Sala de Lectura

martes, noviembre 16, 2004

Baudolino - Parte X - Baudolino reprende al emperador y seduce a la emperatriz

Baudolino, entre estudios no muy severos y fantasías sobre el jardín del Edén, había transcurrido ya cuatro inviernos en París. Estaba deseando volver a ver a Federico, y aún más a Beatriz, que en su espíritu alterado había perdido ya todas las hechuras terrenales y se había convertido en una habitante de aquel paraíso, como la princesa lejana de Abdul.
Un día Reinaldo le había pedido al Poeta una oda para el emperador. El Poeta, desesperado, e intentando ganar tiempo diciéndole a su señor que esperaba la justa inspiración, mandó a Baudolino una petición de ayuda. Baudolino escribió una poesía excelente, Salve mundi domine, en la que Federico estaba por encima de todos los demás reyes, y se decía que su yugo era dulcísimo. Pero no se fiaba de mandarla a través de un emisario, y se planteó volver a Italia, donde mientras tanto habían sucedido muchísimas cosas que le costaba trabajo resumir a Nicetas.

—Reinaldo había dedicado su vida a crear una imagen del emperador como señor del mundo, príncipe de la paz, origen de toda ley y no sometido a ninguna, rex et sacerdos al mismo tiempo, como Melquisedec y, por lo tanto, no podía no chocar con el papa. Ahora bien, en los tiempos del asedio de Crema, había muerto el papa Adriano, el que había coronado a Federico en Roma, y la mayoría de los cardenales había elegido al cardenal Bandinelli como Alejandro III. Para Reinaldo era un azote, porque él y Bandinelli se llevaban como perro y gato, y éste no cedía sobre el Primado papal. No sé qué tramó Reinaldo, pero consiguió hacer que algunos cardenales y gente del senado eligieran a otro papa, Víctor IV, que él y Federico podían manejar a su antojo. Naturalmente, Alejandro III excomulgó inmediatamente tanto a Federico como a Víctor, y no bastaba con decir que Alejandro no era el papa verdadero y, por lo tanto, su excomunión no valía nada, porque, por una parte, los reyes de Francia y de Inglaterra se inclinaban por reconocerlo, y por otra, para las ciudades italianas era maná caído del cielo encontrar un papa que decía que el emperador era un cismático y que, por consiguiente, nadie le debía ya obediencia. Por añadidura, llegaban noticias de que Alejandro estaba tramando con vuestro basileo Manuel, buscando un imperio más grande que el de Federico sobre el que apoyarse. Si Reinaldo quería que Federico fuera el único heredero del imperio romano, debía encontrar la prueba visible de una descendencia. Por eso había puesto también manos a la obra al Poeta.
A Nicetas le costaba trabajo seguir la historia de Baudolino, año por año. No sólo le parecía que también su testigo se confundía un poco con lo que había sucedido antes y lo que había sucedido después, sino que encontraba que las vicisitudes de Federico se repetían siempre iguales, y no entendía cuándo habían retomado las armas los milaneses, cuándo habían vuelto a amenazar a Lodi, cuándo había bajado de nuevo el emperador a Italia.
—Si esto fuera una crónica —se decía— bastaría con coger una página al azar y se encontrarían siempre las mismas empresas. Parece uno de esos sueños donde vuelve siempre la misma historia, y tú imploras despertarte.
De todas maneras, le parecía entender a Nicetas que los milaneses llevaban ya dos años poniendo en dificultades a Federico, entre desaires y escaramuzas, y el año siguiente el emperador, con la ayuda de Novara, Asti, Vercelli, el marqués del Montferrato, el marqués Malaspina, el conde Biandrate, Como, Lodi, Bérgamo, Cremona, Pavía y alguien más, había vuelto a asediar Milán. Una bella mañana de primavera, Baudolino, que ya tenía veinte años, con el Salve mundi domine para el Poeta y su carteo con Beatriz, que no quería dejar en París a merced de los ladrones, había llegado ante las murallas de aquella ciudad.
—Espero que, en Milán, Federico se haya portado mejor que en Crema, —dijo Nicetas.
—Aun peor, por lo que oí al llegar. Había hecho arrancar los ojos a seis prisioneros de Melzo y Roncate, y a un milanés le había arrancado un ojo solo, para que condujera de vuelta a los demás a Milán, pero como contrapartida le había cortado la nariz. y cuando capturaba a los que intentaban introducir mercancías en Milán, les hacía cortar las manos.
—¡Pues ya ves que también él sacaba ojos! Pero a gente vulgar, no a los señores, como vosotros. Y a sus enemigos, ¡no a sus parientes!
—¿Lo justificas?
—Ahora; no entonces. Entonces me indigné. No quería ni siquiera encontrarme con él. Pero luego tuve que ir a rendirle homenaje, no podía evitarlo.
El emperador, en cuanto lo vio después de tanto tiempo, iba a abrazarlo dichosísimo, pero Baudolino no pudo contenerse. Se echó hacia atrás, lloró, le dijo que era malvado, que no podía pretender ser la fuente de la justicia si luego se portaba como un hombre injusto, que se avergonzaba de ser su hijo.
A quienquiera que le hubiera dicho cosas de ese tipo, Federico habría hecho que no sólo le sacaran los ojos y le arrancaran la nariz, sino también las orejas. Y, en cambio, quedó sorprendido por el furor de Baudolino y él, el emperador, intentó justificarse.
—Se trata de rebelión, de rebelión contra la ley, Baudolino, y tú has sido el primero en decirme que la ley soy yo. No puedo perdonar, no puedo ser bueno. Es mi deber ser despiadado. ¿Crees que me gusta?
—Sí que te gusta, padre mío ¿tenías que matar a toda esa gente hace dos años en Crema y mutilar a esos otros en Milán, no en la batalla sino en frío, por puntillo, por una venganza, por una afrenta?
—¡Ah, sigues mis hazañas, como si fueras Rahewin! Pues entonces, que sepas que no era puntillo, era ejemplo. Es la única manera de doblegar a estos hijos desobedientes. ¿Crees que César y Augusto eran más clementes? Es la guerra Baudolino ¿acaso sabes lo que es? Tú que te haces el gran bachiller en París ¿sabes que cuando vuelvas te querré en la corte entre mis ministeriales, y a lo mejor incluso te hago caballero? ¿Y piensas cabalgar con el sacro romano emperador sin ensuciarte las manos? ¿Te da asco la sangre? Pues dímelo y te meto a monje. Pero luego tendrás que ser casto, y cuidado, que me han contado historias tuyas de París que te veo poco de monje, precisamente. ¿Dónde te hiciste esa cicatriz? ¡Me asombra que la tengas en el rostro y no en el culo!
—Mis espías te habrán contado historias sobre mí en París, pero yo sin necesidad de espías he oído contar por doquier una buena historia sobre ti en Adrianópolis. Mejor mis historias con los maridos parisinos que las tuyas con los monjes bizantinos.
Federico se puso rígido, empalideció. Sabía perfectamente de qué hablaba Baudolino (que lo había sabido de Otón). Cuando todavía era duque de Suabia, había tomado la cruz y había participado en la segunda expedición de ultramar, para ir en socorro del reino cristiano de Jerusalén. Y mientras el ejército cristiano avanzaba con fatiga, cerca de Adrianópolis, uno de sus nobles, que se había alejado de la expedición, fue asaltado y asesinado, quizá por bandidos del lugar. Había ya mucha tensión entre latinos y bizantinos, y Federico tomó lo ocurrido como una afrenta. Como en Crema, su ira se volvió incontenible: asaltó un monasterio cercano e hizo una carnicería de todos sus monjes.
El episodio había quedado como una mancha sobre el nombre de Federico; todos habían fingido olvidarlo, e incluso Otón en las Gesta Frederici lo había callado, mencionando, en cambio, inmediatamente después, cómo el joven duque se había librado de una violenta inundación no lejos de Constantinopla, señal de que el cielo no le había retirado su protección. Pero el único que no había olvidado era Federico, y que la herida de aquella mala acción no hubiera llegado a cicatrizarse nunca, lo probó su reacción. De pálido que estaba se puso colorado, asió un candelabro de bronce y se echó sobre Baudolino como para matarlo. Se contuvo a malas penas, bajó el arma cuando ya lo había aferrado por el sayo y le dijo entre dientes:
—Por todos los diablos del infierno, no vuelvas a decir nunca más lo que acabas de decir.
Luego salió de la tienda. En el umbral se detuvo un instante:
—Ve a rendirle homenaje a la emperatriz, luego vuelve con esas damiselas de clérigos parisinos que tanto te gustan.
—Ya te haré ver yo si soy una damisela, ya te haré ver lo que sé hacer, —iba rumiando Baudolino al dejar el campo, sin saber ni siquiera él qué habría podido hacer, salvo que sentía que odiaba a su padre adoptivo y quería hacerle daño.
Todavía furioso, había llegado a los aposentos de Beatriz. Había besado compuestamente el borde de su túnica, luego la mano de la emperatriz; ella se había sorprendido por la cicatriz, haciendo preguntas ansiosas. Baudolino había contestado con indiferencia que se había tratado de un choque con unos ladrones callejeros, cosas que les suceden a los que viajan por el mundo. Beatriz lo había mirado con admiración, y hay que decir que aquel joven, con sus veinte años y con su rostro leonino que la cicatriz volvía aún más varonil, era ya lo que se suele decir un apuesto caballero. La emperatriz lo había invitado a sentarse y a relatar sus últimas peripecias. Mientras ella bordaba sonriente, sentada bajo un gracioso baldaquín, él se había ovillado a sus pies y relataba, sin saber ni siquiera lo que decía, sólo para calmar su tensión. Pero a medida que hablaba, iba divisando, de abajo arriba, su bellísimo rostro, se resentía de todos los ardores de aquellos años —pero todos juntos, centuplicados— hasta que Beatriz le dijo, con una de sus sonrisas más seductoras:
—Al final no has escrito todo lo que te había ordenado, y todo lo que habría deseado.
Quizá lo había dicho con su habitual devoción fraterna, quizá era sólo para animar la conversación, pero, para Baudolino, Beatriz no podía decir nada sin que sus palabras fueran al mismo tiempo bálsamo y veneno. Con las manos temblorosas, había sacado del pecho las cartas de él a ella y de ella a él, y, al brindárselas, susurró:
—No, he escrito, y muchísimo, y tú, Señora, me has contestado. —Beatriz no entendía, tomó las hojas, comenzó a leerlas, a media voz para conseguir descifrar mejor esa doble caligrafía. Baudolino, a dos pasos de ella, se retorcía las manos sudando, se decía que había sido un loco, que ella lo echaría llamando a sus guardias; habría querido tener un arma para sumergirla en su corazón. Beatriz seguía leyendo, y sus mejillas se iban arrebolando cada vez más, la voz le temblaba mientras desgranaba aquellas palabras inflamadas, como si celebrara una misa blasfema; se levantó, en dos ocasiones pareció vacilar, en dos ocasiones
se alejó de Baudolino que se había adelantado para sostenerla, luego dijo sólo con poca voz:
—Muchacho, muchacho ¿qué has hecho?
Baudolino se acercó de nuevo, para quitarle aquellas hojas de las manos, tembloroso; temblorosa ella tendió la mano para acariciarle la nuca, él se dio la vuelta de perfil porque no conseguía mirarla a los ojos, ella le acarició con las yemas la cicatriz. Para evitar incluso ese toque, él giró de nuevo la cabeza, pero ella ya se había acercado demasiado, y se encontraron nariz con nariz. Baudolino puso las manos detrás de la espalda, para prohibirse un abrazo, pero ya sus labios se habían tocado, y después de haberse tocado se habían entreabierto, un poco, de modo que por un instante, un solo instante de los poquísimos que duró ese beso, a través de los labios entreabiertos se acariciaron también las lenguas.
Acabada esa fulmínea eternidad, Beatriz se retiró, ahora blanca como una enferma y, mirando fijamente a Baudolino a los ojos y con dureza, le dijo:
—Por todos los santos del Paraíso, no vuelvas a hacer nunca más lo que acabas de hacer.
Lo había dicho sin ira, casi sin sentimientos, como si fuera a desmayarse. Luego los ojos se le humedecieron y añadió, suavemente:
—¡Te lo ruego!
Baudolino se arrodilló tocando casi el suelo con la frente, y salió sin saber adónde iba. Más tarde se dio cuenta de que en un solo instante había cometido cuatro crímenes: había ofendido la majestad de la emperatriz, se había manchado de adulterio, había traicionado la confianza de su padre y había cedido a la infame tentación de la venganza.
—Venganza, porque —se preguntaba— si Federico no hubiera cometido esa carnicería, no me hubiera insultado, y yo no hubiera experimentado en mi corazón un sentimiento de odio, ¿habría hecho igualmente lo que he hecho?
Y al intentar no responder a esa pregunta, se daba cuenta de que, si la respuesta hubiera sido la que él se temía, entonces habría cometido el quinto y más horrible de los pecados, habría manchado indeleblemente la virtud de su propio ídolo sólo para satisfacer su rencor, habría transformado lo que se había convertido en el objeto de su existencia en un sórdido instrumento.

—Señor Nicetas, esta sospecha me ha acompañado durante muchos años, aunque no conseguía olvidar la desgarradora belleza de aquel momento. Estaba cada vez más enamorado, pero esta vez ya sin esperanza alguna, ni siquiera en sueños. Porque, si quería un perdón, fuera el que fuese, la imagen de ella debía desaparecer incluso de mis sueños. En el fondo, me he dicho durante tantas y largas noches en vela, lo has tenido todo y no puedes desear nada más.
La noche caía sobre Constantinopla, y el cielo ya no rojeaba. El incendio se iba apagando, y sólo en algunas colinas de la ciudad se veían relampaguear no llamas sino brasas. Nicetas, mientras tanto, había encargado dos copas de vino con miel. Baudolino lo había paladeado con los ojos perdidos en el vacío.
—Es vino de Thasos. En la tinaja se pone una pasta de escanda impregnada con miel. Luego se mezclan un vino fuerte y perfumado con uno más delicado. Es dulce ¿verdad? —le preguntaba Nicetas.
—Sí, dulcísimo, —le había contestado Baudolino, que parecía estar pensando en otras cosas. Luego posó la copa.
—Aquella misma tarde —concluyó— renuncié para siempre a juzgar a Federico, porque me sentía más culpable que él. ¿Es peor cortarle la nariz a un enemigo o besar en la boca a la mujer de tu benefactor?

El día siguiente había ido a pedir perdón a su propio padre adoptivo, por las palabras duras que le había dicho, y se había sonrojado al darse cuenta de que era Federico el que sentía remordimientos. El emperador lo abrazó, excusándose por su ira, y diciéndole que prefería, a los cien aduladores que tenía a su alrededor, a un hijo como él, capaz de decirle cuándo se equivocaba.
—Ni siquiera mi confesor tiene el valor de decírmelo, —le dijo sonriendo—. Eres la única persona de la que me fío.
Baudolino empezaba a pagar su crimen ardiendo de vergüenza.

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