Sala de Lectura

domingo, noviembre 21, 2004

Baudolino - Parte XI - Baudolino encuentra a los Reyes Magos y canoniza a Carlomagno

Baudolino había llegado ante Milán cuando ya los milaneses no resistían más, también a causa de sus discordias internas. Al final habían mandado legaciones para concordar la rendición, y las condiciones seguían siendo las establecidas en la dieta de Roncaglia; o sea, que cuatro años más tarde, y con tantos muertos y devastaciones, seguía siendo como cuatro años antes. O mejor dicho, era una rendición aún más vergonzosa que la precedente. Federico habría querido volver a conceder su perdón, pero Reinaldo atizaba el fuego, despiadado. Había que impartir una lección que todos recordaran, y había que dar satisfacción a las ciudades que se habían batido con el emperador, no por amor suyo sino por odio hacia Milán.
—Baudolino —dijo el emperador— esta vez no te la tomes conmigo. A veces también un emperador tiene que hacer lo que quieren sus consejeros.
Y añadió en voz baja:
—A mí este Reinaldo me da más miedo que los milaneses. De esa manera había ordenado que Milán fuera borrada de la faz de la tierra, e hizo salir de la ciudad a todas las personas, hombres y mujeres.
Los campos en torno a la ciudad pululaban ahora de milaneses que vagaban sin meta; algunos se habían refugiado en las ciudades cercanas, otros permanecían acampados delante de las murallas esperando que el emperador los perdonara y les permitiera volver a entrar. Llovía, los prófugos temblaban de frío durante la noche, los niños enfermaban, las mujeres lloraban, los hombres estaban ya desarmados, postrados a lo largo de los bordes de los caminos, alzando los puños hacia el cielo, porque era más conveniente maldecir al Todopoderoso que al emperador, porque el emperador tenía a sus hombres dando vueltas por los alrededores y pedían razón de las quejas demasiado violentas.
Federico, al principio, había intentado aniquilar la ciudad rebelde incendiándola, luego pensó que era mejor dejar el asunto en manos de los italianos, que odiaban Milán más que él. Había asignado a los lodicianos la tarea de destruir toda la puerta oriental, que se decía Puerta Renza; a los cremoneses la tarea de derrocar Puerta Romana; a los pavianos la tarea de hacer que de Puerta Ticinese no quedara piedra sobre piedra; a los novareses la de arrasar Puerta Vercellina; a los comascos la de hacer desaparecer Puerta Comacina, y a los de Seprio y Martesana la de hacer de Puerta Nueva una única ruina. Tarea que había agradado mucho a los ciudadanos de aquellas ciudades, que, es más, habían pagado al emperador mucho dinero para poder disfrutar del privilegio de ajustar con sus propias manos sus cuentas con Milán derrotada.
El día después del comienzo de las demoliciones, Baudolino se aventuró dentro del cerco amurallado. En algunos lugares no se veía nada, salvo una gran polvareda. Entrando en la polvareda, se divisaban aquí algunos que habían asegurado una fachada a grandes cuerdas, y tiraban al unísono, hasta que ésta se desmoronaba; allá otros albañiles expertos que, desde el tejado de una iglesia, le daban al pico hasta que permanecía destejada, y luego con grandes mazas rompían las paredes, o desarraigaban las columnas introduciendo cuñas en su base.
Baudolino pasó algunos días dando vueltas por las calles reventadas, y vio derrumbarse el campanario de la iglesia mayor, que no lo había igual en Italia, tan bello y poderoso. Los más diligentes eran los lodicianos, que anhelaban sólo la venganza: fueron los primeros en desmantelar su parte, y luego corrieron a ayudar a los cremoneses a que explanaran Puerta Romana. En cambio, los pavianos parecían más expertos, no daban golpes al azar y dominaban su rabia: disgregaban la argamasa allá donde las piedras se unían una con la otra, o excavaban la base de las murallas, y lo demás se derrumbaba por su propio peso.
En fin, para los que no entendieran lo que estaba sucediendo, Milán parecía un gayo taller, donde cada uno trabajaba con alacridad alabando al Señor. Salvo que era como si el tiempo procediera hacia atrás: parecía que estuviera surgiendo de la nada una nueva ciudad, y, en cambio, una ciudad antigua estaba volviendo a convertirse en polvo y tierra yerma. Acompañado por estos pensamientos, Baudolino, el día de Pascua, mientras el emperador había convocado grandes festejos en Pavía, se apresuraba a descubrir las mirabilia urbis Mediolani antes de que Milán dejara de existir. De esa manera, dio la casualidad de que se encontró cerca de una espléndida basílica aún intacta, y vio en los alrededores algunos pavianos que acababan de abatir un palacete, activísimos aunque era fiesta de guardar. Supo por ellos que la basílica era la de San Eustorgio, y que al día siguiente se ocuparían también de ella:
—Es demasiado hermosa para dejarla en pie, ¿no? —le dijo persuasivamente uno de los destructores.
Baudolino entró en la nave de la basílica, fresca, silenciosa y vacía. Alguien había dilapidado ya los altares y las capillas laterales, algunos perros llegados de Dios sabe dónde encontrando aquel lugar acogedor, habían hecho de él su albergue, meando a los pies de las columnas. Junto al altar mayor vagaba quejumbrosa una vaca. Era un buen animal y a Baudolino le dio pie para reflexionar sobre el odio que animaba a los demoledores de la ciudad, que incluso descuidaban presas apetecibles con tal de hacerla desaparecer cuanto antes.
En una capilla lateral, junto a un sarcófago de piedra, vio a un anciano cura que emitía sollozos de desesperación, o mejor dicho, chillidos como de animal herido; el rostro estaba más blanco que el blanco de los ojos y su cuerpo delgadísimo se estremecía a cada lamento. Baudolino intentó ayudarle, ofreciéndole una cantimplora de agua que llevaba consigo.
—Gracias, buen cristiano —dijo el viejo— pero ya no me queda sino aguardar la muerte.
—No te matarán —le dijo Baudolino— el asedio ha terminado, la paz está firmada, los de fuera sólo quieren derribar tu iglesia, no quitarte la vida.
—¿Y qué será mi vida sin mi iglesia? Pero es el justo castigo del cielo, porque, por ambición, quise, hace muchos años, que mi iglesia fuera la más bella y famosa de todas, y cometí un pecado.
¿Qué pecado podía haber cometido aquel pobre viejo? Baudolino se lo preguntó.
—Hace años un viajero oriental me propuso adquirir las reliquias más espléndidas de la cristiandad, los cuerpos intactos de los tres Magos.
—¿Los tres Reyes Magos? ¿Los tres? ¿Enteros?
—Tres, Magos y enteros. Parecen vivos; quiero decir, que parecen recién muertos. Yo sabía que no podía ser verdad, porque de los Magos habla un solo Evangelio, el de Mateo, y dice poquísimo. No dice cuántos eran, de dónde venían, si eran reyes o sabios... Dice sólo que llegaron a Jerusalén siguiendo una estrella. Ningún cristiano sabe de dónde procedían y a dónde volvieron. ¿Quién habría podido encontrar su sepulcro? Por eso no he osado decirles jamás a los milaneses que ocultaba este tesoro. Temía que por avidez aprovecharan la ocasión para atraer a fieles de toda Italia, lucrando dinero con una falsa reliquia...
—Y, por lo tanto, no pecaste.
—Pequé, porque los he mantenido escondidos en este lugar consagrado. Esperaba siempre una señal del cielo, que no ha llegado. Ahora no quiero que los encuentren estos vándalos. Podrían dividirse estos despojos, para distinguir con una extraordinaria dignidad a alguna de esas ciudades que hoy nos destruyen. Te lo ruego, haz desaparecer todo rastro de mi debilidad de antaño. Haz que alguien te ayude, ven antes de que llegue la noche a recoger estas inciertas reliquias, haz que desaparezcan. Con poco esfuerzo, te asegurarás el Paraíso, lo cual no me parece asunto de poca monta.

—Ves, señor Nicetas, me acordé entonces de que Otón había hablado de los Magos al referirse al reino del Preste Juan. Claro, si aquel pobre cura los hubiera enseñado así, como si vinieran de la nada, nadie le habría creído. Pero una reliquia, para ser verdadera, ¿debía remontarse realmente al santo o al acontecimiento del que formaba parte?
—No, sin duda. Muchas reliquias que se conservan aquí en Constantinopla son de origen dudosísimo, pero el fiel que las besa siente emanar de ellas aromas sobrenaturales. Es la fe la que las hace verdaderas, no las reliquias las que hacen verdadera a la fe.
—Precisamente. También yo pensé que una reliquia vale si encuentra su justa colocación en una historia verdadera. Fuera de la historia del Preste Juan, aquellos Magos podían ser el engaño de un mercader de alfombras; dentro de la historia verdadera del Preste, se convertían en un testimonio seguro. Una puerta no es una puerta si no tiene un edificio a su alrededor, de otro modo sería sólo un agujero, qué digo, ni siquiera eso, porque un vacío sin un lleno que lo rodea no es ni siquiera un vacío. Comprendí entonces que yo poseía la historia en cuyo seno los Magos podían significar algo. Pensé que, si debía decir algo sobre Juan para abrirle al emperador la vía de Oriente, tener la confirmación de los Reyes Magos, que ciertamente procedían de Oriente, habría reforzado mi prueba. Estos pobres tres reyes dormían en su sarcófago y dejaban que pavianos y lodicianos hicieran pedazos la ciudad que los alojaba sin saberlo. No le debían nada, estaban de paso, como en una posada, a la espera de ir a otro lugar; en el fondo, eran por su naturaleza unos vagamundos, ¿no se habían movido de quién sabe dónde para seguir a una estrella? Me tocaba a mí darles a esos tres cuerpos la nueva Belén.

Baudolino sabía que una buena reliquia podía cambiar el destino de una ciudad, hacer que se convirtiera en meta de peregrinación ininterrumpida, transformar una ermita en un santuario. ¿A quién podían interesarle los Magos? Pensó en Reinaldo: le había sido conferido el arzobispado de Colonia, pero todavía tenía que presentarse para que se le consagrara oficialmente. Entrar en la propia catedral llevando consigo a los Reyes Magos habría sido un buen golpe. ¿Reinaldo buscaba símbolos del poder imperial? Pues aquí tenía bajo el brazo no a uno, sino a tres reyes que habían sido al mismo tiempo sacerdotes.
Preguntó al cura si podía ver los cuerpos. El cura le pidió que le ayudara, porque había que hacer girar la tapa del sarcófago hasta que dejara al descubierto la teca en la que estaban guardados los cuerpos.
Fue un gran trabajo, pero valía la pena. Oh, maravilla: los cuerpos de los tres Reyes parecían todavía vivos, aunque la piel se hubiera secado y apergaminado. Pero no se había oscurecido, como les pasa a los cuerpos momificados. Dos de los magos tenían todavía un rostro casi lácteo, uno con una gran barba blanca que descendía hasta el pecho, todavía íntegra, aunque endurecida, que parecía algodón dulce, el otro imberbe. El tercero era color ébano, no a causa del tiempo, sino porque oscuro debía de ser también en vida: parecía una estatua de madera y tenía incluso una especie de fisura en la mejilla izquierda. Tenía una barba corta y dos labios carnosos que se levantaban enseñando dos únicos dientes, ferinos y cándidos. Los tres tenían los ojos abiertos, grandes y atónitos, con una pupila reluciente como cristal. Estaban envueltos en tres capas, una blanca, la otra verde y, la tercera, púrpura, y de las capas sobresalían tres bragas, según el modo de los bárbaros, pero de puro damasco bordado con finas perlas.
Baudolino volvió raudo al campamento imperial y corrió a hablar con Reinaldo. El canciller entendió enseguida lo que valía el descubrimiento de Baudolino, y dijo:
—Hay que hacerlo todo a escondidas, y pronto. No será posible llevarse toda la teca, es demasiado visible. Si alguien más de los que están por aquí se da cuenta de lo que has encontrado, no vacilará en sustraérnoslo, para llevárselo a su propia ciudad. Haré que preparen tres ataúdes, de madera desnuda, y por la noche los sacamos fuera de las murallas, diciendo que son los cuerpos de tres valerosos amigos caídos durante el asedio. Actuaréis sólo tú, el Poeta y un fámulo mío. Luego los dejaremos donde los hayamos puesto, sin prisa. Antes de que pueda llevarlos a Colonia es preciso que sobre el origen de la reliquia, y sobre los Magos mismos, se produzcan testimonios fidedignos. Mañana volverás a París, donde conoces personas sabias, y encuentra todo lo que puedas sobre su historia.
Por la noche, los Reyes fueron transportados a una cripta de la iglesia de San Jorge, extramuros. Reinaldo había querido verlos, y estalló en una serie de imprecaciones indignas de un arzobispo:
—¿Con bragas? ¿Y con esa caperuza que parece la de un juglar?
—Señor Reinaldo, así vestían evidentemente en la época los sabios de Oriente; hace años estuve en Rávena y vi un mosaico donde los tres Magos estaban representados más o menos así en la túnica de la emperatriz Teodora.
—Precisamente, cosas que pueden convencer a los grecanos de Bizancio. Pero ¿tú te imaginas que presento en Colonia a los Reyes Magos vestidos de malabaristas? Revistámoslos.
—¿Y cómo? —preguntó el Poeta.
—¿Y cómo? Yo te he permitido comer y beber como un feudatario escribiendo dos o tres versos al año, ¿y tu no sabes cómo vestirme a los primeros en adorar al Niño Jesús, Señor Nuestro? Los vistes como la gente se imagina que iban vestidos, como obispos, como papas, como archimandritas, ¡qué sé yo!
—Han saqueado la iglesia mayor y el obispado. Quizá podamos recuperar paramentos sagrados. Voy a intentarlo, —dijo el Poeta.
Fue una noche terrible. Los paramentos se encontraron, y también algo que se parecía a tres tiaras, pero el problema fue desnudar a las tres momias. Si los rostros seguían aún como vivos, los cuerpos —excepto las manos, completamente secas— eran un armazón de mimbre y paja, que se deshacía cada vez que intentaban quitarle los indumentos.
—No importa —decía Reinaldo— total, una vez en Colonia nadie va a abrir la teca. Introducid unas varitas, algo que los mantenga derechos, como se hace con los espantapájaros. Con respeto, os lo ruego.
—Señor Jesús —se quejaba el Poeta— ni siquiera borracho perdido he llegado a imaginarme nunca que habría podido metérsela a los Reyes Magos por detrás.
—Calla y vístelos —decía Baudolino— estamos trabajando para la gloria del imperio.
El Poeta emitía horribles blasfemias, y los Magos parecían ya cardenales de la santa y romana iglesia.

El día siguiente, Baudolino se puso de viaje. En París, Abdul, que sobre los asuntos de Oriente sabía mucho, lo puso en contacto con un canónigo de San Víctor que sabía más que él.
—Los Magos, ¡ah! –decía—. La tradición los menciona continuamente, y muchos Padres nos han hablado de ellos, pero los Evangelios callan, y las citas de Isaías y de otros profetas dicen y no dicen: alguien las ha leído como si hablaran de los Magos, pero también podían hablar de otra cosa. ¿Quiénes eran? ¿cómo se llamaban de verdad? Algunos dicen Hormidz, de Seleucia, rey de Persia, Jazdegard rey de Saba y Peroz rey de Seba; otros Hor, Basander, Karundas. Pero según otros autores muy fidedignos, se llamaban Melkon, Gaspar y Balthasar, o Melco, Cáspare y Fadizarda. O aún, Magalath, Galgalath y Saracín. o quizá Appelius, Amerus y Damascus...
—Appelius y Damascus son bellísimos, evocan tierras lejanas, —decía Abdul mirando hacia quién sabe dónde.
—¿Y por qué Karundas no? —replicaba Baudolino—. No debemos encontrar tres nombres que te gusten a ti, sino tres nombres verdaderos.
El canónigo proseguía:
—Yo propondría a Bithisarea, Melichior y Gataspha, el primero rey de Godolia y Saba, el segundo rey de Nubia y Arabia, el tercero rey de Tharsis y de la ínsula Egriseuta. ¿Se conocían entre sí antes de emprender el viaje? No, se encontraron en Jerusalén y, milagrosamente, se reconocieron. Pero otros dicen que se trataba de unos sabios que vivían en el monte Vaus, el Victorialis, desde cuya cima escrutaban los signos del cielo, y al monte Vaus regresaron después de la visita a Jesús, y más tarde se unieron al apóstol Tomás para evangelizar las Indias, salvo que no eran tres sino doce.
—¿Doce Reyes Magos? ¿No es demasiado?
—Lo dice también Juan Crisóstomo. Según otros se habrían llamado Zhrwndd, Hwrmzd, Awstsp, Arsk, Zrwnd, Aryhw, Arthsyst, Astnbwzn, Mhrwq, Ahsrs, Nsrdyh y Mrwdk. Con todo, hay que ser prudentes, porque Orígenes dice que eran tres como los hijos de Noé, y tres como las Indias de las que procedían.
Los Reyes Magos también habrán sido doce, observó Baudolino, pero en Milán habían encontrado tres y en torno a tres debía construirse una historia aceptable.
—Digamos que se llamaban Baltasar, Melchor y Gaspar, que me parecen nombres más fáciles de pronunciar que esos admirables estornudos que hace poco nuestro venerable maestro ha emitido. El problema es cómo llegaron a Milán.
—No me parece un problema —dijo el canónigo— visto que llegaron. Yo estoy convencido de que su tumba fue hallada en el monte Vaus por la reina Elena, madre de Constantino. Una mujer que supo recobrar la Verdadera Cruz habrá sido capaz de encontrar a los verdaderos Magos. Y Elena llevó los cuerpos a Constantinopla, a Santa Sofía.
—No, no; o el emperador de Oriente nos preguntará cómo se los hemos cogido, —dijo Abdul.
—No temas, —dijo el canónigo—. Si estaban en la basílica de San Eustorgio, ciertamente los había llevado allá aquel santo varón, que salió de Bizancio para ocupar la cátedra obispal en Milán en tiempos del basileo Mauricio, y mucho tiempo antes de que viviera entre nosotros Carlomagno. Eustorgio no podía haber robado los Magos y, por lo tanto, los había recibido como regalo del basileo del imperio de Oriente.

Con una historia tan bien construida, Baudolino volvió a finales del año junto a Reinaldo, y le recordó que, según Otón, los Magos debían de ser los antepasados del Preste Juan, al cual habían investido de su dignidad y función. De ahí el poder del Preste Juan sobre las tres Indias o, por lo menos, sobre una de ellas.
Reinaldo se había olvidado completamente de aquellas palabras de Otón, pero al oír mencionar a un preste que gobernaba un imperio, una vez más mi rey con funciones sacerdotales, papa y monarca a la vez, se convenció de haber puesto en dificultades a Alejandro III: reyes y sacerdotes los Magos, rey y sacerdote Juan, ¡qué admirable figura, alegoría, vaticinio, profecía, anticipación de esa dignidad imperial que él le estaba confeccionando a la medida, paso a paso, a Federico!
—Baudolino —dijo inmediatamente— de los Magos ahora me ocupo yo, tú tienes que pensar en el Preste Juan. Por lo que me cuentas, por ahora tenemos sólo voces, y no bastan. Necesitamos un documento que atestigüe su existencia, que diga quién es, dónde está, cómo vive.
—¿Y dónde lo encuentro?
—Si no lo encuentras, lo haces. El emperador te ha hecho estudiar, y ha llegado el momento de sacarles fruto a tus talentos. Y de que te merezcas la investidura de caballero, en cuanto hayas acabado estos estudios tuyos, que me parece que han durado incluso demasiado.

—¿Has entendido, señor Nicetas? —dijo Baudolino—. A esas alturas el Preste Juan se había convertido para mí en un deber, no en un juego. Y ya no debía buscarlo en memoria de Otón, sino para cumplir una orden de Reinaldo. Como decía mi padre Gagliaudo, siempre he sido un contreras. Si me obligan a hacer algo, se me pasan enseguida las ganas. Obedecí a Reinaldo y volví inmediatamente a París, pero para no tener que encontrar a la emperatriz. Abdul había empezado a componer canciones de nuevo, y me di cuenta de que el tarro de miel verde estaba ya casi medio vacío. Le volvía a hablar de la empresa de los Magos, y él entonaba en su instrumento: Que nadie se maraville de mí / pues amo a la que nunca me verá, / mi corazón de otro amor no sabrá / si no es del que jamás gozoso vi: / ninguna alegría reír me hará / e ignoro qué ventura me vendrá, ah, ah. Ah, ah... renuncié a discutir con él de mis proyectos y, por lo que concernía al Preste, durante un año no hice nada más.
—¿Y los Reyes Magos?
—Reinaldo llevó la reliquia a Colonia, al cabo de dos años, pero fue generoso, porque tiempo atrás había sido preboste en la catedral de Hildesheim y, antes de encerrar los despojos de los Reyes en la teca de Colonia, le cortó un dedo a cada uno y se lo envió de regalo a su antigua iglesia. Ahora bien, en aquel mismo período, Reinaldo tuvo que resolver otros problemas, y no de poca monta. Precisamente dos meses antes de que pudiera celebrar su triunfo en Colonia, moría el antipapa Víctor. Casi todos habían suspirado de alivio, así las cosas se arreglaban solas y a lo mejor Federico hacía las paces con Alejandro. Pero Reinaldo vivía de ese cisma; lo entiendes, señor Nicetas, con dos papas él contaba más que con un solo papa. De modo que se inventó un nuevo antipapa, Pascual III, organizando una parodia de cónclave con cuatro eclesiásticos recogidos casi por la calle. Federico no estaba convencido. Me decía...
—¿Habías vuelto con él?
Baudolino había suspirado:
—Sí, durante pocos días. Ese mismo año la emperatriz le había dado un hijo a Federico.
—¿Qué sentiste?
—Entendí que tenía que olvidarla definitivamente. Ayuné durante siete días, bebiendo sólo agua, porque había leído en algún sitio que purifica el espíritu y, al final, provoca visiones.
—¿Es verdad?
—Verdad del todo, pero en las visiones estaba ella. Entonces decidí que tenía que ver a ese niño, para marcar la diferencia entre el sueño y la visión. Y volví a la corte. Habían pasado más de dos años desde aquel día magnífico y tremendo, y desde entonces no nos habíamos vuelto a ver. Beatriz sólo tenía ojos para el niño y parecía que mi vista no le producía ninguna turbación. Me dije entonces que, aunque no podía resignarme a amar a Beatriz como una madre, habría amado a aquel niño como a un hermano. Aun así, miraba a esa cosita en la cuna, y no podía evitar el pensamiento de que, si la vida hubiera sido apenas distinta, aquél habría podido ser un hijo. En cualquier caso, corría siempre el riesgo de sentirme incestuoso.

Federico, mientras tanto, estaba agitado por problemas de mucho más calado. Le decía a Reinaldo que un medio papa garantizaba poquísimo sus derechos, que los Reyes Magos estaban muy bien, pero no era suficiente, porque haber encontrado a los Magos no significaba necesariamente descender de ellos. El papa, dichoso él, podía hacer remontar sus orígenes a Pedro, y Pedro había sido designado por el mismísimo Jesús, pero el sacro y romano emperador, ¿qué hacía? ¿Hacía remontar sus orígenes a César, que no dejaba de ser un pagano?
Baudolino entonces se sacó de la manga la primera idea que se le ocurrió, es decir, que Federico podía hacer remontar su dignidad a Carlomagno.
—Pero Carlomagno ha sido ungido por el papa, estamos siempre en las mismas, le había replicado Federico.
—A no ser que tú hagas que se convierta en santo, —había dicho Baudolino.
Federico le intimó a que reflexionara antes de decir tonterías.
—No es una tontería, —había replicado Baudolino, que mientras tanto, más que reflexionar, casi había visto la escena que aquella idea podía alumbrar.
—Escucha: tú vas a Aquisgrán, donde yacen los restos de Carlomagno, los exhumas, los colocas en un hermoso relicario en medio de la Capilla Palatina y, ante tu presencia, con un cortejo de obispos fieles, incluido el señor Reinaldo que como arzobispo de Colonia es también el metropolitano de esa provincia, y una bula del papa Pascual que te legitima, haces proclamar santo a Carlomagno. ¿Entiendes? Tú proclamas santo al fundador del sacro romano imperio; una vez que él es santo, es superior al papa, y tú, en cuanto legítimo sucesor suyo, eres de la prosapia de un santo, desligado de toda autoridad, incluso de la de quien pretendía excomulgarte.
—Por las barbas de Carlomagno, —había dicho Federico, con los pelos de su barba erizados por la excitación—, ¿has oído, Reinaldo? ¡Como siempre el chico tiene razón!
Así había sucedido, aunque sólo al final del año siguiente, porque ciertas cosas lleva su tiempo prepararlas bien.

Nicetas observó que como idea era una locura, y Baudolino le respondió que, aun así, había funcionado. Y miraba a Nicetas con orgullo. Es natural, pensó Nicetas, tu vanidad es desmesurada, incluso has hecho santo a Carlomagno. De Baudolino podía uno esperarse cualquier cosa.
—¿Y después? preguntó.
Mientras Federico y Reinaldo se aprestaban a canonizar a Carlomagno, yo me iba dando cuenta poco a poco de que no bastaban ni él ni los Magos. Esos cuatro estaban todos en el Paraíso, los Magos desde luego que sí y esperemos que también Carlomagno; si no, en Aquisgrán se armaba una buena faena. Pero seguía haciendo falta algo que todavía estuviera aquí en esta tierra y donde el emperador pudiera decir yo aquí estoy y esto sanciona mi derecho. Lo único que podía encontrar en esta tierra el emperador era el reino del Preste Juan.

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