Sala de Lectura

sábado, noviembre 27, 2004

Baudolino - Parte XII - Baudolino le construye un palacio al Preste Juan

La mañana del viernes, tres de los genoveses, Pévere, Bolamondo y Grillo, vinieron a confirmar lo que se veía perfectamente incluso de lejos. El incendio se había apagado, casi por su cuenta, porque nadie se había preocupado mucho por domarlo. Pero eso no quería decir que ya se pudiera aventurar uno por Constantinopla. Es más, pudiéndose mover mejor por las calles y plazas, los peregrinos habían intensificado la caza a los ciudadanos acomodados, y entre las ruinas todavía calientes demolían lo poco que había quedado en pie en busca de los últimos tesoros escapados a las primeras razias. Nicetas suspiró desconsolado, y pidió vino de Samos. Quiso también que le asaran en poquísimo aceite semillas de ajonjolí, para masticarlas lentamente entre un sorbo y el otro, y luego solicitó también unas pocas nueces y pistachos, para seguir mejor el relato que invitaba a Baudolino a continuar.

Un día el Poeta fue enviado por Reinaldo a París para llevar a cabo no se sabe qué embajada, y lo aprovechó para regresar a las dulzuras tabernarias, con Baudolino y Abdul. Conoció también a Boron, pero sus fantasías sobre el Paraíso Terrenal parecían interesarle poco. Los años pasados en la corte lo habían cambiado, notaba Baudolino. Se había endurecido, seguía echándose buenas dosis de vino entre pecho y espalda, y lo hacía con alegría, pero parecía controlarse para no excederse, para mantenerse en guardia, como quien esperase una presa al acecho, listo para saltar.
—Baudolino —le había dicho un día— vosotros estáis perdiendo el tiempo. Lo que teníamos que aprender aquí en París, lo hemos aprendido. Todos estos doctores se harían encima sus necesidades si yo mañana me presentara a una disputa con mi gran pompa de ministerial, con la espada en el costado. En la corte he aprendido cuatro cosas: si estás junto a grandes hombres, te vuelves grande tú también; los grandes hombres son, en realidad, muy pequeños; el poder lo es todo; y no hay razón por la que un día no puedas tomarlo tú, por lo menos en parte. Hay que saber esperar, es cierto, pero no dejar escapar la ocasión.
Con todo, había aguzado inmediatamente las orejas en cuanto oyó que sus amigos seguían hablando del Preste Juan. Los había dejado en París cuando aquella historia parecía todavía una fantasía de ratones de biblioteca, pero en Milán había oído a Baudolino hablarle de ella a Reinaldo como de algo que podía convertirse en un signo visible del poder imperial, tanto casi como el hallazgo de los Reyes Magos. La empresa, en ese caso, le interesaba: y participaba en ella como si se estuviera construyendo una máquina de guerra. A medida que hablaba, parecía que para él la tierra del Preste Juan iba transformándose, cual una Jerusalén terrena, de lugar de peregrinación mística en tierra de conquista.
Les recordó, pues, a sus compañeros que, después del asunto de los Reyes Magos, el Preste se había vuelto mucho más importante que antes, debía presentarse verdaderamente como rex et sacerdos. Como rey de reyes tenía que tener un palacio tal que, en comparación, los de los soberanos cristianos, incluido el del basileo de los cismáticos de Constantinopla, parecieran chozas, y como sacerdote debía tener un templo respecto del cual las iglesias del papa fueran cuchitriles. Era preciso darle una morada digna de él.
—El modelo existe —dijo Boron— y es la Jerusalén Celeste tal como la ha visto el apóstol Juan en el Apocalipsis. Debe estar rodeada de altas murallas, con doce puertas como las doce tribus de Israel, hacia el mediodía tres puertas, hacia occidente tres puertas, hacia oriente tres puertas, hacia el septentrión tres puertas...
—Sí —se mofaba el Poeta— y el Preste entra por una y sale por la otra, y cuando hay un vendaval dan portazos todas a la vez; te lo imaginas, qué corrientes de aire. Yo en un palacio así no viviría ni muerto...
—Déjame continuar. Los cimientos de los muros son de disapro, zafiro, calcedonia, esmeralda, sardónica, ónix, crisólito, berilio, topacio, crisopacio, jacinto y amatista, y las doce puertas son doce perlas, y la plaza a la que se asoma oro puro transparente como cristal.
—No está mal —dijo Abdul— pero creo que el modelo debe ser el del Templo de Jerusalén, tal como lo describe el profeta Ezequiel. Venid mañana conmigo a la abadía. Uno de los canónigos, el doctísimo Ricardo de San Víctor, está buscando la manera de reconstruir el plano del Templo, dado que el texto del profeta resulta oscuro en algunas partes.

—Señor Nicetas —dijo Baudolino— yo no sé si te has ocupado alguna vez de las medidas del Templo.
—Todavía no.
—Pues bien, no lo hagas nunca, porque es como para perder la cabeza. En el Libro de los Reyes se dice que el Templo mide sesenta codos de ancho, treinta de altura y veinte de profundidad, y que el pórtico tiene veinte de ancho y diez de profundidad. En cambio, en las Crónicas, se dice que el pórtico mide ciento veinte codos de altura. Ahora bien, veinte de ancho, ciento veinte de altura y diez de profundidad: no sólo el pórtico sería cuatro veces más alto que todo el Templo, sino que sería tan fino que se caería de un soplido. Lo malo se te presenta cuando te lees la visión de Ezequiel. No hay medida que cuadre, hasta el punto de que muchos hombres píos han admitido que Ezequiel había tenido precisamente una visión, que es casi como decir que había bebido un poco demasiado y que veía doble. Nada malo, pobre Ezequiel, también él tenía derecho a solazarse, si no fuera que aquel Ricardo de San Víctor había hecho el siguiente razonamiento: si cada elemento, cada número, cada pajilla de la Biblia tiene un significado espiritual, hay que entender bien qué dice literalmente, porque una cosa, para el significado espiritual, es decir que algo mide tres, y otra cosa es decir que ese algo mide nueve, dado que estos números tienen significados místicos distintos. Ni te cuento la escena cuando fuimos a seguir la clase de Ricardo sobre el Templo. Tenía el libro de Ezequiel ante los ojos, y trabajaba con una cuerdecilla, para tomar todas las medidas. Dibujaba el perfil de lo que Ezequiel había descrito, luego cogía unas varillas y unos tabloncillos de madera tierna y, ayudado por sus acólitos, los cortaba e intentaba juntarlos con cola y clavos... Intentaba reconstruir el Templo, y reducía las medidas en proporción, quiero decir que allá donde Ezequiel decía un codo él hacía cortar por el grosor de un dedo... Cada dos minutos se venía todo abajo, Ricardo se enfadaba con sus ayudantes diciendo que habían soltado la presa, o puesto poca cola; éstos se justificaban diciendo que era él el que había dado las medidas equivocadas. Luego el maestro se corregía, decía que quizá el texto escribía puerta pero en ese caso la palabra quería decir pórtico, porque, si no, resultaba una puerta del tamaño casi de todo el Templo; otras veces volvía sobre sus pasos y decía que cuando dos medidas no coincidían era porque la primera vez Ezequiel se refería a la medida de todo el edificio y la segunda a la medida de una parte. O también, que a veces se decía codo pero se refería al codo geométrico que vale seis codos normales. En fin, durante algunas mañanas fue una diversión seguir a aquel santo varón rompiéndose los cuernos, y nos echábamos a reír cada vez que el Templo se desmoronaba. Para que no se dieran cuenta, fingíamos recoger algo que se nos había caído, pero luego un canónigo notó que siempre se nos caía algo y nos echó de allí.

Los días siguientes, Abdul sugirió que, dado que Ezequiel era, a fin de cuentas, un hombre del pueblo de Israel, alguno de sus correligionarios podía darnos alguna luz. Y, como sus compañeros observaran escandalizados que no se podían leer las Escrituras pidiendo consejo a un judío, dado que notoriamente esta pérdida gente alteraba el texto de los libros sagrados para borrar de ellos toda referencia al Cristo venidero, Abdul reveló que algunos de los mayores maestros parisinos se servían a veces, aunque a escondidas, del saber de los rabinos, por lo menos para aquellos pasos donde no estaba en cuestión la llegada del Mesías. Ni aun haciéndolo adrede, precisamente aquellos días, los canónigos victorinos habían invitado a su abadía a uno de ellos, todavía joven, pero de gran fama, Solomón de Gerona.
Naturalmente, Solomón no se alojaba en San Víctor: los canónigos le habían encontrado un cuarto, hediondo y oscuro, en una de las calles más mal paradas de París. Era de verdad un hombre de joven edad, aunque el rostro se veía consumido por la meditación y el estudio. Se expresaba en buen latín, pero de una manera poco comprensible, porque tenía una curiosa característica: tenía todos los dientes, arriba y abajo, desde el incisivo central hacia todo el lado izquierdo de la boca, y ninguno en el lado derecho. Aunque era por la mañana, la oscuridad del cuarto lo obligaba a leer con un candil encendido, y a la llegada de las visitas puso las manos encima de un rollo que tenía delante, como para impedir que los demás le echaran ojeada alguna. Precaución inútil porque el rollo estaba escrito en caracteres hebreos. El rabino intentó excusarse porque, dijo, aquél era un libro que los cristianos justamente execraban, el Toledot Jeschu de tristísima fama, donde se contaba que Jesús era hijo de una cortesana y de un mercenario, un tal Pantera. Pero habían sido precisamente los canónigos victorinos los que le habían pedido que tradujera algunas páginas, porque querían entender hasta qué punto podía llegar la perfidia de los judíos. Dijo también que hacía este trabajo de buen grado, porque también él consideraba ese libro demasiado severo, puesto que Jesús era un hombre virtuoso, no cabía duda, aunque había tenido la debilidad de considerarse, injustamente, el Mesías. Pero quizá había sido engañado por el Príncipe de las Tinieblas, e incluso los Evangelios admiten que había ido a tentarle.
Le interrogaron sobre la forma del Templo según Ezequiel, y sonrió:
—Los comentaristas más atentos del texto sagrado no han conseguido establecer cómo era exactamente el Templo. Incluso el gran rabí Salomón ben Isaac admitió que, si se sigue el texto al pie de la letra, no se entiende dónde están las habitaciones septentrionales exteriores, dónde empiezan en occidente y cuánto se extienden hacia el este, etcétera, etcétera. Vosotros los cristianos no entendéis que el texto sagrado nace de una Voz. El Señor, haqadosh barúch hú, que el Santo sea por siempre bendito, cuando les habla a sus profetas les hace oír unos sonidos, no les muestra unas figuras, como os pasa a vosotros con vuestras páginas miniadas. La voz suscita, sin duda, imágenes en el corazón del profeta, pero estas imágenes no son inmóviles, se funden, cambian de forma según la melodía de esa voz, y si queréis reducir a imágenes las palabras det Señor, que sea por siempre el Santo bendito, vosotros congeláis esa voz, como si fuera agua fresca que se vuelve hielo. Entonces ya no quita la sed, sino que adormece las extremidades en la frialdad de la muerte. El canónigo Ricardo, para entender el sentido espiritual de cada parte del Templo, lo querría construir como haría un maestro albañil, y no lo conseguirá nunca. La visión se parece a los sueños, donde las cosas se transforman unas en otras, no se parece a las imágenes de vuestras iglesias, donde las cosas permanecen siempre iguales a sí mismas.
Luego, el rabí Solomón preguntó por qué sus visitantes querían saber cómo era el Templo, y ellos le contaron de su búsqueda del reino del Preste Juan. El rabino se mostró muy interesado.
—Quizá no sepáis —dijo— que también nuestros textos nos hablan de un reino misterioso en el Lejano Oriente, donde viven todavía las diez tribus perdidas de Israel.
—He oído hablar de estas tribus —dijo Baudolino— pero sé muy poco de ellas.
—Está todo escrito. Después de la muerte de Salomón, las doce tribus en las que estaba dividido entonces Israel entraron en conflicto. Sólo dos, la de Judá y la de Benjamín, permanecieron fieles a la estirpe de David, y nada menos que diez tribus se fueron hacia el norte, donde fueron derrotadas y esclavizadas por los asirios. De ellas jamás se ha vuelto a saber nada. Esdras dice que se fueron hacia un país nunca habitado por los hombres, en una región llamada Arsareth, y otros profetas anunciaron que un día habrían sido reencontradas y habrían regresado triunfalmente a Jerusalén. Ahora bien, un hermano nuestro, Eldad, de la tribu de Dan, llegó hace más de cien años a Qayrawan, en África, donde existe una comunidad del Pueblo Elegido. Decía que venía del reino de las diez tribus perdidas, una tierra bendecida por el cielo donde se vive una vida pacífica, que nunca turba delito alguno, donde de verdad los arroyos manan leche y miel. Esta tierra ha permanecido separada de todos los demás lugares de este mundo porque está defendida por el río Sambatyón, cuya anchura equivale al recorrido de una flecha disparada por el arco más poderoso, pero carece de agua, y en él corren furiosamente sólo arena y piedras, haciendo un ruido tan horrible que se oye incluso desde media jornada de camino. Esa materia muerta corre tan aprisa que quien quisiera atravesar el río quedaría arrollado. El curso pedregoso se detiene sólo al principio del sábado, y sólo el sábado podría atravesarse, pero ningún hijo de Israel podría violar, el descanso sabático.
—Pero los cristianos ¿podrían? —preguntó Abdul.
—No, porque el sábado una cerca de llamas vuelve inaccesibles las orillas del río.
—Y entonces ¿cómo consiguió ese Eldad llegar a África? —preguntó el Poeta.
—Eso lo desconozco, pero ¿quién soy yo para discutir los decretos del Señor, que sea el Santo por siempre bendito? Hombres de poca fe, a Eldad podría haberle vadeado un ángel. El problema de nuestros rabinos, que empezaron a discutir enseguida sobre ese relato, desde Babilonia hasta la Península lbérica, era más bien otro: si las diez tribus perdidas habían vivido según la ley divina, sus leyes habrían debido ser las mismas de Israel, mientras que según el relato de Eldad eran distintas.
—Claro que si el lugar del que habla Eldad fuera el reino del Preste Juan, —dijo Baudolino—, ¡entonces sus leyes serían verdaderamente distintas de las vuestras, pero parecidas a las nuestras, aunque mejores!
—Esto es lo que nos separa de vosotros los gentiles, —dijo el rabí Solomón—. Vosotros tenéis la libertad de practicar vuestra ley, y la habéis corrompido, de suerte que buscáis un lugar donde todavía se observe. Nosotros hemos mantenido íntegra nuestra ley, pero no tenemos la libertad de seguirla. De todas maneras, que sepas que también sería un deseo encontrar ese reino, porque podría ser que allá nuestras diez tribus perdidas y los gentiles vivieran en paz y armonía, cada uno libre de practicar la propia ley; la existencia misma de ese reino prodigioso serviría de ejemplo a todos los hijos del Altísimo, que bendito el Santo por siempre sea. Y además te digo que quisiera encontrar ese reino por otra razón. Por lo que afirmó Eldad, allá se habla todavía la Lengua Santa, la lengua originaria que el Altísimo, que el Santo bendito por siempre sea, dio a Adán y que se perdió con la construcción de la torre de Babel.
—¡Qué locura! —dijo Abdul—. Mi madre siempre me ha dicho que la lengua de Adán fue reconstruida en su ínsula y es la lengua gaélica, compuesta por nueve partes del discurso, tantas como los nueve materiales de los que estaba compuesta la torre de Babel, arcilla y agua, lana y sangre, madera y cal, pez, lino y betún... Fueron los setenta y dos sabios de la escuela de Fenius los que construyeron la lengua gaélica usando fragmentos de cada uno de los setenta y dos idiomas nacidos después de la confusión de las lenguas, y por ello el gaélico contiene todo lo mejor de cada lengua y, al igual que la lengua adámica, tiene la misma forma del mundo creado, de modo que cada nombre, en gaélico, expresa la esencia de la cosa misma que nombra.
El rabí Solomón sonrió con indulgencia:
—Muchos pueblos creen que la lengua de Adán es la suya, olvidando que Adán no podía sino hablar la lengua de la Torá, no la de esos libros que cuentan de dioses falsos y mentirosos. Las setenta y dos lenguas nacidas después de la confusión ignoran letras fundamentales: por ejemplo, los gentiles no conocen la Het y los árabes ignoran la Peh, y por eso esas lenguas se parecen al gruñido de los cerdos, al croar de las ranas o a la voz de las grullas, porque son propias de los pueblos que han abandonado la justa conducta de vida. Sin embargo, la Torá originaria, en el momento de la creación, estaba en presencia del Altísimo, que bendito sea por siempre el Santo, escrita como fuego negro sobre fuego blanco, en un orden que no es el de la Torá escrita, tal como la leemos hoy, y que se ha manifestado así sólo después del pecado de Adán. Por eso yo, cada noche, paso horas y horas silabeando, con gran concentración, las letras de la Torá escrita, para confundirlas, y que giren como la rueda de un molino, y aflore de nuevo el orden originario de la Torá eterna, que preexistía a la creación y fue entregada a los ángeles por el Altísimo, que sea bendito por siempre el Santo. Si supiera que existe un reino lejano donde se ha conservado el orden originario y la lengua que Adán hablaba con su creador antes de cometer su pecado, dedicaría de buen grado mi vida a buscarlo.
Al decir estas palabras, el rostro de Solomón se había iluminado de una luz tal que nuestros amigos se preguntaron si no valía la pena hacer que participara en sus futuros conciliábulos. Fue el Poeta el que encontró el argumento decisivo: que ese judío quisiera encontrar en el reino del Preste Juan su lengua y sus diez tribus no tenía que turbarles; el Preste Juan debía de ser tan poderoso que podría gobernar incluso sobre las tribus perdidas de los judíos, y no se ve por qué no debía de hablar también la lengua de Adán. La cuestión principal era, ante todo, construir ese reino, y para ese fin un judío podía ser tan útil como un cristiano.
Con todo ello, todavía no se había decidido cómo debía ser el palacio del Preste. Resolvieron la cuestión unas noches más tarde, los cinco en la habitación de Baudolino. Inspirado por el genio del lugar, Abdul se resolvió a revelar a sus nuevos amigos el secreto de la miel verde, diciendo que habría podido ayudarles no a pensar, sino a ver directamente el palacio del Preste.
El rabí Solomón dijo enseguida que conocía maneras harto más místicas para obtener visiones, y que por la noche bastaba murmurar las múltiples combinaciones de las letras del nombre secreto del Señor, haciéndolas girar en la lengua como un rollo, sin dejarlas descansar nunca, y he aquí que brotaba un remolino tanto de pensamientos como de imágenes, hasta que se caía en un agotamiento beatífico.
El Poeta al principio parecía receloso, luego se resolvió a probar, pero, queriendo conciliar la virtud de la miel con la del vino, al final había perdido todo recato y desbarraba mejor que los demás.
Y he aquí que, alcanzado el justo estado de ebriedad, ayudándose con pocos e inciertos trazos que esbozaba sobre la mesa mojando el dedo en la jarra del vino, propuso que el palacio fuera como el que el apóstol Tomás había hecho construir para Gundafar, rey de los indios: techos y vigas de madera de Chipre, el tejado de ébano, y una cúpula coronada por dos remates de oro, en cuya cima brillaban dos carbúnculos, de suerte que el oro resplandecía de día a la luz del sol y las gemas de noche a la luz de la luna. Luego había dejado de encomendarse a la memoria y a la autoridad de Tomás, y había empezado a ver puertas de sardónice mezcladas con cuernos de la serpiente ceraste, que impiden introducir a los que las franquean veneno en su interior; y ventanas de cristal, mesas de oro sobre columnas de marfil, luces alimentadas con bálsamo; y la cama del Preste de zafiro, para proteger la castidad, porque —acababa el Poeta— este Juan será rey todo lo que queráis, pero es también sacerdote y, por lo tanto, de mujeres, nada.
—Me parece bonito —dijo Baudolino— pero para un rey que gobierna sobre un territorio tan vasto yo pondría también, en alguna sala, aquellos autómatas que se dice había en Roma, que advertían cuando una de las provincias se sublevaba.
—No creo que en el reino del Preste —observó Abdul— pueda haber sublevaciones, porque reinan la paz y la armonía.
Ahora también, la idea de los autómatas no le disgustaba, porque todos sabían que un gran emperador, fuera moro o cristiano, tenía que tener autómatas en la corte. Por lo tanto, los vio y con admirable hipotiposis los hizo visibles también a los amigos:
—El palacio está sobre una montaña, y es la montaña la que es de ónix, con una cinta tan pulida que resplandece como la luna. El templo es redondo, tiene la cúpula de oro, y de oro son las paredes, incrustadas de gemas tan rutilantes de luz que producen calor en invierno y frescura en verano. El techo está incrustado de zafiros que representan el cielo y de carbúnculos que representan las estrellas. Un sol dorado y una luna de plata, he aquí los autómatas, recorren la bóveda celeste, y pájaros mecánicos cantan cada día, mientras en las esquinas cuatro ángeles de bronce dorado les acompañan con sus trompetas. El palacio se yergue sobre un pozo escondido, donde parejas de caballos mueven una muela que lo hace girar según la variación de las estaciones, de suerte que se transforma en la imagen del cosmos. Debajo del suelo de cristal nadan peces y fabulosas criaturas marinas. Y aún más, yo he oído hablar de espejos en los que se puede ver todo lo que sucede. Le serían utilísimos al Preste para controlar los extremos confines de su reino...
El Poeta, proclive ya a la arquitectura, se puso a dibujar él. espejo, explicando:
—Habrá que colocarlo muy en lo alto, para ascender a él por ciento veinticinco escalones de pórfido...
—Y de alabastro, —sugirió Boron que hasta entonces estaba incubando en silencio el efecto de la miel verde.
—Y pongámosle también el alabastro. Y los escalones superiores serán de ámbar y pantera.
—¿Qué es la pantera, el padre de Jesús? —preguntó Baudolino.
—No seas necio, habla Plinio de ella y es una piedra multicolor. Pero en realidad el espejo se apoya sobre un pilar único o mejor dicho, no. Este pilar sostiene una basa sobre la cual se apoyan dos pilares y éstos sostienen una basa sobre la se apoyan cuatro pilares, y así se van aumentando los pilares hasta que en el basamento mediano haya sesenta y cuatro. Éstos sostienen un basamento con treinta y dos pilares, y así van disminuyendo hasta que se llega a un único pilar sobre el que se apoya el espejo.
—Escucha —dijo el rabí Solomón— con esta historia de los pilares el espejo se cae en cuanto uno se apoya en la base.
—Tú calla, que eres falso como el ánimo de Judas. A ti te va bien que vuestro Ezequiel viera un templo que no se sabe cómo era; si viene un albañil cristiano a decirte que no podía estar en pie, le respondes que Ezequiel oía voces y no prestaba atención a las figuras, ¿y luego yo tengo que hacer sólo espejos que se mantienen en pie? Pues yo le coloco también doce mil soldados de guardia al espejo, todos en torno a la columna de base, y se encargan ellos de que esté en pie. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, de acuerdo, el espejo es tuyo, —decía conciliador el rabí Solomón.
Abdul seguía aquellos discursos sonriendo con los ojos perdidos en el vacío, y Baudolino entendía que en aquel espejo habría querido divisar por lo menos la sombra de su princesa lejana.

—Los días siguientes tuvimos que darnos prisa, porque el Poeta tenía que irse, y no quería perderse el resto de la historia, le dijo Baudolino a Nicetas. Pero nosotros marchábamos ya por buen camino.
—¿Por buen camino? Pero si este Preste era, por lo que me resulta, menos creíble que los Magos vestidos de cardenales y de Carlomagno entre las cohortes angélicas...
—El Preste se habría vuelto creíble si se hubiera dado a conocer, en persona, con una carta a Federico.

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