de ser, debía de esconder su fulgor en el país más lejano de todos.
—Sí, —contestaba Baudolino—, pero ¿por dónde se pasa para ir a la India? No debería quedar lejos del Paraíso Terrenal, y, por lo tanto, a oriente de Oriente, justamente donde acaba la tierra y empieza el Océano...
Todavía no habían empezado a seguir las clases de astronomía y tenían ideas vagas sobre la forma de la tierra. El Poeta estaba convencido todavía de que era una larga extensión plana, en cuyos límites las aguas del Océano caían, Dios sabe dónde. A Baudolino, en cambio, Rahewin le había dicho —aun con cierto escepticismo— que no sólo los grandes filósofos de la antigüedad, o Ptolomeo padre de todos los astrónomos, sino también San Isidoro había afirmado que se trataba de una esfera; es más, Isidoro estaba tan cristianamente seguro de ello que había fijado la amplitud del ecuador en ochenta mil estadios. Ahora bien, se curaba en salud Rahewin, era igualmente verdad que algunos Padres, como el gran Lactancio, habían recordado que, según la Biblia, la tierra tenía la forma de un tabernáculo y, por lo tanto, cielo y tierra juntos había que verlos como un arca, un templo con su hermosa cúpula y su suelo, en definitiva, una gran caja y no una pelota. Rahewin, como el hombre prudentísimo que era, se atenía a lo que había dicho San Agustín, que a lo mejor tenían razón los filósofos paganos y la tierra era redonda, y la Biblia había hablado de tabernáculo de manera figurada, pero el hecho de saber cómo era no ayudaba a resolver el único problema serio de todo buen cristiano, es decir, cómo salvar el alma, por lo que dedicarle aunque sólo fuera media hora a rumiar sobre la forma de la tierra era tiempo perdido.
—Me parece justo, decía el Poeta, que tenía prisa por ir a la taberna, además, es inútil buscar el Paraíso Terrenal, porque seguro que era una maravilla de jardines colgantes, pero lleva deshabitado desde los tiempos de Adán, nadie se ha preocupado por reforzar los bancales con setos y balates, y durante el diluvio debe de haberse derrumbado todo en el Océano.
Abdul, en cambio, estaba segurísimo de que la tierra estaba hecha como una esfera. Si fuera una sola extensión plana, argumentaba con indudable rigor, mi mirada —que mi amor vuelve agudísima, como la de todos los amantes— conseguiría divisar en la lejanía un signo cualquiera de la presencia de mi amada, allá donde, en cambio, la curva de la tierra la sustrae a mi deseo. Y había hurgado en la biblioteca de la abadía de San Víctor, hasta encontrar unos mapas que había reconstruido un poco de memoria para sus amigos.





—La tierra se encuentra en el centro del gran anillo del Océano, y está dividida por tres grandes cursos de agua, el Helesponto, el Mediterráneo y el Nilo.
—Un momento ¿dónde queda Oriente?
—Aquí arriba, naturalmente, donde está Asia, y en la extremidad de Oriente, precisamente allá donde nace el sol, ves el Paraíso Terrenal. A la izquierda del Paraíso, el monte Cáucaso, y allí cerca el mar Caspio. Ahora, debéis saber que hay tres Indias, una India Mayor, calentísima, justo a la derecha del Paraíso, una India Septentrional, más allá del mar Caspio, y, por lo tanto, aquí arriba a la izquierda, donde hace tanto frío que el agua se vuelve de cristal, y donde están las gentes de Gog y Magog, que Alejandro Magno aprisionó detrás de un muro, y, por último, una India Templada, cerca de África. Y África la ves abajo a la derecha, hacia el mediodía, donde corre el Nilo, y donde se abren el golfo Arábigo y el golfo Pérsico, justo en el mar Rojo, allende el cual está la tierra desierta, cerquísima del sol del ecuador, y tan caliente que nadie puede aventurarse en ella. A occidente de África, cerca de Mauritania, están las ínsulas Afortunadas, o la ínsula Perdida, que fue descubierta hace muchos siglos por un santo de mis tierras. Abajo, hacia el septentrión, está la tierra donde vivimos nosotros, con Constantinopla sobre el Helesponto, y Grecia, y Roma, y, en el extremo septentrión, los germanos y la ínsula Hibernia.
—Pero ¿cómo puedes tomar en serio un mapa como ése, —se mofaba el Poeta—, que te presenta la tierra plana, mientras tú sostienes que es una esfera?
—Y tú ¿cómo razonas? —se indignaba Abdul—. ¿Conseguirías representar una esfera de manera que se viera todo lo que está encima? Un mapa debe servir para buscar el camino, y cuando andas no ves la tierra redonda, sino plana. Y además, aunque es una esfera, toda la parte inferior está deshabitada y ocupada por el Océano, puesto que, si alguien tuviera que vivir allí, viviría con los pies hacia arriba y la cabeza para abajo. Así pues, para representar la parte superior basta un círculo como éste. Claro que quiero examinar mejor los mapas dela abadía, entre otras cosas porque en la biblioteca he conocido a un clérigo que sabe todo lo que hay que saber sobre el Paraíso Terrenal.
—Sí, estaba allí mientras Eva le daba la manzana a Adán, —decía el Poeta.
—No es necesario haber estado en un sitio para saberlo todo sobre él, respondía Abdul; si no, los marmeros serían más sabios que los teólogos.

Esto, le explicaba Baudolino a Nicetas, para decir cómo desde los primeros años en París, y todavía casi imberbes, nuestros amigos habían empezado a dejarse cautivar por aquel tema que muchos años más tarde los habría llevado a los extremos confines del mundo.

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lunes, octubre 25, 2004

Baudolino - Parte VI - Baudolino da sabios consejos a Federico

A la mañana siguiente, la ciudad estaba recubierta todavía por una sola nube de humo. Nicetas había probado algunos frutos, se había movido inquieto por la habitación, luego le dijo a Baudolino si podía enviar a uno de los genoveses a buscar a un tal Arquitas, que habría debido limpiarle la cara.
Mira tú, se decía Baudolino, esta ciudad se ha ido al diablo, degüellan a la gente por las calles, no hace ni dos días éste corría el riesgo de perder a toda la familia, y ahora quiere a alguien que le limpie la cara. Se ve que la gente de palacio, en esta ciudad corrupta, tiene estas costumbres. Federico a uno así ya lo habría mandado a escardar cebollinos.
Más tarde llegó Arquitas, con una cesta de instrumentos de plata y tarritos con los perfumes más inesperados. Era un artista que primero te reblandecía el cutis con paños calientes, luego empezaba a recubrirlo con cremas emolientes, luego a pulirlo, a mondarlo de toda impureza, y por fin a cubrir las arrugas con afeites, a pasar ligeramente el lápiz por los ojos, a sonrosar apenas los labios, a depilar el interior de las orejas, por no hablar de lo que le hacía a la barbilla y a la cabellera. Nicetas estaba con los ojos cerrados, acariciado por aquellas manos sabias, acunado por la voz de Baudolino que seguía contando su historia. Era más bien Baudolino el que se interrumpía de vez en cuando, para entender qué estaba haciendo aquel maestro de belleza, por ejemplo, cuando sacaba de un tarrito una lagartija, le cortaba la cabeza y la cola, la desmenuzaba hasta casi triturarla y ponía a cocer aquella pasta en una cazuelita de aceite. Pero qué pregunta, era el cocimiento para mantener vivos los pocos cabellos que Nicetas criaba todavía en la cabeza, y volverlos brillantes y perfumados. ¿Y aquellas ampollas? Pero si eran esencias de nuez moscada o de cardamomo, o agua de rosas, cada una para devolverle su vigor a una parte de la cara; aquella pasta de miel era para reforzar los labios, y esa otra, cuyo secreto no podía revelar, para tonificar las encías.
Al final Nicetas era un esplendor, como debía serlo un juez del Velo y un logoteta de los secretos y, casi renacido, brillaba de luz propia aquella mañana desvaída, sobre el fondo ceñudo de Bizancio humeante en agonía. Y Baudolino sentía cierta reserva en contarle su vida de adolescente en un monasterio de los latinos, frío e inhóspito, donde la salud de Otón lo obligaba a compartir comidas que consistían en verduras cocidas y algún caldito.

Baudolino aquel año había tenido que pasar poco tiempo en la corte (donde, cuando iba, vagabundeaba siempre temeroso, y deseoso al mismo tiempo, de encontrarse con Beatriz, y era un suplicio). Federico tenía que arreglar, en primer lugar, unas cuentas con los polacos (Polanos de Polunia, escribía Otón, gens quasi barbara ad pugnandum promptissima); en marzo convocó una nueva dieta en Worms para preparar otro descenso a Italia, donde la habitual Milán, con sus satélites, se estaba volviendo cada vez más pendenciera, luego una dieta en Herbípolis en septiembre, y otra en Besanzón en octubre; en fin, parecía que tenía al diablo en el cuerpo. Baudolino, en cambio, se quedó la mayor parte del tiempo en la abadía de Morimond con Otón, proseguía sus estudios con Rahewin y hacía de copista al obispo, cada vez más enfermizo.
Cuando llegaron a aquel libro de la Chronica en la que se narraba del Presbyter Johannes, Baudolino preguntó qué quería decir ser cristiano sed Nestorianus. Entonces, estos nestorianos ¿eran un poco cristianos y un poco no?
—Hijo mío, y hablando claro, Nestorio era un hereje, pero le debemos mucha gratitud. Debes saber que en la India, después de la predicación del apóstol Tomás, fueron los nestorianos los que difundieron la religión cristiana, hasta los confines de esos países lejanos de donde viene la seda. Nestorio cometió un solo, aunque gravísimo, error, sobre Jesucristo Señor Nuestro y su madre santísima. Ves, nosotros creemos firmemente que existe una sola naturaleza divina, y que, aun así, la Trinidad, en la unidad de esta naturaleza, está compuesta por tres personas distintas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero creemos también que en Cristo había una sola persona, la divina, y dos naturalezas, la humana y la divina. Nestorio sostenía, en cambio, que en Cristo hay dos naturalezas, humana y divina, claro, pero también dos personas. Por lo tanto, María había generado sólo la persona humana, por lo que no podía decirse madre de Dios, sino sólo madre de Cristo hombre, no Theotókos, o deípara, aquella que alumbró a Dios, sino a lo sumo Christotókos.
—¿Es grave pensar eso?
—Es grave y no es grave... —perdía la paciencia Otón—. Puedes querer igualmente a la Santa Virgen aun pensando en ella como Nestorio, pero la verdad es que la honras menos. Y además, la persona es la substancia individual de un ser racional, y si en Cristo había dos personas, entonces ¿había dos substancias individuales de dos seres racionales? ¿Dónde iríamos a parar a este paso? ¿A decir que Jesús un día razonaba de una manera y un día de la otra? Dicho esto, no es que el Presbyter Johannes sea un pérfido hereje, pero será un bien para todos que entre en contacto con un emperador cristiano que le haga apreciar la verdadera fe, y como sin duda es un hombre honrado no podrá sino convertirse. Ahora que, si tú no te pones a estudiar un poco de teología, seguro que estas cosas no llegarás a entenderlas nunca. Tú eres despierto, Rahewin es un buen maestro por lo que concierne a leer, escribir, sacar alguna cuenta y saber alguna que otra regla de gramática, pero el trivio y el cuadrivio son otra cosa, para llegar a la teología deberías estudiar dialéctica y éstas son cosas que no podrás aprender aquí en Morimond. Será menester que vayas a algún studium, a una escuela como las que hay en las grandes ciudades.
—Pero yo no quiero ir a un studium que ni siquiera sé lo que es.
—Pues cuando lo hayas entendido, estarás contento de ir. Ves, hijo mío, todos acostumbran decir que el humano consorcio se basa en tres fuerzas, los guerreros, los monjes y los campesinos, y quizá era verdad hasta ayer. Pero vivimos tiempos nuevos, en los que se está volviendo igualmente importante el sabio, aunque no sea un monje, que estudia el derecho, la filosofía, el movimiento de los astros y muchas otras cosas más, y no siempre rinde cuentas de lo que hace ni a su obispo ni a su rey. Y estos studia que poco a poco están surgiendo en Bolonia o en París son lugares donde se cultiva y se transmite el saber, que es una forma de poder. Yo fui alumno del gran Abelardo, que Dios se apiade de ese hombre que mucho pecó y mucho sufrió, y mucho expió. Después de la desgracia, cuando por una rencorosa venganza fue privado de su virilidad, se convirtió en monje, y abad, y vivió alejado del mundo. Pero en el cenit de su gloria, Abelardo era maestro en París, adorado por los estudiantes, y respetado por los poderosos precisamente a causa de su saber.
Baudolino se decía que jamás habría abandonado a Otón, de quien seguía aprendiendo tantas cosas. Pero antes de que los árboles florecieran por cuarta vez desde que lo encontrara, Otón estaba en las últimas a causa de fiebres maláricas, dolores en todas las articulaciones, fluxiones de pecho y naturalmente, mal de piedra. Numerosos médicos, entre los cuales algunos árabes y algunos judíos y, por lo tanto, lo mejor que un emperador cristiano pudiera ofrecer a un obispo, habían martirizado su cuerpo ya frágil con innumerables sanguijuelas, pero —por razones que aquellos pozos de ciencia no conseguían explicarse— después de haberle quitado casi toda la sangre, fue casi peor que si se la hubieran dejado.
Otón, en un primer momento, había llamado a su cabecera a Rahewin, para confiarle la continuación de su historia de las gestas de Federico, diciéndole que era fácil: que contara los hechos y pusiera en boca del emperador los discursos sacados de los textos de los antiguos. Luego llamó a Baudolino.
—Puer dilectissimus —le dijo— yo me voy. Se podría decir también que vuelvo, y no estoy seguro de cuál es la expresión más adecuada, así como no estoy seguro de si es más justa mi historia de las dos ciudades o la de las gestas de Federico... (entiéndelo, señor Nicetas, decía Baudolino, la vida de un joven puede quedar marcada por la confesión de un maestro moribundo, que ya no sabe distinguir entre dos verdades). No es que me alegre de irme o de volver, pero así le gusta al Señor, y si me pongo a discutir sus decretos, corro el riesgo de que me fulmine en este mismo instante, así pues, mejor es aprovechar el poco tiempo que me deja. Escucha. Tú sabes que yo he intentado hacerle entender al emperador las razones de las ciudades allende los Alpes Pirineos. El emperador no puede sino someterlas a su dominio, pero hay formas y formas de reconocer la sumisión, y quizá se puede encontrar una vía que no sea la del cerco y la matanza. Por lo cual tú, a ti que el emperador te escucha, y que, aun así, eres hijo de esas tierras, intenta hacer todo lo que puedas para conciliar las exigencias de nuestro señor con las de tus ciudades, de suerte que muera el menor número de gente posible y que al final todos estén contentos. Para hacerlo tienes que aprender a razonar como Dios manda, así que le he pedido al emperador que te mande a estudiar a París. A Bolonia no, que se ocupan sólo de derecho, y un bribón como tú no debe meter las narices en las pandectas, porque con la Ley no se puede mentir. En París estudiarás retórica y leerás a los poetas: la retórica es el arte de decir bien lo que uno no está seguro de que sea verdad, y los poetas tienen el deber de inventar hermosas mentiras. Te irá bien estudiar también un poco de teología, pero sin intentar convertirte en teólogo, porque con las cosas de Dios todopoderoso no hay que bromear. Estudia bastante como para hacer un buen papel en la corte, donde seguramente te convertirás en un ministerial, que es lo máximo a lo que puede aspirar un hijo de campesinos, serás como un caballero a la par de tantos nobles y podrás servir fielmente a tu padre adoptivo. Haz todo esto en memoria mía, y Jesús me perdone si sin querer he usado sus palabras.
Luego emitió un estertor y se quedó inmóvil. Baudolino iba a cerrarle los ojos, pensando que había exhalado el último suspiro, pero de golpe Otón volvió a abrir la boca y susurró, aprovechando el último aliento:
—Baudolino, acuérdate del reino del Presbyter Johannes. Sólo buscándolo, las oriflamas de la cristiandad podrán ir más allá de Bizancio y de Jerusalén. Te he oído inventar muchas historias que el emperador se ha creído. Y por lo tanto, si no tienes más noticias de este reino, invéntatelas. Cuidado, no te pido que testimonies lo que consideras falso, que sería pecado, sino que testimonies falsamente lo que crees verdadero. Lo cual es acción virtuosa porque suple a la falta de pruebas de algo que sin duda existe o ha sucedido. Te lo ruego: hay un Johannes, sin duda, allende las tierras de los persas y de los ármennos, más allá de Bacta, Ecbatana, Persépolis, Susa y Arbela, descendiente de los Magos... Empuja a Federico hacia oriente, porque de allí viene la luz que lo iluminará como el mayor de todos los reyes... Saca al emperador de ese lodazal que se extiende entre Milán y Roma... Podría quedarse embarrancado hasta la muerte. Que se mantenga alejado de un reino donde manda también un papa. Siempre será emperador a medias. Recuerda, Baudolino... El Presbyter Johannes... La vía de oriente...
—¿Pero por qué me lo dices a mí, maestro, y no a Rahewin?
—Porque Rahewin no tiene fantasía, sólo puede contar lo que ha visto, y a veces ni siquiera, porque no entiende lo que ha visto. Tú, en cambio, puedes imaginar lo que no has visto. Oh ¿cómo es que ha oscurecido tanto?
Baudolino, que era mentiroso, le dijo que no se alarmara, porque estaba cayendo la tarde. A las doce, a las doce en punto del mediodía, Otón exhaló un silbido de la garganta ya rauca, y los ojos se le quedaron abiertos e inmóviles, como si mirara a su Preste Juan en el trono. Baudolino se los cerró, y lloró lágrimas sinceras.

Triste por la muerte de Otón, Baudolino había vuelto durante algunos meses junto a Federico. Al principio, se había consolado con el pensamiento de que, volviendo a ver al emperador, habría vuelto a ver también a la emperatriz. La volvió a ver, y se entristeció aún más. No olvidemos que Baudolino tenía casi dieciséis años, y si antes su enamoramiento podía parecer una perturbación infantil de la cual él mismo comprendía poquísimo, ahora se estaba volviendo deseo consciente y tormento cabal.
Para no dedicarse a entristecerse en la corte, seguía siempre a Federico al campo, y había sido testigo de cosas que le habían gustado muy poco. Los milaneses habían destruido Lodi por segunda vez, es decir, primero la habían saqueado, llevándose animales, piensos y enseres de todas las casas; luego habían sacado a empellones fuera de las murallas a todos los habitantes y les habían dicho que, si no se iban a donde el diablo, los pasaban a todos a cuchillo, mujeres, ancianos y niños, incluidos los que todavía estaban en la cuna. Los lodicianos dejaron en la ciudad sólo a los perros, y se fueron por los campos, a pie bajo la lluvia, incluso los señores, que se habían quedado sin caballos, las mujeres con los pequeños en bazos, y a veces se caían por el camino o rodaban malamente en los fosos. Se refugiaron entre los ríos Adda y Serio, donde encontraron a duras penas unos tugurios donde dormían los unos sobre los otros.
Lo cual no había calmado en absoluto a los milaneses, que volvieron a Lodi, apresando a los poquísimos que no habían querido irse, cortaron todas las viñas y las plantas y luego prendieron fuego a las casas, liquidando en gran parte también a los perros.
No son cosas que un emperador pueda soportar, por lo cual, he aquí que Federico bajó una vez más a Italia, con un gran ejército, formado por burgundos, loreneses, bohemos, húngaros, suabos, francos y todos los que se puedan imaginar. Ante todo fundó una nueva Lodi en Montegezzone, luego acampó delante de Milán, ayudado con entusiasmo por pavianos y cremoneses, pisanos, luqueses, florentinos y seneses, vicentinos, tarvisanos, patavinos, ferrareses, ravenatenses, modeneses y así sucesivamente, aliados todos con el Imperio con tal de humillar a Milán.
Y la humillaron verdaderamente. Al final del verano la ciudad capituló y, para poderla salvar, los milaneses se sometieron a un ritual que había humillado al mismo Baudolino, a pesar de no tener nada en común con los milaneses. Los vencidos pasaron en triste procesión por delante de su señor, como quien implora perdón, todos descalzos y vestidos de sayo, incluido el obispo, con los hombres de armas con la espada colgada del cuello. Federico, recobrada ya su magnanimidad, dio a los humillados el beso de la paz.
—¿Valía la pena —se decía Baudolino— toda esa prepotencia con los lodicianos para luego bajarse los pantalones de esa manera? ¿Vale la pena vivir en estas tierras, donde todos parecen haber hecho voto de suicidio, y los unos ayudan a los otros a matarse? Quiero irme de aquí.
En realidad, también quería alejarse de Beatriz, porque últimamente había leído en algún sitio que a veces la distancia puede tirar de la enfermedad de amor (y todavía no había leído otros libros donde, al contrario, se decía que es precisamente la distancia la que sopla sobre el fuego de la pasión). Así pues, se presentó ante Federico para recordarle el consejo de Otón y le mandara a París.
Había encontrado al emperador triste y airado, paseando de arriba abajo por su cámara, mientras en un rincón Reinaldo de Dassel esperaba a que se calmara. Federico, a un cierto punto se paró, miró a los ojos a Baudolino y le dijo:
—Tú eres testigo mío, muchacho; yo me estoy esforzando para poner bajo una sola ley a las ciudades de Italia, pero cada vez tengo que empezar desde el principio. ¿Acaso mi ley es equivocada? ¿Quién me dice que mi ley es justa?
Y Baudolino casi sin reparar en ello:
—Señor, si empiezas a razonar así no acabarás nunca, mientras que el emperador existe precisamente por eso: no es emperador porque se le ocurran las ideas justas, sino que las ideas son justas porque proceden de él, y punto.
Federico lo miró, luego le dijo a Reinaldo:
—¡Este chico dice las cosas mejor que todos vosotros! ¡Si tan sólo estas palabras estuvieran vertidas en buen latín, resultarían admirables!
—Quod principi placuit legis habet vigorem, lo que gusta al príncipe tiene vigor de ley, —dijo Reinaldo de Dassel—. Sí, suena muy sabio, y definitivo. Pero haría falta que estuviera escrita en el Evangelio, si no ¿cómo convencer a todo el mundo para que acepte esta bellísima idea?
—Ya hemos visto lo que pasó en Roma —decía Federico— si hago que me unja el papa, admito ipsofacto que su poder es superior al mío; si cojo al papa por el cuello y lo arrojo al Tíber, me convierto en tal flagelo de Dios que Atila, que en paz descanse, no me llegaría ni al tobillo. ¿Dónde diablos encuentro a alguien que pueda definir mis derechos sin pretender estar por encima de mí? No lo hay en este mundo.
—Quizá no exista un poder de ese tipo —le había dicho entonces Baudolino— pero existe el saber.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando el obispo Otón me contaba qué es un studium, me decía que estas comunidades de maestros y de alumnos funcionan por su cuenta: los alumnos llegan de todo el mundo por lo que no importa quién es su soberano, y pagan a sus maestros, que, por lo tanto, dependen sólo de los alumnos. Así marchan las cosas con los maestros de derecho en Bolonia, y así van también en París, donde antes los maestros enseñaban en la escuela catedral y, por consiguiente, dependían del obispo, luego, un buen día, se fueron a enseñar a la montaña de Santa Genoveva, e intentan descubrir la verdad sin prestar oídos ni al obispo ni al rey...
—Si yo fuera su rey, otro gallo les cantaría a esos oídos. ¿Y si así fuera?
—Si así fuera, tú podrías hacer una ley en la que reconoces que los maestros de Bolonia son verdaderamente independientes de cualquier otra potestad, tanto tuya como del papa y de cualquier otro soberano, y están sólo al servicio de la Ley. Una vez que se les ha conferido esta dignidad, única en el mundo, ellos afirman que, según la recta razón, el juicio natural y la tradición, la única ley es la romana y el único que la representa es el sacro romano emperador; y que naturalmente, como tan bien ha dicho el señor Reinaldo, quod principi placuit legis habet vigorem.
—¿Y por qué deberían decirlo?
—Porque tú les das a cambio el derecho de poderlo decir, y no es poco. Así estás contento tú, están contentos ellos y, como decía mi padre Gagliaudo, habláis los dos desde la ventana.
—No aceptarán hacer una cosa de ese tipo, —rezongaba Reinaldo.
—Sí, en cambio —se iluminaba el rostro de Federico— aceptarán, te lo digo yo. Salvo que antes ellos tienen que hacer esa declaración, y luego yo les concedo la independencia, si no, todos van a pensar que lo han hecho para devolverme un regalo.
—Yo creo que, aun dándole la vuelta a la tortilla, si alguien quiere decir que os habéis puesto de acuerdo., lo dirá igualmente, había comentado con escepticismo Baudolino. Pero quiero ver quién se atreve a decir que los doctores de Bolonia no valen un comino, después de que hasta el emperador ha ido humildemente a pedirles su parecer. A esas alturas lo que hayan dicho es el Evangelio.
Y así pasó exactamente, aquel mismo año en Roncaglia, donde por segunda vez hubo una gran dieta. Para Baudolino había sido, ante todo, un gran espectáculo. Como le explicaba Rahewin —para que no pensara que todo lo que veía era sólo un juego circense con banderas que flameaban por doquier, insignias, tiendas de colores, mercaderes y juglares— Federico había hecho reconstruir, a un lado del Po, un típico campamento romano, para recordar que de Roma procedía su dignidad. En el centro del campo estaba la tienda imperial, como un templo, y le hacían corona las tiendas de los feudatarios, vasallos y valvasores. Del lado de Federico estaban el arzobispo de Colonia, el obispo de Bamberg, Daniel de Praga, Conrado de Augsburgo y otros más. Al otro lado del río, el cardenal legado de la sede apostólica, el patriarca de Aquilea, el arzobispo de Milán, los obispos de Turín, Alba, Ivrea, Asti, Novara, Vercelli, Tortona, Pavía, Como, Lodi, Cremona, Plasencia, Reggio, Módena, Bolonia y quién se acuerda ya de cuántos más. Sentándose en ese simposio majestuoso y verdaderamente universal, Federico dio inicio a las discusiones.
Brevemente (decía Baudolino para no tediar a Nicetas con las obras maestras de la oratoria imperial, jurisprudencial y eclesiástica), cuatro doctores de Bolonia, los más famosos, alumnos del gran Irnerio, habían sido invitados por el emperador a expresar un incontrovertible parecer doctrinal sobre sus poderes, y tres de ellos, Búlgaro, Jacobo y Hugo de Puerta Ravegnana, se habían expresado tal como quería Federico: el derecho del emperador se basa en la ley romana. De parecer distinto había sido sólo un tal Martín.
—A quien Federico habrá arrancado los ojos, —comentaba Nicetas.
—Absolutamente no, señor Nicetas —le contestaba Baudolino— vosotros los romeos les sacáis los ojos a éste y a aquél, y no entendéis ya dónde está el derecho, olvidándoos de vuestro gran Justiniano. Inmediatamente después, Federico promulgó la Constitutio Habita, con la cual se reconocía la autonomía del estudio boloñés; y si el estudio era autónomo, Martín podía decir lo que quería y ni siquiera el emperador podía tocarle un cabello. Y si se lo hubiera tocado, entonces los doctores ya no habrían sido autónomos, si no eran autónomos su juicio no valía nada, y Federico corría el riesgo de pasar por un usurpador.
Perfecto, pensaba Nicetas, el señor Baudolino me quiere sugerir que el imperio lo ha fundado él, y que, tan pronto como él profería una frase cualquiera, su poder era tal que se convertía en verdad. Escuchemos lo demás.
Mientras tanto habían entrado los genoveses a traer un cesto de fruta, porque estaban a mitad de la jornada y Nicetas tenía que reconfortarse. Dijeron que el saqueo seguía, por lo cual era mejor quedarse todavía en casa. Baudolino reanudó la narración.

Federico había decidido que, si un muchacho casi imberbe y educado por un estúpido como Rahewin, alimentaba ideas tan agudas, quién sabe qué habría sucedido si lo mandaba a París a estudiar de verdad. Lo abrazó con afecto, aconsejándole que se volviera verdaderamente sabio, visto que él, con los cuidados del gobierno y las empresas militares, nunca había tenido tiempo de cultivarse como era debido. La emperatriz se despidió de él con un beso en la frente e imaginémonos el delirio de Baudolino), diciéndole (aquella mujer prodigiosa, aun siendo gran dama y reina, sabía leer y escribir):
—Y escríbeme, cuéntame lo que haces, lo que te pasa. La vida en la corte es monótona. Tus cartas me servirán de consuelo.
—Escribiré, lo juro, —dijo Baudolino, con un ardor que habría debido hacer recelar a los presentes.
Nadie entre los presentes receló (¿quién se preocupa de la excitación de un muchacho que está a punto de irse a París?) excepto quizá Beatriz. En efecto, lo miró como si lo hubiera visto por vez primera, y el rostro blanquísimo se le cubrió de un repentino rubor. Pero ya Baudolino, con una reverencia que lo obligaba a mirar al suelo, había abandonado la sala.

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miércoles, octubre 20, 2004

Baudolino - Parte V - Baudolino encuentra a los Reyes Magos y canoniza a Carlomagno

Baudolino había llegado ante Milán cuando ya los milaneses no resistían más, también a causa de sus discordias internas. Al final habían mandado legaciones para concordar la rendición, y las condiciones seguían siendo las establecidas en la dieta de Roncaglia; o sea, que cuatro años más tarde, y con tantos muertos y devastaciones, seguía siendo como cuatro años antes. O mejor dicho, era una rendición aún más vergonzosa que la precedente. Federico habría querido volver a conceder su perdón, pero Reinaldo atizaba el fuego, despiadado. Había que impartir una lección que todos recordaran, y había que dar satisfacción a las ciudades que se habían batido con el emperador, no por amor suyo sino por odio hacia Milán.
—Baudolino —dijo el emperador— esta vez no te la tomes conmigo. A veces también un emperador tiene que hacer lo que quieren sus consejeros.
Y añadió en voz baja:
—A mí este Reinaldo me da más miedo que los milaneses. De esa manera había ordenado que Milán fuera borrada de la faz de la tierra, e hizo salir de la ciudad a todas las personas, hombres y mujeres.
Los campos en torno a la ciudad pululaban ahora de milaneses que vagaban sin meta; algunos se habían refugiado en las ciudades cercanas, otros permanecían acampados delante de las murallas esperando que el emperador los perdonara y les permitiera volver a entrar. Llovía, los prófugos temblaban de frío durante la noche, los niños enfermaban, las mujeres lloraban, los hombres estaban ya desarmados, postrados a lo largo de los bordes de los caminos, alzando los puños hacia el cielo, porque era más conveniente maldecir al Todopoderoso que al emperador, porque el emperador tenía a sus hombres dando vueltas por los alrededores y pedían razón de las quejas demasiado violentas.
Federico, al principio, había intentado aniquilar la ciudad rebelde incendiándola, luego pensó que era mejor dejar el asunto en manos de los italianos, que odiaban Milán más que él. Había asignado a los lodicianos la tarea de destruir toda la puerta oriental, que se decía Puerta Renza; a los cremoneses la tarea de derrocar Puerta Romana; a los pavianos la tarea de hacer que de Puerta Ticinese no quedara piedra sobre piedra; a los novareses la de arrasar Puerta Vercellina; a los comascos la de hacer desaparecer Puerta Comacina, y a los de Seprio y Martesana la de hacer de Puerta Nueva una única ruina. Tarea que había agradado mucho a los ciudadanos de aquellas ciudades, que, es más, habían pagado al emperador mucho dinero para poder disfrutar del privilegio de ajustar con sus propias manos sus cuentas con Milán derrotada.
El día después del comienzo de las demoliciones, Baudolino se aventuró dentro del cerco amurallado. En algunos lugares no se veía nada, salvo una gran polvareda. Entrando en la polvareda, se divisaban aquí algunos que habían asegurado una fachada a grandes cuerdas, y tiraban al unísono, hasta que ésta se desmoronaba; allá otros albañiles expertos que, desde el tejado de una iglesia, le daban al pico hasta que permanecía destejada, y luego con grandes mazas rompían las paredes, o desarraigaban las columnas introduciendo cuñas en su base.
Baudolino pasó algunos días dando vueltas por las calles reventadas, y vio derrumbarse el campanario de la iglesia mayor, que no lo había igual en Italia, tan bello y poderoso. Los más diligentes eran los lodicianos, que anhelaban sólo la venganza: fueron los primeros en desmantelar su parte, y luego corrieron a ayudar a los cremoneses a que explanaran Puerta Romana. En cambio, los pavianos parecían más expertos, no daban golpes al azar y dominaban su rabia: disgregaban la argamasa allá donde las piedras se unían una con la otra, o excavaban la base de las murallas, y lo demás se derrumbaba por su propio peso.
En fin, para los que no entendieran lo que estaba sucediendo, Milán parecía un gayo taller, donde cada uno trabajaba con alacridad alabando al Señor. Salvo que era como si el tiempo procediera hacia atrás: parecía que estuviera surgiendo de la nada una nueva ciudad, y, en cambio, una ciudad antigua estaba volviendo a convertirse en polvo y tierra yerma. Acompañado por estos pensamientos, Baudolino, el día de Pascua, mientras el emperador había convocado grandes festejos en Pavía, se apresuraba a descubrir las mirabilia urbis Mediolani antes de que Milán dejara de existir. De esa manera, dio la casualidad de que se encontró cerca de una espléndida basílica aún intacta, y vio en los alrededores algunos pavianos que acababan de abatir un palacete, activísimos aunque era fiesta de guardar. Supo por ellos que la basílica era la de San Eustorgio, y que al día siguiente se ocuparían también de ella:
—Es demasiado hermosa para dejarla en pie, ¿no? —le dijo persuasivamente uno de los destructores.
Baudolino entró en la nave de la basílica, fresca, silenciosa y vacía. Alguien había dilapidado ya los altares y las capillas laterales, algunos perros llegados de Dios sabe dónde encontrando aquel lugar acogedor, habían hecho de él su albergue, meando a los pies de las columnas. Junto al altar mayor vagaba quejumbrosa una vaca. Era un buen animal y a Baudolino le dio pie para reflexionar sobre el odio que animaba a los demoledores de la ciudad, que incluso descuidaban presas apetecibles con tal de hacerla desaparecer cuanto antes.
En una capilla lateral, junto a un sarcófago de piedra, vio a un anciano cura que emitía sollozos de desesperación, o mejor dicho, chillidos como de animal herido; el rostro estaba más blanco que el blanco de los ojos y su cuerpo delgadísimo se estremecía a cada lamento. Baudolino intentó ayudarle, ofreciéndole una cantimplora de agua que llevaba consigo.
—Gracias, buen cristiano —dijo el viejo— pero ya no me queda sino aguardar la muerte.
—No te matarán —le dijo Baudolino— el asedio ha terminado, la paz está firmada, los de fuera sólo quieren derribar tu iglesia, no quitarte la vida.
—¿Y qué será mi vida sin mi iglesia? Pero es el justo castigo del cielo, porque, por ambición, quise, hace muchos años, que mi iglesia fuera la más bella y famosa de todas, y cometí un pecado.
¿Qué pecado podía haber cometido aquel pobre viejo? Baudolino se lo preguntó.
—Hace años un viajero oriental me propuso adquirir las reliquias más espléndidas de la cristiandad, los cuerpos intactos de los tres Magos.
—¿Los tres Reyes Magos? ¿Los tres? ¿Enteros?
—Tres, Magos y enteros. Parecen vivos; quiero decir, que parecen recién muertos. Yo sabía que no podía ser verdad, porque de los Magos habla un solo Evangelio, el de Mateo, y dice poquísimo. No dice cuántos eran, de dónde venían, si eran reyes o sabios... Dice sólo que llegaron a Jerusalén siguiendo una estrella. Ningún cristiano sabe de dónde procedían y a dónde volvieron. ¿Quién habría podido encontrar su sepulcro? Por eso no he osado decirles jamás a los milaneses que ocultaba este tesoro. Temía que por avidez aprovecharan la ocasión para atraer a fieles de toda Italia, lucrando dinero con una falsa reliquia...
—Y, por lo tanto, no pecaste.
—Pequé, porque los he mantenido escondidos en este lugar consagrado. Esperaba siempre una señal del cielo, que no ha llegado. Ahora no quiero que los encuentren estos vándalos. Podrían dividirse estos despojos, para distinguir con una extraordinaria dignidad a alguna de esas ciudades que hoy nos destruyen. Te lo ruego, haz desaparecer todo rastro de mi debilidad de antaño. Haz que alguien te ayude, ven antes de que llegue la noche a recoger estas inciertas reliquias, haz que desaparezcan. Con poco esfuerzo, te asegurarás el Paraíso, lo cual no me parece asunto de poca monta.

—Ves, señor Nicetas, me acordé entonces de que Otón había hablado de los Magos al referirse al reino del Preste Juan. Claro, si aquel pobre cura los hubiera enseñado así, como si vinieran de la nada, nadie le habría creído. Pero una reliquia, para ser verdadera, ¿debía remontarse realmente al santo o al acontecimiento del que formaba parte?
—No, sin duda. Muchas reliquias que se conservan aquí en Constantinopla son de origen dudosísimo, pero el fiel que las besa siente emanar de ellas aromas sobrenaturales. Es la fe la que las hace verdaderas, no las reliquias las que hacen verdadera a la fe.
—Precisamente. También yo pensé que una reliquia vale si encuentra su justa colocación en una historia verdadera. Fuera de la historia del Preste Juan, aquellos Magos podían ser el engaño de un mercader de alfombras; dentro de la historia verdadera del Preste, se convertían en un testimonio seguro. Una puerta no es una puerta si no tiene un edificio a su alrededor, de otro modo sería sólo un agujero, qué digo, ni siquiera eso, porque un vacío sin un lleno que lo rodea no es ni siquiera un vacío. Comprendí entonces que yo poseía la historia en cuyo seno los Magos podían significar algo. Pensé que, si debía decir algo sobre Juan para abrirle al emperador la vía de Oriente, tener la confirmación de los Reyes Magos, que ciertamente procedían de Oriente, habría reforzado mi prueba. Estos pobres tres reyes dormían en su sarcófago y dejaban que pavianos y lodicianos hicieran pedazos la ciudad que los alojaba sin saberlo. No le debían nada, estaban de paso, como en una posada, a la espera de ir a otro lugar; en el fondo, eran por su naturaleza unos vagamundos, ¿no se habían movido de quién sabe dónde para seguir a una estrella? Me tocaba a mí darles a esos tres cuerpos la nueva Belén.

Baudolino sabía que una buena reliquia podía cambiar el destino de una ciudad, hacer que se convirtiera en meta de peregrinación ininterrumpida, transformar una ermita en un santuario. ¿A quién podían interesarle los Magos? Pensó en Reinaldo: le había sido conferido el arzobispado de Colonia, pero todavía tenía que presentarse para que se le consagrara oficialmente. Entrar en la propia catedral llevando consigo a los Reyes Magos habría sido un buen golpe. ¿Reinaldo buscaba símbolos del poder imperial? Pues aquí tenía bajo el brazo no a uno, sino a tres reyes que habían sido al mismo tiempo sacerdotes.
Preguntó al cura si podía ver los cuerpos. El cura le pidió que le ayudara, porque había que hacer girar la tapa del sarcófago hasta que dejara al descubierto la teca en la que estaban guardados los cuerpos.
Fue un gran trabajo, pero valía la pena. Oh, maravilla: los cuerpos de los tres Reyes parecían todavía vivos, aunque la piel se hubiera secado y apergaminado. Pero no se había oscurecido, como les pasa a los cuerpos momificados. Dos de los magos tenían todavía un rostro casi lácteo, uno con una gran barba blanca que descendía hasta el pecho, todavía íntegra, aunque endurecida, que parecía algodón dulce, el otro imberbe. El tercero era color ébano, no a causa del tiempo, sino porque oscuro debía de ser también en vida: parecía una estatua de madera y tenía incluso una especie de fisura en la mejilla izquierda. Tenía una barba corta y dos labios carnosos que se levantaban enseñando dos únicos dientes, ferinos y cándidos. Los tres tenían los ojos abiertos, grandes y atónitos, con una pupila reluciente como cristal. Estaban envueltos en tres capas, una blanca, la otra verde y, la tercera, púrpura, y de las capas sobresalían tres bragas, según el modo de los bárbaros, pero de puro damasco bordado con finas perlas.
Baudolino volvió raudo al campamento imperial y corrió a hablar con Reinaldo. El canciller entendió enseguida lo que valía el descubrimiento de Baudolino, y dijo:
—Hay que hacerlo todo a escondidas, y pronto. No será posible llevarse toda la teca, es demasiado visible. Si alguien más de los que están por aquí se da cuenta de lo que has encontrado, no vacilará en sustraérnoslo, para llevárselo a su propia ciudad. Haré que preparen tres ataúdes, de madera desnuda, y por la noche los sacamos fuera de las murallas, diciendo que son los cuerpos de tres valerosos amigos caídos durante el asedio. Actuaréis sólo tú, el Poeta y un fámulo mío. Luego los dejaremos donde los hayamos puesto, sin prisa. Antes de que pueda llevarlos a Colonia es preciso que sobre el origen de la reliquia, y sobre los Magos mismos, se produzcan testimonios fidedignos. Mañana volverás a París, donde conoces personas sabias, y encuentra todo lo que puedas sobre su historia.
Por la noche, los Reyes fueron transportados a una cripta de la iglesia de San Jorge, extramuros. Reinaldo había querido verlos, y estalló en una serie de imprecaciones indignas de un arzobispo:
—¿Con bragas? ¿Y con esa caperuza que parece la de un juglar?
—Señor Reinaldo, así vestían evidentemente en la época los sabios de Oriente; hace años estuve en Rávena y vi un mosaico donde los tres Magos estaban representados más o menos así en la túnica de la emperatriz Teodora.
—Precisamente, cosas que pueden convencer a los grecanos de Bizancio. Pero ¿tú te imaginas que presento en Colonia a los Reyes Magos vestidos de malabaristas? Revistámoslos.
—¿Y cómo? —preguntó el Poeta.
—¿Y cómo? Yo te he permitido comer y beber como un feudatario escribiendo dos o tres versos al año, ¿y tu no sabes cómo vestirme a los primeros en adorar al Niño Jesús, Señor Nuestro? Los vistes como la gente se imagina que iban vestidos, como obispos, como papas, como archimandritas, ¡qué sé yo!
—Han saqueado la iglesia mayor y el obispado. Quizá podamos recuperar paramentos sagrados. Voy a intentarlo, —dijo el Poeta.
Fue una noche terrible. Los paramentos se encontraron, y también algo que se parecía a tres tiaras, pero el problema fue desnudar a las tres momias. Si los rostros seguían aún como vivos, los cuerpos —excepto las manos, completamente secas— eran un armazón de mimbre y paja, que se deshacía cada vez que intentaban quitarle los indumentos.
—No importa —decía Reinaldo— total, una vez en Colonia nadie va a abrir la teca. Introducid unas varitas, algo que los mantenga derechos, como se hace con los espantapájaros. Con respeto, os lo ruego.
—Señor Jesús —se quejaba el Poeta— ni siquiera borracho perdido he llegado a imaginarme nunca que habría podido metérsela a los Reyes Magos por detrás.
—Calla y vístelos —decía Baudolino— estamos trabajando para la gloria del imperio.
El Poeta emitía horribles blasfemias, y los Magos parecían ya cardenales de la santa y romana iglesia.

El día siguiente, Baudolino se puso de viaje. En París, Abdul, que sobre los asuntos de Oriente sabía mucho, lo puso en contacto con un canónigo de San Víctor que sabía más que él.
—Los Magos, ¡ah! –decía—. La tradición los menciona continuamente, y muchos Padres nos han hablado de ellos, pero los Evangelios callan, y las citas de Isaías y de otros profetas dicen y no dicen: alguien las ha leído como si hablaran de los Magos, pero también podían hablar de otra cosa. ¿Quiénes eran? ¿cómo se llamaban de verdad? Algunos dicen Hormidz, de Seleucia, rey de Persia, Jazdegard rey de Saba y Peroz rey de Seba; otros Hor, Basander, Karundas. Pero según otros autores muy fidedignos, se llamaban Melkon, Gaspar y Balthasar, o Melco, Cáspare y Fadizarda. O aún, Magalath, Galgalath y Saracín. o quizá Appelius, Amerus y Damascus...
—Appelius y Damascus son bellísimos, evocan tierras lejanas, —decía Abdul mirando hacia quién sabe dónde.
—¿Y por qué Karundas no? —replicaba Baudolino—. No debemos encontrar tres nombres que te gusten a ti, sino tres nombres verdaderos.
El canónigo proseguía:
—Yo propondría a Bithisarea, Melichior y Gataspha, el primero rey de Godolia y Saba, el segundo rey de Nubia y Arabia, el tercero rey de Tharsis y de la ínsula Egriseuta. ¿Se conocían entre sí antes de emprender el viaje? No, se encontraron en Jerusalén y, milagrosamente, se reconocieron. Pero otros dicen que se trataba de unos sabios que vivían en el monte Vaus, el Victorialis, desde cuya cima escrutaban los signos del cielo, y al monte Vaus regresaron después de la visita a Jesús, y más tarde se unieron al apóstol Tomás para evangelizar las Indias, salvo que no eran tres sino doce.
—¿Doce Reyes Magos? ¿No es demasiado?
—Lo dice también Juan Crisóstomo. Según otros se habrían llamado Zhrwndd, Hwrmzd, Awstsp, Arsk, Zrwnd, Aryhw, Arthsyst, Astnbwzn, Mhrwq, Ahsrs, Nsrdyh y Mrwdk. Con todo, hay que ser prudentes, porque Orígenes dice que eran tres como los hijos de Noé, y tres como las Indias de las que procedían.
Los Reyes Magos también habrán sido doce, observó Baudolino, pero en Milán habían encontrado tres y en torno a tres debía construirse una historia aceptable.
—Digamos que se llamaban Baltasar, Melchor y Gaspar, que me parecen nombres más fáciles de pronunciar que esos admirables estornudos que hace poco nuestro venerable maestro ha emitido. El problema es cómo llegaron a Milán.
—No me parece un problema —dijo el canónigo— visto que llegaron. Yo estoy convencido de que su tumba fue hallada en el monte Vaus por la reina Elena, madre de Constantino. Una mujer que supo recobrar la Verdadera Cruz habrá sido capaz de encontrar a los verdaderos Magos. Y Elena llevó los cuerpos a Constantinopla, a Santa Sofía.
—No, no; o el emperador de Oriente nos preguntará cómo se los hemos cogido, —dijo Abdul.
—No temas, —dijo el canónigo—. Si estaban en la basílica de San Eustorgio, ciertamente los había llevado allá aquel santo varón, que salió de Bizancio para ocupar la cátedra obispal en Milán en tiempos del basileo Mauricio, y mucho tiempo antes de que viviera entre nosotros Carlomagno. Eustorgio no podía haber robado los Magos y, por lo tanto, los había recibido como regalo del basileo del imperio de Oriente.

Con una historia tan bien construida, Baudolino volvió a finales del año junto a Reinaldo, y le recordó que, según Otón, los Magos debían de ser los antepasados del Preste Juan, al cual habían investido de su dignidad y función. De ahí el poder del Preste Juan sobre las tres Indias o, por lo menos, sobre una de ellas.
Reinaldo se había olvidado completamente de aquellas palabras de Otón, pero al oír mencionar a un preste que gobernaba un imperio, una vez más mi rey con funciones sacerdotales, papa y monarca a la vez, se convenció de haber puesto en dificultades a Alejandro III: reyes y sacerdotes los Magos, rey y sacerdote Juan, ¡qué admirable figura, alegoría, vaticinio, profecía, anticipación de esa dignidad imperial que él le estaba confeccionando a la medida, paso a paso, a Federico!
—Baudolino —dijo inmediatamente— de los Magos ahora me ocupo yo, tú tienes que pensar en el Preste Juan. Por lo que me cuentas, por ahora tenemos sólo voces, y no bastan. Necesitamos un documento que atestigüe su existencia, que diga quién es, dónde está, cómo vive.
—¿Y dónde lo encuentro?
—Si no lo encuentras, lo haces. El emperador te ha hecho estudiar, y ha llegado el momento de sacarles fruto a tus talentos. Y de que te merezcas la investidura de caballero, en cuanto hayas acabado estos estudios tuyos, que me parece que han durado incluso demasiado.

—¿Has entendido, señor Nicetas? —dijo Baudolino—. A esas alturas el Preste Juan se había convertido para mí en un deber, no en un juego. Y ya no debía buscarlo en memoria de Otón, sino para cumplir una orden de Reinaldo. Como decía mi padre Gagliaudo, siempre he sido un contreras. Si me obligan a hacer algo, se me pasan enseguida las ganas. Obedecí a Reinaldo y volví inmediatamente a París, pero para no tener que encontrar a la emperatriz. Abdul había empezado a componer canciones de nuevo, y me di cuenta de que el tarro de miel verde estaba ya casi medio vacío. Le volvía a hablar de la empresa de los Magos, y él entonaba en su instrumento: Que nadie se maraville de mí / pues amo a la que nunca me verá, / mi corazón de otro amor no sabrá / si no es del que jamás gozoso vi: / ninguna alegría reír me hará / e ignoro qué ventura me vendrá, ah, ah. Ah, ah... renuncié a discutir con él de mis proyectos y, por lo que concernía al Preste, durante un año no hice nada más.
—¿Y los Reyes Magos?
—Reinaldo llevó la reliquia a Colonia, al cabo de dos años, pero fue generoso, porque tiempo atrás había sido preboste en la catedral de Hildesheim y, antes de encerrar los despojos de los Reyes en la teca de Colonia, le cortó un dedo a cada uno y se lo envió de regalo a su antigua iglesia. Ahora bien, en aquel mismo período, Reinaldo tuvo que resolver otros problemas, y no de poca monta. Precisamente dos meses antes de que pudiera celebrar su triunfo en Colonia, moría el antipapa Víctor. Casi todos habían suspirado de alivio, así las cosas se arreglaban solas y a lo mejor Federico hacía las paces con Alejandro. Pero Reinaldo vivía de ese cisma; lo entiendes, señor Nicetas, con dos papas él contaba más que con un solo papa. De modo que se inventó un nuevo antipapa, Pascual III, organizando una parodia de cónclave con cuatro eclesiásticos recogidos casi por la calle. Federico no estaba convencido. Me decía...
—¿Habías vuelto con él?
Baudolino había suspirado:
—Sí, durante pocos días. Ese mismo año la emperatriz le había dado un hijo a Federico.
—¿Qué sentiste?
—Entendí que tenía que olvidarla definitivamente. Ayuné durante siete días, bebiendo sólo agua, porque había leído en algún sitio que purifica el espíritu y, al final, provoca visiones.
—¿Es verdad?
—Verdad del todo, pero en las visiones estaba ella. Entonces decidí que tenía que ver a ese niño, para marcar la diferencia entre el sueño y la visión. Y volví a la corte. Habían pasado más de dos años desde aquel día magnífico y tremendo, y desde entonces no nos habíamos vuelto a ver. Beatriz sólo tenía ojos para el niño y parecía que mi vista no le producía ninguna turbación. Me dije entonces que, aunque no podía resignarme a amar a Beatriz como una madre, habría amado a aquel niño como a un hermano. Aun así, miraba a esa cosita en la cuna, y no podía evitar el pensamiento de que, si la vida hubiera sido apenas distinta, aquél habría podido ser un hijo. En cualquier caso, corría siempre el riesgo de sentirme incestuoso.

Federico, mientras tanto, estaba agitado por problemas de mucho más calado. Le decía a Reinaldo que un medio papa garantizaba poquísimo sus derechos, que los Reyes Magos estaban muy bien, pero no era suficiente, porque haber encontrado a los Magos no significaba necesariamente descender de ellos. El papa, dichoso él, podía hacer remontar sus orígenes a Pedro, y Pedro había sido designado por el mismísimo Jesús, pero el sacro y romano emperador, ¿qué hacía? ¿Hacía remontar sus orígenes a César, que no dejaba de ser un pagano?
Baudolino entonces se sacó de la manga la primera idea que se le ocurrió, es decir, que Federico podía hacer remontar su dignidad a Carlomagno.
—Pero Carlomagno ha sido ungido por el papa, estamos siempre en las mismas, le había replicado Federico.
—A no ser que tú hagas que se convierta en santo, —había dicho Baudolino.
Federico le intimó a que reflexionara antes de decir tonterías.
—No es una tontería, —había replicado Baudolino, que mientras tanto, más que reflexionar, casi había visto la escena que aquella idea podía alumbrar.
—Escucha: tú vas a Aquisgrán, donde yacen los restos de Carlomagno, los exhumas, los colocas en un hermoso relicario en medio de la Capilla Palatina y, ante tu presencia, con un cortejo de obispos fieles, incluido el señor Reinaldo que como arzobispo de Colonia es también el metropolitano de esa provincia, y una bula del papa Pascual que te legitima, haces proclamar santo a Carlomagno. ¿Entiendes? Tú proclamas santo al fundador del sacro romano imperio; una vez que él es santo, es superior al papa, y tú, en cuanto legítimo sucesor suyo, eres de la prosapia de un santo, desligado de toda autoridad, incluso de la de quien pretendía excomulgarte.
—Por las barbas de Carlomagno, —había dicho Federico, con los pelos de su barba erizados por la excitación—, ¿has oído, Reinaldo? ¡Como siempre el chico tiene razón!
Así había sucedido, aunque sólo al final del año siguiente, porque ciertas cosas lleva su tiempo prepararlas bien.

Nicetas observó que como idea era una locura, y Baudolino le respondió que, aun así, había funcionado. Y miraba a Nicetas con orgullo. Es natural, pensó Nicetas, tu vanidad es desmesurada, incluso has hecho santo a Carlomagno. De Baudolino podía uno esperarse cualquier cosa.
—¿Y después? preguntó.
Mientras Federico y Reinaldo se aprestaban a canonizar a Carlomagno, yo me iba dando cuenta poco a poco de que no bastaban ni él ni los Magos. Esos cuatro estaban todos en el Paraíso, los Magos desde luego que sí y esperemos que también Carlomagno; si no, en Aquisgrán se armaba una buena faena. Pero seguía haciendo falta algo que todavía estuviera aquí en esta tierra y donde el emperador pudiera decir yo aquí estoy y esto sanciona mi derecho. Lo único que podía encontrar en esta tierra el emperador era el reino del Preste Juan.

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sábado, octubre 16, 2004

Baudolino - Parte IV - Baudolino habla con el emperador y se enamora de la emperatriz

Por la tarde, Baudolino empezó a narrar más expeditamente, y Nicetas decidió no interrumpirle. Quería verle crecer deprisa, para llegar al punto. No había entendido que al punto Baudolino todavía no había llegado, en aquellos momentos, mientras iba narrando, y que narraba precisamente para llegar al punto.

Federico encomendó a Baudolino al obispo Otón y a su ayudante, el canónigo Rahewin. Otón, de la gran familia de los Babenberg, era tío materno del emperador, aunque tenía apenas unos diez años más que él. Hombre muy sabio, había estudiado en París con el gran Abelardo, luego se había hecho monje cisterciense. Era muy joven cuando fue ensalzado a la dignidad de obispo de Fresinga. No es que le hubiera dedicado muchas energías a esta nobilísima ciudad pero, le explicaba Baudolino a Nicetas, en la cristiandad de Occidente, a los vástagos de nobles familias se los nombraba obispos de este o de aquel lugar sin que tuvieran que ir de verdad, y bastaba con que disfrutaran de la renta.
Otón todavía no tenía cincuenta años, pero parecía tener cien, siempre un poco tosigoso, achacado un día sí un día no por dolores ahora en una cadera, ahora en un hombro, afligido por el mal de piedra, y un poco cegajoso por toda esa lectura y escritura a la que se dedicaba tanto a la luz del sol como a la de una vela. Muy irritable, como les pasa a los que padecen de podagra, la primera vez que habló con Baudolino le dijo, casi gruñendo:
—Has conquistado al emperador contándole un montón de embustes ¿no es verdad?
—Maestro, juro que no, había protestado Baudolino.
Y Otón:
—Precisamente, un mentiroso que niega, afirma. Ven conmigo. Te enseñaré lo que sé.
Lo que demuestra que, a fin de cuentas, Otón era un hombre de muy buena pasta y se encariñó enseguida con Baudolino, porque lo encontraba prensil, capaz de retener de memoria todo lo que oía. Pero se había dado cuenta de que Baudolino no sólo proclamaba a grandes voces lo que había aprendido sino también lo que se había inventado.
—Baudolino —le decía— tú eres un mentiroso de nacimiento.
—¿Por qué decís semejante cosa, maestro?
—Porque es verdad. Pero no creas que te estoy regañando. Si quieres convertirte en un hombre de letras, y, a lo mejor, un día se te ocurre escribir Estorias, también tendrás que mentir e inventar historias, si no, tu Estoria se volverá monótona. Pero tendrás que hacerlo con moderación. El mundo condena a los mentirosos que no hacen más que mentir, también sobre lo ínfimo, y premia a los Poetas, que mienten sólo sobre lo excelso.
Baudolino sacaba provecho de estas lecciones de su maestro, y había entendido, poco a poco, lo mentiroso que era el propio Otón, viendo cómo se contradecía pasando de la Historia de duabus civítalibus a las Gesta Friderici. Por lo cual había decidido que, si se quería convertir en un mentiroso perfecto, tenía que escuchar también los discursos ajenos, para ver cómo se persuadía mutuamente la gente sobre una u otra cuestión. Por ejemplo, sobre las ciudades de Lombardía había asistido a varios diálogos entre el emperador y Otón.
—¿Pero cómo se puede ser tan bárbaro? ¡No me sorprende que sus reyes llevaran una corona de hierro! —se indignaba Federico—. ¿Nadie les ha enseñado nunca que se debe respeto al emperador? Baudolino ¿te das cuenta? ¡Ejercen los regalia!
—¿Y qué son estos regaliolos, mi buen padre?
Todos se echaban a reír, y Otón aún más, porque conocía todavía el latín de los tiempos idos, el bueno, y sabía que el regaliolus es un pajarito.
—¡Regalia, regalia, iura regalia, Baudolino, cabeza de chorlito! —gritaba Federico—. Son los derechos que me corresponden, como nombrar a los magistrados, recaudar los tributos sobre los caminos públicos, sobre los mercados y sobre los ríos navegables, y el derecho de acuñar moneda, y además, y además... y además ¿qué más, Reinaldo?
— ...Y los útiles que se derivan de multas y condenas, de la apropiación de los patrimonios sin heredero legítimo y de la confiscación a resultas de actividades criminales, o por haber contraído matrimonios incestuosos, o las cuotas de los beneficios de las minas, salinas y viveros de peces, los porcentajes sobre los tesoros excavados en lugar público, seguía Reinaldo de Dassel, que de allí a poco habría sido nombrado canciller y, por lo tanto, la segunda persona del imperio.
—Eso es. Y estas ciudades se han apropiado de todos mis derechos. ¿Pero es que no tienen el sentido de lo justo y de lo bueno? ¿qué demonio les ha ofuscado la mente a tal punto?
—Sobrino y emperador mío —intervenía Otón— tú estás pensando en Milán, Pavía y Génova como si fueran Ulm o Augustburgo. Las ciudades de Alemania han nacido por deseo de un príncipe, y en el príncipe se reconocen desde el principio. Pero para estas ciudades es distinto. Han nacido mientras los emperadores germánicos estaban ocupados en otros asuntos, y han crecido aprovechándose de la ausencia de sus príncipes. Cuando tú hablas con los habitantes de los podestás que quisieras imponerles, advierten esta potestatis insolentiam como un yugo insoportable, y hacen que les gobiernen cónsules que ellos mismos eligen.
—¿Y no les gusta sentir la protección del príncipe y participar de la dignidad y de la gloria de un imperio?
—Les gusta muchísimo, y por nada en este mundo querrían privarse de este beneficio, si no, caerían en manos de otro monarca, del emperador de Bizancio e incluso del Soldán de Egipto. Pero con tal de que el príncipe esté bien lejos. Tú vives rodeado de tus nobles, quizá no te das cuenta de que en esas ciudades las relaciones son distintas. No reconocen a los grandes vasallos señores de los campos y de los bosques, porque también los campos y los bosques pertenecen a las ciudades; salvo quizá las tierras del marqués del Montferrato y de otros pocos. Mira que, en las ciudades, jóvenes que practican las artes mecánicas, y que en tu corte no podrían entrar jamás, allí administran, mandan y a veces son elevados a la dignidad de caballero...
—¡Así pues el mundo va del revés! —exclamaba el emperador.
—Mi buen padre —levantaba entonces el dedo Baudolino— tú me estás tratando como si yo fuera uno de tu familia, y aun así, hasta ayer vivía en un establo. ¿Y entonces?
—Y entonces, si quiero, yo a ti te hago incluso duque, porque yo soy el emperador y puedo ennoblecer a quien quiera por decreto mío. ¡Pero esto no quiere decir que quienquiera pueda ennoblecerse él solo! ¿Es que no comprenden que si el mundo va del revés, también ellos corren hacia su ruina?
—Parece precisamente que no, Federico, —intervenía Otón—. Esas ciudades, con su manera de gobernarse, son ya el lugar por donde pasan todas las riquezas, los mercaderes llegan a ellas desde todos los lugares, y sus murallas son más bellas y más sólidas que las de muchos castillos.
—¿Con quién estás, tío mío? —gritaba el emperador.
—Contigo, mi imperial sobrino, pero precisamente por eso es deber mío ayudarte a comprender cuál es la fuerza de tu enemigo. Si te obstinas en querer obtener de esas ciudades lo que no te quieren dar, perderás el resto de tu vida asediándolas, venciéndolas y viéndolas resurgir más soberbias que antes en el espacio de pocos meses, y tendrás que pasar una y otra vez los Alpes para someterlas nuevamente, mientras tu imperial destino está en otro lugar.
—¿Dónde estaría mi imperial destino?
—Federico, he escrito en mi Chronica (que por un accidente inexplicable ha desaparecido, y me tocará encontrar la disposición de volverla a escribir; Dios quiera castigar al canónigo Rahewin que sin duda es el responsable de tamaña pérdida), en fin, escribí que hace tiempo, cuando era sumo pontífice Eugenio III, el obispo sirio de Gabala, que visitaba al papa con una embajada armenia, le contó que en el extremo oriente, en países muy cercanos al Paraíso Terrenal, prospera el reino de un Rex Sacerdos, el Presbyter Johannes, un rey sin duda cristiano, aunque partidario de la herejía de Nestorio, y cuyos antepasados son aquellos Magos, reyes y sacerdotes también ellos, depositarios de antiquísima sabiduría, que visitaron al Niño Jesús.
—¿Y qué tengo que ver yo, emperador del sacro y romano imperio, con este Preste Juan, que el Señor lo guarde rey y sacerdote mucho tiempo allá donde diablos esté, entre sus moros?
—Ves, ilustre sobrino mío, que tú dices moros y piensas como piensan los demás reyes cristianos, que están extenuándose en la defensa de Jerusalén. Empresa más que pía, no lo niego, pero déjasela al rey de Francia, que, al fin y al cabo, en Jerusalén mandan ya los francos. El destino de la cristiandad, y de cualquier imperio que se precie sacro y romano, está más allá de los moros. Hay un reino cristiano, allende Jerusalén y las tierras de los infieles. ¡Un emperador que supiera reunir los dos reinos reduciría el imperio de los infieles y el mismo imperio de Bizancio a dos ínsulas abandonadas y perdidas en el mar magno de su gloria!
—Fantasías, querido tío. Seamos realistas, si te complace. Y volvamos a estas ciudades italianas. Explícame, tío queridísimo, por qué, si su condición es tan deseable, algunas de ellas se alían conmigo contra las otras, y no todas ellas juntas contra mí.
—O por lo menos, de momento no lo hacen, comentaba, prudente, Reinaldo.
—Lo repito —explicaba Otón— las ciudades no quieren negar su relación de súbditos del imperio. Y por eso te piden ayuda a ti cuando otra ciudad las oprime, como hace Milán con Lodi.
—Pero si la condición de ser ciudad es la ideal ¿por qué cada una de ellas intenta oprimir a la ciudad vecina, como si quisiera devorar su territorio y transformarse en reino?
Entonces intervenía Baudolino, con su sabiduría de informador nativo.
—Padre mío, la cuestión es que no sólo las ciudades sino también los burgos allende los Alpes experimentan el mayor placer en metérsela... ¡ay! (Otón educaba también a pellizcos). Es decir, que la una humilla a la otra. En mis tierras es así. Se puede odiar al extranjero, pero más que a nadie se odia al vecino. Y el extranjero que nos ayuda a hacerle daño al vecino es bienvenido.
—Pero ¿por qué?
—Porque la gente es mala, me decía mi padre, pero los de Asti son más malos que el Barbarroja.
—¿Y quién es el Barbarroja? —se enfurecía Federico emperador.
—Eres tú, padre mío, allá te llaman así, y por otro lado no veo qué hay de malo, porque la barba la tienes roja de verdad, y te queda muy bien. Que si luego quisieran decir que la tienes color cobre ¿te iría bien Barbadecobre? Yo te amaría y honraría igualmente, aunque tuvieras la barba negra, pero puesto que la tienes pelirroja, no veo por qué tienes que quejarte si te llaman Barbarroja. Lo que quería decirte, si no te llegas a enfadar por lo de la barba, es que tienes que estarte tranquilo, porque, según mi opinión, nunca se juntarán todos contra ti. Tienen miedo de que, si ganan, uno de ellos se vuelva más fuerte que los demás. Y entonces, mejor tú. Si no les haces pagar demasiado.
—No creas en todo lo que, te dice Baudolino, sonreía Otón. El chico es mendaz por naturaleza.
—No señor —respondía Federico— sobre los asuntos de Italia suele decir cosas justísimas. Por ejemplo, ahora nos enseña que nuestra única posibilidad, con las ciudades italianas, es dividirlas todo lo posible. ¡Lo único es que nunca sabes quién está contigo y quién está en el lado contrario!
—Si nuestro Baudolino tiene razón —se reía sardónico Reinaldo de Dassel— que estén a tu favor o en tu contra no depende de ti, sino de la ciudad a la que quieren perjudicar en ese momento.
A Baudolino le daba un poco de pena ese Federico que, aun siendo grande, fuerte y poderoso, no conseguía aceptar la forma de pensar de aquellos súbditos. Y decir que pasaba más tiempo en la península italiana que en sus tierras. Federico, se decía Baudolino, quiere a nuestra gente y no entiende por qué nuestra gente lo traiciona. Quizá por eso la mata, como un marido celoso.
En los meses que siguieron al regreso, Baudolino tuvo pocas ocasiones de ver a Federico, que estaba preparando una dieta en Ratisbona, luego otra en Worms. Había tenido que mantener tranquilos a dos parientes muy temibles, Enrique el León, a quien había dado por fin el ducado de Baviera, y Enrique Jasormigott, para quien se había inventado incluso un ducado de Austria. A principios de la primavera del año siguiente, Otón le anunció a Baudolino que en junio se irían todos a Herbípolis, donde Federico contraería felices nupcias. El emperador había tenido ya una mujer de la que se había separado algunos años antes, y ahora iba casarse con Beatriz de Borgoña, que aportaba como dote aquel condado, que llegaba hasta Provenza. Con una dote como ésa, Otón y Rahewin pensaban que se trataba de un matrimonio de interés, y con este espíritu también Baudolino, dotado de ropa nueva como requería la fausta ocasión, se disponía a ver a su padre adoptivo del brazo de una solterona borgoñona más apetecible por los bienes de sus antepasados que por la propia belleza personal.

—Estaba celoso, lo confieso, le decía Baudolino a Nicetas. En el fondo, acababa de encontrar a un padre hacía poco tiempo, y he aquí que me lo sustraía, por lo menos en parte, una madrastra.
Aquí Baudolino hizo una pausa, mostró un cierto apuro, se pasó un dedo por la cicatriz, luego reveló la tremenda verdad. había llegado al lugar de las bodas y había descubierto que Beatriz de Borgoña era una doncella de extraordinaria belleza con sus veinte años; o por lo menos, así le había parecido a él, que después de verla no conseguía mover un solo músculo y la miraba con ojos desmesuradamente abiertos. Tenía cabellos refulgentes como el oro, un rostro bellísimo, boca pequeña y roja como una fruta madura, dientes cándidos y bien ordenados, estatura erguida, mirada modesta, ojos claros. Recatada en su hablar persuasivo, esbelta de cuerpo, parecía dominar en el fulgor de su gracia a todos los que la rodeaban. Sabía aparecer (virtud suprema para una futura reina) sometida al marido que mostraba temer como señor, pero era su señora al manifestarle la propia voluntad de esposa, con tal donaire que todos sus ruegos se entendían como órdenes. Y, si se quería añadir algo para alabarla, que se dijera que estaba versada en las letras, tenía disposición para tañer música y era suavísima cantándola. De suerte que, terminaba Baudolino, llamándose Beatriz era verdaderamente beatísima.
Poco necesitaba, Nicetas, para entender que el jovenzuelo se había enamorado de la madrastra a primera vista, sólo que —al enamorarse por vez primera— no sabía qué le estaba pasando. Si ya es un acontecimiento fulgurante e insostenible enamorarse por vez primera de una campesinota con granos, siendo un campesino, imaginémonos qué puede significar para un campesino enamorarse por vez primera de una emperatriz de veinte años con la piel blanca como la leche.
Baudolino se dio cuenta enseguida de que lo que experimentaba representaba una especie de robo con respecto a su padre, e intentó convencerse inmediatamente de que, a causa de la joven edad de su madrastra, la estaba viendo como a una hermana. Pero luego, aunque no había estudiado mucha teología moral, se dio cuenta de que ni siquiera le estaba permitido amar a una hermana; por lo menos no con los escalofríos y la intensidad de la pasión que la vista de Beatriz le inspiraba. Por lo cual inclinó la cabeza, poniéndose rojo justo en el momento en que Beatriz, a quien Federico presentaba a su pequeño Baudolino (extraño y amadísimo duendecillo de la llanura del Po, así se estaba expresando), tiernamente le tendía la mano y le acariciaba primero la mejilla y luego la cabeza.
Baudolino estuvo a punto de perder los sentidos, sintió que le faltaba la luz a su alrededor y las orejas repicaban como campanas de Pascua. Lo despertó la mano pesada de Otón, que le golpeaba la nuca y le susurraba entre dientes:
—De rodillas, ¡bestia!
Se acordó de que estaba ante la sacra y romana emperatriz, además de reina de Italia, dobló las rodillas, y a partir de aquel momento se portó como un perfecto hombre de corte, excepto que por la noche no consiguió dormir y, en lugar de gozar por aquel inexplicable camino de Damasco, lloró por el insostenible ardor de aquella desconocida pasión.
Nicetas miraba a su leonino interlocutor, apreciaba la delicadeza de sus expresiones, su contenida retórica en un griego casi literario, y se preguntaba ante qué clase de criatura estaba, capaz de usar la lengua de los palurdos cuando hablaba de paisanos y la de los reyes cuando hablaba de monarcas. ¿Tendrá un alma, se preguntaba, este personaje que sabe doblegar su propio relato para expresar almas distintas? Y si tiene almas distintas, al hablar ¿por qué boca me dirá alguna vez la verdad?

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jueves, octubre 14, 2004

Baudolino - Parte III - Baudolino le explica a Nicetas qué escribía de pequeño

A la mañana siguiente, Baudolino convocó a los más prestos entre los genoveses, Pévere, Boiamondo, Grillo y Taraburlo. Nicetas les había dicho dónde podían encontrar a su familia, y se fueron, tranquilizándolo una vez más. Nicetas entonces pidió vino, y le sirvió una copa a Baudolino:
—Mira si te gusta, aromatizado con resina. Muchos latinos lo encuentran asqueroso y dicen que sabe a moho.
Cuando Baudolino le garantizó que aquel néctar griego era su bebida preferida, Nicetas se dispuso a escuchar su historia.
Baudolino parecía ansioso de hablar con alguien, como para liberarse de cosas que llevaba dentro desde hacía quién sabe cuánto tiempo.
—Aquí está, señor Nicetas, —dijo—, abriendo una bolsita de piel que llevaba colgada del cuello y tendiéndole un pergamino. Éste es el principio de mi historia.
Nicetas, aun sabiendo leer los caracteres latinos, había intentado descifrarlo pero no había entendido nada.
—¿Qué es esto? –preguntó—. Quiero decir ¿en qué lengua está escrito?
—¿La lengua? No lo sé. Empecemos así, señor Nicetas. Tú tienes una idea de dónde están Ianua, es decir, Génova y Mediolano, o Mayland como dicen los teutónicos o germanos, o Alamanoi como decís vosotros. Pues bien, a medio camino entre estas dos ciudades hay dos ríos, el Tanaro y el Bórmida, y entre los dos hay una llanura donde, cuando no hace un calor como para freír unos huevos encima de una piedra, hay niebla, cuando no hay niebla, nieva, y cuando no nieva, hiela y cuando no hiela, hace frío igualmente. Allí nací yo, en una landa que se llama la Frascheta Marincana, que hay también una hermosa ciénaga entre los dos ríos. No es precisamente como las orillas de la Propóntide...
—Me lo imagino.
—Pero a mí me gustaba. Son unos aires que te hacen compañía. Yo he viajado mucho, señor Nicetas, quizá hasta la India Mayor.. .
—¿No estás seguro?
—No, no sé muy bien dónde he llegado; desde luego adonde están los hombres cornudos y los que tienen la boca en el vientre. He pasado semanas por desiertos interminables, por praderas que se extendían hasta donde no alcanzaba la vista, y siempre me he sentido como prisionero de algo que superaba los poderes de mi imaginación. En cambio, en mis tierras, cuando andas por los bosques en la niebla, te parece como si todavía estuvieras en la tripa de tu madre, no tienes miedo de nada y te sientes libre. E incluso cuando no hay niebla, cuando vas y, si tienes sed, arrancas un carámbano de los árboles, luego te soplas los dedos porque están llenos de sabañones...
—¿Y qué tienen que ver los... manteles con todo ese frío?
—¡No, no he dicho sabanoi! Vosotros no tenéis ni siquiera la palabra y he tenido que usar la mía. Son como unas llagas que se te forman en los dedos, y en los nudillos, por el gran frío, y pican y, si te las rascas, te duelen...
—Hablas de ellos como si guardaras un buen recuerdo...
—El frío es hermoso.
—Cada uno ama su tierra natal. Sigue.
—Bien, allí, una vez, estaban los romanos, los de Roma, los que hablaban latín, no los romanos que ahora decís ser vosotros que habláis griego, y que nosotros llamamos romeos, o grecanos, si me perdonas la palabra. Luego el imperio de los romanos de allá desapareció, y en Roma se quedó sólo el papa, y en toda Italia se vieron gentes distintas, que hablaban lenguas distintas. La gente de la Frascheta habla una lengua, pero ya en Terdona hablan otra. Viajando con Federico por Italia he oído lenguas muy dulces, que, en comparación, la nuestra de la Frascheta no llega ni a lengua, a ladrido de perro como mucho, y nadie escribe en esa lengua, porque todavía lo hacen en latín. Así pues, cuando yo emborronaba este pergamino quizá era el primero que intentaba escribir como hablábamos. Después me convertí en hombre de letras y escribía en latín.
—Y aquí ¿qué dices?
—Como ves, viviendo entre gente docta sabía incluso en qué año estábamos. Escribía en diciembre del anno domini 1155. No sabía qué edad tenía, mi padre decía doce años, mi madre quería que fueran trece, porque quizá los esfuerzos para hacerme crecer timorato de Dios habían hecho que le parecieran más largos. Cuando escribía, seguramente andaba por los catorce. De abril a diciembre había aprendido a escribir. Me había aplicado con fervor, después de que el emperador me llevara consigo, ingeniándomelas en todas las situaciones, en un campo, bajo una tienda, apoyado en la pared de una casa destruida. Con tablillas la mayoría de las veces, raramente en pergaminos. Me estaba acostumbrando ya a vivir como Federico, que nunca se quedó más de unos meses en el mismo lugar, siempre y sólo en invierno, y el resto del año, en camino, durmiendo cada noche en un sitio distinto.
—Sí, pero aquí ¿qué cuentas?
—A principios de aquel año, yo aún vivía con mi padre y mi madre, algunas vacas y un huerto. Un ermitaño de aquellos predios me había enseñado a leer. Yo vagabundeaba por el bosque y por la ciénaga, era un niño con mucha imaginación, veía unicornios, y, decía, se me aparecía en la niebla San Baudolino...
—Nunca he oído mencionar a ese santo varón. ¿Se te aparecía de verdad?
—Es un santo de nuestras tierras, era obispo de Villa del Foro. Que luego lo viera, eso es otro asunto. Señor Nicetas, el problema de mi vida es que siempre he confundido lo que veía y lo que deseaba ver...
—Les pasa a muchos...
—Sí, pero a mí siempre me ha pasado que en cuanto decía he visto esto, o he encontrado esta carta que dice tal o cual (que a lo mejor la había escrito yo), parecía que los demás no estuvieran esperando otra cosa. Sabes, señor Nicetas, cuando tú dices una cosa que has imaginado, y los demás te dicen que es precisamente así, acabas por creértelo tú también. Así pues, yo andaba por la Frascheta y veía santos y unicornios en el bosque, y cuando me encontré con el emperador, sin saber quién era, y le hablé en su lengua, le dije que a mí me había dicho San Baudolino que él habría conquistado Terdona. Yo lo decía, así, para darle gusto, pero a él le convenía que se lo dijera a todo el mundo y, sobre todo, a los emisarios de Terdona, de modo que ellos se convencieran de que también los santos estaban en su contra, y por eso me compró a mi padre, que me vendió no tanto por las pocas monedas que le dio sino por la boca que le quitó. Así cambió mi vida.
—Te convertiste en su familio?
—No, en parte de su familia: en su hijo. Por aquel entonces, Federico todavía no había sido padre, creo que me había tomado afecto, a mí, que le decía lo que los demás le callaban por respeto. Me trató como si fuera una criatura suya, me alababa por mis garabatos, por las primeras cuentas que sabía hacer con los dedos, por las nociones que estaba aprendiendo sobre su padre y sobre el padre de su padre... Pensando, quizá, que no entendía, a veces se confiaba conmigo.
—Pero a este padre ¿lo amabas más que al carnal, o estabas fascinado por su majestad?
—Señor Nicetas, hasta entonces nunca me había preguntado si amaba a un padre Gagliaudo. Prestaba sólo atención a no estar al alcance de sus patadas o de sus bastonazos, y me parecía una cosa normal para un hijo. Que luego lo amara... me di cuenta de ello sólo cuando murió. Antes de entonces no creo haber abrazado nunca a mi padre. Más bien iba a llorar en el regazo de mi madre, pobre mujer, pero tenía tantos animales que cuidar que tenía poco tiempo para consolarme. Federico era de buena estatura, con la cara blanca y roja, y no color de cuero como la de mis paisanos, los cabellos y la barba llameantes, las manos largas, los dedos finos, las uñas bien cuidadas, estaba seguro de sí e infundía seguridad, era alegre y decidido e infundía alegría y decisión, era valiente e infundía valor... Cachorro de león yo, león él. Sabía ser cruel, pero con las personas que amaba era dulcísimo. Yo lo he amado. Era la primera persona que escuchaba lo que yo decía.
—Te usaba como voz del pueblo... Buen señor el que no presta oídos sólo a los cortesanos sino que intenta entender cómo piensan sus súbditos.
—Sí, pero yo ya no sabía quién era y dónde estaba. Desde que había encontrado al emperador, de abril a septiembre, el ejército imperial había recorrido dos veces Italia, una de Lombardía a Roma y la otra en dirección contraria, procediendo como una culebra desde Espoleto hasta Ancona, de allí a las Apulias, y luego otra vez a la Romania, y otra vez hacia Verona, y Tridentum, y Bauzano, atravesando las montañas y volviendo a Alemania. Después de doce años pasados apenas entre dos ríos, si llega, yo había sido arrojado al centro del universo.
—Eso es lo que te parecía a ti.
—Ya lo sé, señor Nicetas, que el centro del universo sois vosotros, pero el mundo es más vasto que vuestro imperio, están la última Thule y el país de los Hibernios. Está claro que, ante Constantinopla, Roma es un amasijo de ruinas y París una aldea fangosa, pero también allá sucede algo de vez en cuando, por vastas y vastas tierras del mundo no se habla griego, y hay incluso gente que para decir que están de acuerdo dicen: oc.
—¿Oc?
—Oc.
—Extraño. Pero sigue.
—Sigo. Veía Italia entera, lugares y rostros nuevos, ropas que nunca había visto, damascos, bordados, capas doradas, espadas, armaduras, oía voces que me costaba imitar día tras día. Recuerdo sólo confusamente cuando Federico recibió la corona de hierro de rey de Italia en Pavía, luego la bajada hacia la Italia denominada Citerior, el recorrido a lo largo de la vía francígena, el emperador que se encuentra con el papa Adriano en Sutri, la coronación en Roma...
—Pero este basileo tuyo, o emperador como decís vosotros, fue coronado ¿en Pavía o en Roma? ¿Y por qué en Italia, si es basileo de los alamanoi?
—Vayamos por orden, señor Nicetas, entre nosotros los latinos no es fácil como entre vosotros los romeos. Aquí, uno le saca los ojos al basileo del momento, se convierte él en basileo, todos están de acuerdo e incluso el patriarca de Constantinopla hace lo que dice el basileo, si no, el basileo le saca los ojos también a él...
—Ahora no exageres.
—¿Exagero? Cuando llegué me explicaron enseguida que el basileo Alejo III había subido al trono porque había cegado al legítimo basileo, su hermano Isaac.
—En vuestras tierras ¿ningún rey elimina al precedente para arrebatarle el trono?
—Sí, pero lo mata en batalla, o con un veneno, o con un puñal.
—Lo veis, sois unos bárbaros, no conseguís concebir una manera menos cruenta de acomodar los asuntos de gobierno. Y además, Isaac era hermano de Alejo, y no se mata a un hermano.
—Ya entiendo, fue un acto de benevolencia. Entre nosotros no pasa lo mismo. El emperador de los latinos, que no es latino, desde los tiempos de Carlomagno, es el sucesor de los emperadores romanos, los de Roma, quiero decir, no los de Constantinopla. Pero, para estar seguro de serlo, tiene que hacer que lo corone el papa, porque la ley de Cristo ha barrido la ley de los dioses falsos y mentirosos. Pero, para ser coronado por el papa, el emperador debe ser reconocido por las ciudades de Italia, que van cada una un poco a su aire, y entonces debe ser coronado rey de Italia. Naturalmente con tal de que lo hayan elegido los príncipes teutónicos. ¿Está claro?
Nicetas había aprendido desde hacía tiempo que los latinos, aun siendo bárbaros, eran complicadísimos, nulos en asuntos de sutilezas y de distingos si estaba en juego una cuestión teológica, pero capaces de encontrarle tres pies al gato en una cuestión de derecho. De suerte que, durante todos los siglos que los romeos de Bizancio habían empleado en fructuosos concilios para definir la naturaleza de Nuestro Señor, pero sin poner en discusión ese poder que todavía venía directamente de Constantino, los occidentales les habían dejado la teología a los señores curas de Roma y habían empleado su tiempo en envenenarse y darse marrazos unos a otros para establecer si todavía había un emperador, y quién era, con el gran resultado de que un emperador de verdad no lo habían vuelto a tener.
—Así pues, Federico necesitaba una coronación en Roma. Debe de haber sido una cosa solemne...
—Hasta cierto punto. Primero, porque San Pedro en Roma con respecto a Santa Sofía es una choza, y bastante deslucida. Segundo, porque la situación en Roma era muy confusa; en aquellos días el papa estaba parapetado cerca de San Pedro y de su castillo mientras que, al otro lado del río, los romanos parecían haberse convertido en los dueños de la ciudad. Tercero, porque no se entendía bien si el papa le hacía un feo al emperador o el emperador al papa.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que, si prestaba oídos a los príncipes y obispos de la corte, estaban furibundos por la manera en la que el papa estaba tratando al emperador. La coronación debe celebrarse el domingo, y la hicieron un sábado, el emperador debe ser ungido en el altar mayor, y Federico fue ungido en un altar lateral, y no en la cabeza como sucedía antaño, sino entre los brazos y los omóplatos, no con el crisma sino con el óleo de los catecúmenos. Es posible que no entiendas la diferencia, ni la entendía yo entonces, pero en la corte todos tenían el rostro sombrío. Yo me esperaba que también Federico estuviera rabioso como una onza parda, y, en cambio, se deshacía en cortesías con el papa, y el que tenía la cara sombría, más bien, era el papa, como si hubiera hecho un mal negocio. Le pregunté claramente a Federico por qué refunfuñaban los barones y él no, y me contestó que debía entender el valor de los símbolos litúrgicos, donde basta una nadería para cambiarlo todo. Él necesitaba que se celebrara la coronación, y que la hiciera el papa, pero no debía ser demasiado solemne, porque, si no, quería decir que él era emperador sólo por gracia del papa y, en cambio, lo era ya por voluntad de los príncipes germánicos. Le dije que era más listo que un zorro, porque era como si hubiera dicho: mira, papa, que tú aquí eres sólo el notario, los pactos ya los he firmado yo con el Padre Eterno. Federico se echó a reír dándome un coscorrón en la cabeza, y dijo, muy bien, muy bien, tú encuentras enseguida la manera adecuada de decir las cosas. Luego me preguntó qué había hecho en Roma aquellos días, porque él estaba tan ocupado con las ceremonias que me había perdido de vista. He visto qué grandes ceremonias habéis hecho, le dije. Es que a los romanos, me refiero a los de Roma, no les gustaba aquel asunto de la coronación en San Pedro, porque el senado romano, que quería ser más importante que el pontífice, quería coronar a Federico en el Capitolio. Federico, en cambio, se negó, porque, si luego iba a decir que había sido coronado por el pueblo, no sólo los príncipes germánicos, sino también los reyes de Francia y de Inglaterra le dirían pero qué gran unción, la que le ha hecho la sagrada plebe, mientras que si decía que lo había ungido el papa, todos se tomarían en serio el asunto. Pero la cosa era aún más complicada, y yo lo entendí sólo después. Los príncipes germánicos habían empezado a hablar desde hacía poco de la translatio imperii, esto es, como si dijéramos que la herencia de los emperadores de Roma había pasado a ellos. Ahora bien, si Federico dejaba que el papa lo coronara, era como decir que su derecho era reconocido también por el vicario de Cristo en la tierra, que tal sería aunque viviera, por poner una, en Edesa o en Ratisbona. Pero, si hacía que le coronara el senado y el populusque romano, era como decir que el imperio todavía estaba allí y no había existido la translatio. Pues bravo bonete, como decía mi padre Gagliaudo. Ni que decir tiene que eso el emperador no podía tolerarlo. Por eso, mientras se celebraba el gran banquete de la coronación, los romanos enfurecidos cruzaron el Tíber y mataron no sólo a algunos curas, que era cosa de todos los días, sino también a dos o tres imperiales. A Federico se le inflaron las narices, interrumpió el banquete y los quiso a todos bien muertos, después de lo cual en el Tíber había más cadáveres que peces, y al final de la jornada los romanos habían entendido quién era el amo, pero desde luego, como fiesta, no fue una gran fiesta. De ahí el mal humor de Federico con esos comunes de la Italia Citerior, y por eso cuando, a finales de julio, llega ante Espoleto, pide que le paguen la hospitalidad, y los espoletinos se arman un lío, se sulfura peor aún que en Roma y hace una matanza que ésta de Constantinopla es sólo un juego... Debes entender, señor Nicetas, que un emperador debe portarse como emperador, sin hacer caso de los sentimientos... Aprendí muchas cosas en aquellos meses; después de Espoleto se produjo el encuentro con los emisarios de Bizancio en Ancona, luego el regreso hacia la Italia Ulterior, hasta las laderas de los Alpes que Otón no sé por qué denominaba Pirineos, y era la primera vez que veía las cimas de las montañas cubiertas de nieve. Y mientras tanto, día tras día, el canónigo Rahewin me iniciaba en el arte de la escritura.
—Dura iniciación para un muchacho...
—No, no dura. Es verdad que, si no entendía algo, el canónigo Rahewin me daba un buen capón, pero a mí no me producía ni frío ni calor después de los sopapos de mi padre, pero para todo lo demás, todos estaban pendientes de mis labios. Si se me ocurría decir que había visto una sirena en el mar —después de que el emperador me había llevado allí como el que veía a los santos— todos se lo creían y me decían, muy bien, muy bien...
—Eso te habrá enseñado a medir las palabras.
—Al contrario, eso me enseñó a no medirlas en absoluto. Total, pensaba yo, diga lo que diga, es verdad porque lo he dicho... Cuando íbamos camino de Roma, un cura que se llamaba Conrado me contaba las mirabilia de aquella urbe, de los siete autómatas del Capitolio que representaban los días de la semana y anunciaban, cada uno con una campanilla, una sublevación en una provincia del imperio, o de las estatuas de bronce que se movían solas, o de un palacio lleno de espejos encantados... Luego llegamos a Roma y, el día que se dedicaron a matarse a lo largo del Tíber, yo me escapé y vagabundeé por la ciudad. Y, anda por aquí, anda por allá, vi sólo rebaños de ovejas entre ruinas antiguas, y debajo de los soportales a lugareños que hablaban la lengua de los judíos y vendían pescado, pero mirabilia ni una, excepto una estatua a caballo en Letrán, y ni siquiera me pareció gran cosa. Y aun así, cuando en el camino de vuelta todos me preguntaban qué había visto ¿qué podía decir? ¿que en Roma había sólo ovejas entre ruinas y ruinas entre ovejas? No me habrían creído. Y entonces les contaba de las mirabilia de las que me habían contado, y añadía alguna más, por ejemplo, que en el palacio de Letrán había visto un relicario de oro adornado de diamantes, y dentro el ombligo y el prepucio de Nuestro Señor. Todos estaban pendientes de mis labios y decían qué pena que aquel día tuviéramos que dedicarnos a matar a los romanos y no viéramos todas esas mirabilia. Así, en todos estos años, he seguido oyendo fábulas sobre las maravillas de la ciudad de Roma, en Alemania, y en Borgoña, e incluso aquí, sólo porque yo las había contado.

Mientras tanto habían regresado los genoveses, vestidos de monjes, que precedían campanilleando a una brigada de seres envueltos en mugrientos ropajes blancuzcos que cubrían también sus rostros. Eran la mujer embarazada de Nicetas, con el último retoño todavía en brazos, y otros hijos e hijas, jovenzuelas graciosísimas, algún pariente y pocos siervos. Los genoveses les habían hecho cruzar la ciudad como si fueran una cuadrilla de leprosos, e incluso los peregrinos les habían abierto el paso.
—¿Cómo han podido tomaros en serio? —preguntaba riéndose Baudolino—. ¡Pase por los leprosos, pero vosotros, incluso con esa ropa no tenéis pinta de monjes!
—Con perdón de vuestras barbas, los peregrinos son una banda de abelinados, —había dicho Taraburlo—. Y además, con la de tiempo que llevamos aquí, el poco de griego que sirve lo sabemos incluso nosotros. Repetíamos kyrieleison pigué pigué, todos juntos en voz baja, como si fuera una letanía, y todos se apartaban, algunos santiguándose, otros enseñando cuernos y otros palpándose los cojones por si acaso.
Un siervo había llevado a Nicetas un cofrecillo, y Nicetas se retiró hacia el fondo del cuarto para abrirlo. Volvió con unas monedas de oro para los dueños de casa, los cuales se prodigaron en bendiciones y afirmaron que, hasta que se fuera, el amo allá dentro era él. Se distribuyó a la amplia familia en las casas cercanas, en callejones un poco guarros, donde a ningún latino se le habría ocurrido entrar a buscar botín.
Satisfecho ya, Nicetas llamó a Pévere, que parecía el más calificado entre sus anfitriones, y le dijo que, si debía permanecer escondido, no por ello quería renunciar a sus placeres habituales. La ciudad ardía, pero en el puerto seguían arribando las naves de los mercaderes, y las barcas de los pescadores, que, es más, tenían que detenerse en el Cuerno de Oro sin poder descargar sus mercancías en las alhóndigas. Si uno tenía dinero, podía comprar barato todo lo necesario para una vida regalada. En cuanto a una cocina como Dios manda, entre los parientes recién salvados estaba su cuñado Teófilo que era un cocinero excelente, bastaba con que les dijera los ingredientes que necesitaba. Y de esta forma, hacia la tarde, Nicetas pudo ofrecer a su anfitrión una comida de logotetas. Se trataba de un cabrito lechal, relleno de ajo, cebolla y puerros, rociado con una salsa de pescados en salmuera.
—Hace más de doscientos años —dijo Nicetas— vino a Constantinopla, como embajador de vuestro rey Otón, un obispo, Luitprando, que fue huésped del basileo Nicéforo. No fue un gran encuentro, y supimos después que Luitprando había redactado una relación de su viaje en la que a nosotros los romanos se nos describía como sórdidos, toscos, inciviles, ataviados con ropajes raídos. Ni siquiera podía soportar el vino resmado, y le parecía que todas nuestras comidas se ahogaban en aceite. De una sola cosa habló con entusiasmo, y fue de este plato.
A Baudolino el cabrito le gustaba, y siguió contestando a las preguntas de Nicetas.
—Así pues, viviendo con un ejército aprendiste a escribir. Pero ya sabías leer.
—Sí, pero escribir es más arduo. Y en latín. Porque si el emperador quería mandar a tomar por saco a unos soldados se lo decía en alemánico, pero si le escribía al papa o a su primo Jasormigott, tenía que hacerlo en latín, y así todos los documentos de la cancillería. Me costaba garabatear las primeras letras, copiaba palabras y frases cuyo sentido no comprendía, pero bueno, al final de aquel año sabía escribir. Lo que pasa es que Rahewin todavía no había tenido tiempo de enseñarme la gramática. Sabía copiar pero no expresarme con mi cabeza. Por eso escribía en la lengua de la Frascheta. ¿Pero era de verdad la lengua de la Frascheta? Estaba mezclando recuerdos de otras maneras de hablar que oía a mi alrededor, las de los astesanos, los pavianos, los milaneses, los genoveses, gentes que de vez en cuando no se entendían entre sí. Más tarde, por aquellas partes, construimos una ciudad, con gente que venía de aquí y de allá, reunidos para construir una torre, y todos se pusieron a hablar de la misma e idéntica manera. Creo que era un poco la manera que había inventado yo.
—Has sido un nomoteta, dijo Nicetas.
—No sé lo que quiere decir, pero quizá sea así. En cualquier caso, las hojas sucesivas estaban ya en un latín discreto. Yo estaba ya en Ratisbona, en un claustro tranquilo, encomendado a los cuidados del obispo Otón, y en aquella paz tenía hojas y hojas que hojear... Aprendía. Verás entre otras cosas que el pergamino está raspado malamente, y todavía se divisan partes del texto que estaba debajo. Yo era un buen bribón, se lo escamoteé a mis maestros, me pasé dos noches raspando lo que creía antiguas escrituras para tener espacio a mi disposición. Los días siguientes el obispo Otón se desesperaba porque no encontraba la primera versión de su Chronica sive Historia de duabus civitatibus, que llevaba escribiendo más de diez años, y acusaba al pobre Rahewin de haberla perdido en algún viaje. Al cabo de dos años se convenció de volverla a escribir; yo le hacía de escribano, y nunca osé confesarle que la primera versión de su Chronica la había raspado yo. Como ves, hay una justicia, porque al final también he perdido la mía, mi crónica, sólo que yo no encuentro el valor para volverla a escribir. Pero yo sé que, al volverla a escribir, Otón estaba cambiando algunas cosas...
—¿En qué sentido?
—Si te lees su Chronica, que es una historia del mundo, verás que Otón, como diría yo, no tenía una buena opinión del mundo y de nosotros los hombres. El mundo quizá había empezado bien, pero iba de mal en peor, en fin, mundus senescit, el mundo envejece, estamos acercándonos al final... Pero precisamente el año en que Otón empezaba a escribir de nuevo la Chronica, el emperador le pidió que celebrara también sus empresas, y Otón se puso a escribir las Gesta Friderici, que luego no acabó porque murió al cabo de poco más de un año, y las continuó Rahewin. Y tú no puedes contar las hazañas de tu soberano si no estás convencido de que con él en el trono empieza un nuevo siglo, en fin, si no estás convencido de que se trata de una historia iucunda...
—Se puede escribir la historia de los propios emperadores sin renunciar a la severidad, explicando cómo y por qué van hacia su ruina...
—Quizá tú lo hagas, señor Nicetas, pero el buen Otón no, y yo te digo sólo cómo fueron las cosas. Así pues, aquel santo varón por una parte escribía la Chronica, donde el mundo iba mal, y por la otra, las Gesta, donde el mundo no podía sino ir cada vez mejor. Tú dirás: se contradecía. Ojalá fuera sólo eso. Es que yo sospecho que, en la primera versión de la Chronica, el mundo iba aún peor, y para no contradecirse demasiado, a medida que iba reescribiendo la Chronica, Otón se iba volviendo más indulgente con nosotros pobres hombres. Y eso lo provoqué yo, raspando su primera versión. Quizá, si aún la hubiera tenido, Otón no habría tenido el valor de escribir las Gesta, y puesto que un mañana se dirá mediante esas Gesta lo que Federico hizo o dejó de hacer, si yo no llego a raspar la primera Chronica la cosa acababa en que Federico no había hecho todo lo que decimos que ha hecho.
Tú, —se decía Nicetas—, eres como el cretense mentiroso; me dices que eres un embustero de pura cepa y pretendes que te crea. Quieres hacerme creer que les has contado mentiras a todos menos a mí. En mis muchos años en la corte de estos emperadores he aprendido a desenvolverme entre las trampas de maestros de lo mendaz más maliciosos que tú... Por confesión propia, tú no sabes ya quién eres, y quizá precisamente porque has contado demasiadas mentiras, incluso a ti mismo. Y me estás pidiendo a mí que te construya la historia que a ti se te escapa. Pero yo no soy un mentiroso de tu calaña. Llevo toda la vida interrogando los relatos ajenos para obtener la verdad. Quizá me pides una historia que te absuelva de haber matado a alguien para vengar, la muerte de tu Federico. Estás construyendo paso a paso esta historia de amor con tu emperador, de modo que luego resulte natural explicar por qué tenías el deber de vengarlo. Aun admitiendo que lo hayan matado, y que lo haya matado el que tú mataste.
Luego Nicetas miró hacia fuera:
—El fuego está alcanzando la Acrópolis.
—Yo traigo la desventura a las ciudades.
—Te crees omnipotente. Es un pecado de soberbia.
—No, si acaso es un acto de mortificación. Toda mi vida, en cuanto me acercaba a una ciudad, la ciudad era destruida. Yo he nacido en una tierra diseminada de burgos y algún modesto castillo, donde oía decantar a mercaderes de paso las bellezas de la urbis Mediolani, pero no sabía qué era una ciudad, ni siquiera me había llegado a Terdona, cuyas torres veía de lejos, y Asti o Pavía estaban, para mí, en los límites del Paraíso Terrenal. Pero después, todas las ciudades que he conocido o iban a ser destruidas o habían ardido ya: Terdona, Espoleto, Crema, Milán, Lodi, Iconio, y por último Pndapetzim. Y lo mismo será de ésta. ¿No seré yo, como diríais vosotros los griegos, polioclasta en virtud del mal de ojo?
—No seas el que se castiga a sí mismo.
—Tienes razón. Por lo menos una vez, una ciudad, y era la mía, la salvé, con una mentira. ¿Tú dices que una vez basta para excluir el mal de ojo?
—Quiere decir que no hay un destino.
Baudolino se quedó un rato en silencio. El griego se dio la vuelta y miró la que había sido Constantinopla.
—Me siento culpable igualmente. Los que están haciendo esto son venecianos, y gentes de Flandes, y, sobre todo, caballeros de Champaña y de Blois, de Troyes, de Orléans, de Soissons, por no hablar de mis monferrines. Habría preferido que esta ciudad la hubieran destruido los turcos.
—Los turcos no lo harían jamás, dijo Nicetas. Estamos en excelentes relaciones con ellos. Era de los cristianos de quien debíamos guardarnos. Pero quizá vosotros seáis la mano de Dios, que os ha mandado como castigo por nuestros pecados.
—Gesta Dei per Francos —dijo Baudolino.

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