Baudolino escribe la carta del Preste Juan
La decisión de escribir una carta del Preste Juan se inspiró en una historia que el rabí Solomón había escuchado de los árabes de Al—Andalus. Un marinero, Sindibad, que vivió en tiempos del califa Harun al—Rashid, naufragó un día en una ínsula, que se encuentra bajo la línea del equinoccio, de suerte que allí tanto la noche como el día duran exactamente doce horas. Sindibad decía haber visto en la ínsula a muchos indios, lo que dejaba pensar que estaba cercana a la India. Los indios lo habían llevado a la presencia del príncipe de Sarandib. Este príncipe sólo se movía en un trono colocado sobre un elefante, de ocho codos de altura, a cuyos lados desfilaban en doble fila sus feudatarios y sus ministros. Lo precedía un heraldo con una jabalina de oro y detrás de él otro con un mazo de oro que tenía como ápice una esmeralda. Cuando bajaba del trono para continuar a caballo, lo seguían mil caballeros vestidos de seda y de brocado, y otro heraldo lo precedía pregonando que llegaba un rey que poseía una corona sin igual, como nunca la tuvo Salomón. El príncipe había concedido audiencia a Sindibad, pidiéndole muchas noticias sobre el reino de donde venía. Al final, le pidió que llevara a Harun al—Rashid una carta, escrita en un pergamino de piel de cordero con tinta ultramarina, que decía: “Te envío el saludo de la paz, yo, príncipe de Sarandib, ante el cual hay mil elefantes y en cuyo palacio los mirlos están hechos de joyas. Te consideramos como un hermano y te rogamos que nos envíes una respuesta. Y te rogamos que aceptes este humilde regalo”
El humilde regalo era una enorme copa de rubí, con la cavidad adornada de perlas. Este regalo, y aquella carta, habían hecho que en el mundo sarraceno se venerara aún más el nombre del gran Harun al—Rashid.
—Ese marinero tuyo estuvo sin duda en el reino del Preste Juan, —dijo Baudolino—. Sólo que en árabe lo llaman de manera distinta. Pero mentía al decir que el Preste habría enviado cartas y regalos al califa, porque Juan es cristiano, aunque nestoriano, y si tuviera que enviar una carta lo haría a Federico emperador.
—Pues escribámosla entonces esa carta, —dijo el Poeta. A la zaga de cualquier noticia que alimentara su construcción del reino del Preste, nuestros amigos habían topado con Kyot. Era un joven nativo de Champaña, que acababa de regresar de un viaje por Bretaña, con el ánimo aún encendido por historias de caballeros errantes, magos, hadas y maleficios, que los habitantes de esa tierra relatan en las veladas nocturnas junto al fuego. Cuando Baudolino le mencionó las maravillas del palacio del Preste Juan, lanzó un grito:
—¡Yo en Bretaña he oído hablar ya de un castillo así, o casi! ¡Es el castillo donde se conserva el Greal!
—¿Qué sabes tú del Greal? —había preguntado Boron, repentinamente receloso, como si Kyot hubiera alargado la mano sobre algo suyo.
—¿Y qué sabes tú? —había replicado Kyot, igual de receloso.
—Bueno, bueno —había dicho Baudolino— veo que este greal significa mucho para los dos. ¿De qué se trata? Por lo que yo sé un greal debería ser una especie de escudilla.
—Escudilla, escudilla, —había sonreído indulgente Boron—. Un cáliz, más bien.
Luego, como resolviéndose a revelar su secreto:
—Me sorprende que no hayáis oído hablar de él. Es la reliquia más preciosa de toda la cristiandad, la copa en la que Jesús consagró el vino en la última Cena, y con la cual, después, José de Arimatea recogió la sangre que brotaba del costado del Crucificado. Algunos dicen que el nombre de esa copa es Santo Grial, otros dicen Sangreal, sangre real, porque quien la posee entra a formar parte de una prosapia de caballeros elegidos, de la misma estirpe de David y de Nuestro Señor.
—¿Greal o Grial? —preguntó el Poeta, inmediatamente atento al oír de algo que podía otorgar algún tipo de poder.
—No se sabe, —dijo Kyot—. Unos dicen también Grasal y otros Graalz. Y no está escrito que tenga que ser una copa. Los que lo han visto no recuerdan su forma, saben sólo que se trataba de un objeto dotado de poderes extraordinarios.
—¿Quién lo ha visto?
—Sin duda, los caballeros que lo custodiaban en Brocelianda. Pero también de ellos se ha perdido todo rastro, y yo sólo he conocido a gente que narra sus andanzas.
—Sería mejor que de ese objeto se narrara menos y se intentara saber más, dijo Boron. Este muchacho acaba de ir a Bretaña, acaba de oír hablar de ello y ya me mira como si yo quisiera robarle lo que no tiene. A todos les pasa lo mismo. Uno oye hablar del Greal, y piensa que es el único que lo va a encontrar. Pero yo en Bretaña, y en las ínsulas allende el mar, me pasé cinco años, sin narrar, sólo para encontrar...
—¿Y lo encontraste? —preguntó Kyot.
—El problema no es encontrar el Greal, sino a los caballeros que sabían dónde estaba. Vagué, pregunté, nunca los encontré. Quizá yo no era un elegido. Y heme aquí, hurgando entre pergaminos, con la esperanza de desenterrar un rastro que se me haya escapado vagabundeando por aquellos bosques...
—Pues no sé qué hacemos hablando del Greal, —dijo Baudolino—, si está en Bretaña o en esas ínsulas, entonces no nos interesa, porque no tiene nada que ver con el Preste Juan.
No, había dicho Kyot, porque nunca ha quedado claro dónde está el castillo y el objeto que custodia, pero, entre las muchas historias que había oído, existía una según la cual uno de aquellos caballeros, Feirefiz, lo había encontrado y luego se lo había regalado a su hijo, un preste que se habría convertido en rey de la India.
—Locuras, había dicho Boron, y yo ¿lo habría buscado durante años en el lugar equivocado? ¿pero quién te ha contado la historia de ese Feirefiz?
—Toda historia puede ser buena —había dicho el Poeta— y si sigues la de Kyot, a lo mejor podrías recobrar tu Greal. Pero de momento no nos importa tanto encontrarlo como establecer si vale la pena vincularlo con el Preste Juan. Mi querido Boron, nosotros no buscamos una cosa, sino alguien que nos hable de ella.
Y luego dirigiéndose a Baudolino:
—¿Te lo imaginas? El Preste Juan posee el Greal, de ahí procede su altísima dignidad, ¡y podría transmitir esa dignidad a Federico regalándoselo!
—Y podría ser la misma copa de rubíes que el príncipe de Sarandib le enviara a Harun al—Rashid, —sugirió Solomón, que por la excitación se había puesto a silbar por la parte desdentada—. Los sarracenos honran a Jesús como un gran profeta, podrían haber descubierto la copa, y luego Harun podría habérsela regalado a su vez al Preste...
—Espléndido, —dijo el Poeta—. La copa como vaticinio de la reconquista de lo que tenían los moros como injustos poseedores. ¡En comparación, Jerusalén es una menudencia!
Decidieron probar. Abdul consiguió sustraer con nocturnidad un pergamino de mucho valor, que nunca había sido raspado, del scriptorium de la abadía de San Víctor. Le faltaba sólo un sello para parecer la carta de un rey. En aquel cuarto que era para dos y ahora alojaba a seis personas, todas alrededor de una mesa vacilante, Baudolino, con los ojos cerrados, como inspirado, dictaba. Abdul escribía, porque su caligrafía, que había aprendido en los reinos cristianos de ultramar, podía recordar la manera en que escribe, en letras latinas, un oriental. Antes de iniciar había propuesto dar fondo, para que todos tuvieran su justo punto de invención y agudeza, a la última miel verde que quedaba en el tarro, pero Baudolino contestó que aquella noche habían de estar lúcidos.
Se preguntaron, ante todo, si el Preste no habría debido escribir en su lengua adámica, o por lo menos en griego, pero llegaron a la conclusión de que un rey como Juan probablemente tenía a su servicio secretarios que conocían todas las lenguas, y por respeto a Federico debía escribir en latín. Entre otras cosas porque, había añadido Baudolino, la carta tenía que sorprender y convencer al papa y a los demás príncipes cristianos y, por lo tanto y ante todo, tenía que resultarles comprensible a ellos. Empezaron.
El Presbyter Johannes, por virtud y poder de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo, señor de los que señorean, a Federico, sacro y romano emperador, desea salud y perpetuo goce de las divinas bendiciones...
Había sido anunciado a nuestra majestad que tenías en gran cuenta nuestra excelencia y que te había llegado noticia de nuestra grandeza. Por nuestros emisarios hemos sabido que querías enviarnos algo agradable y divertido, para deleite de nuestra clemencia. Aceptamos de buen grado el presente, y mediante un embajador te enviamos un signo de parte nuestra, deseosos de saber si sigues con nosotros la recta fe y si en todo y por todo crees en Jesucristo Nuestro Señor. Por la amplitud de nuestra munificencia, si te sirve algo que pueda ser de tu agrado, háznoslo saber, ya sea mediante un gesto de nuestro emisario, ya sea mediante un testimonio de tu afecto. Acepta en cambio...
—Párate un momento, —dijo Abdu—l. ¡Éste podría ser el momento en que el Preste le envía a Federico el Greal!
—Sí —dijo Baudolino— pero estos dos insensatos de Boron y Kyot, ¡todavía no han conseguido decir de qué se trata!
—Han oído muchas historias, han visto muchas cosas, quizá no lo recuerdan todo. Por eso proponía la miel: hay que liberar las ideas.
Quizá sí, Baudolino que dictaba y Abdul que escribía podían limitarse al vino, pero los testigos, o las fuentes de la revelación, debían ser estimuladas con la miel verde. Y he ahí por qué, al cabo de pocos instantes, Boron, Kyot (estupefacto por las nuevas sensaciones que experimentaba) y el Poeta, que a la miel ya le había cogido gusto, estaban sentados por el suelo con una sonrisa alelada estampada en el rostro, y devaneaban cual rehenes de Aloadin.
—Oh, sí —estaba diciendo Kyot— hay un gran salón, y antorchas que iluminan la sala con una claridad que nunca podría imaginarse igual. Y aparece un paje que empuña una lanza de tal blancura que reluce al fuego de la chimenea. De la punta de la lanza brota una gota de sangre y cae en la mano del paje... Luego llegan otros dos pajes, con candelabros de oro damasquinados, en cada uno de los cuales brillan por lo menos diez velas. Los pajes son bellísimos... Ahí está, ahora entra una damisela que lleva el Greal, y se está difundiendo por la sala una gran luz... Las velas palidecen como la luna y las estrellas cuando se alza el sol. El Greal es del más puro oro, con extraordinarias piedras preciosas engastadas, las más ricas que existan por mar y por tierra... Y ahora entra otra doncella llevando un plato de plata...
—¿Y cómo está hecho ese maldito Greal? —gritaba el Poeta.
—No lo sé, veo sólo una luz...
—Tú ves sólo una luz, —dijo entonces Boron—, pero yo veo más. Hay antorchas iluminando la sala sí, pero ahora se oye un trueno, un terrible tremor, como si el palacio se hundiera. Cae una gran tiniebla... No, ahora un rayo de sol ilumina el palacio siete veces más que antes. Oh, está entrando el santo Greal, cubierto por un paño de terciopelo blanco y, a su entrada, se apoderan del palacio los perfumes de todas las especias del mundo. Y a medida que el Greal pasa en torno a la mesa, los caballeros ven llenarse sus platos de todos los alimentos que puedan desear...
—¿Pero cómo es ese Greal del diablo? —interrumpía el Poeta.
—No blasfemes, es una copa.
—¿Cómo lo sabes, si está debajo de un paño de terciopelo?
—Lo sé porque lo sé, —se obstinaba Boron—. Me lo han dicho.
—¡Maldito seas en los siglos y que te atormenten mil demonios! Parece que tienes una visión ¿y luego, vas y cuentas lo que te han dicho y no ves? ¡Pues eres peor que ese huevón de Ezequiel, que no sabía lo que veía porque estos judíos no miran las miniaturas y sólo escuchan las voces!
—Te lo ruego, blasfemador —intervenía Solomón— no por mí, ¡la Biblia es un libro sagrado también para vosotros, abominables gentiles!
—Calmaos, calmaos, —decía Baudolino—. Escucha esto, Boron. Admitamos que el Greal es la copa donde Nuestro Señor Jesucristo consagró el vino. ¿Cómo podía José de Arimatea recoger en él la sangre del Crucificado, si cuando depone a Jesús de la cruz nuestro Salvador ya estaba muerto, y como se sabe de los muertos no brota sangre?
—Incluso muerto, Jesús podía hacer milagros.
—No era una copa —interrumpió Kyot— porque el que me contó la historia de Feirefiz me reveló también que se trataba de una piedra caída del cielo, lapis ex coelis, y si era una copa, lo era porque había sido tallada en esa piedra celeste.
—Y entonces ¿por qué no era la punta de la lanza que traspasó el santo costado? —preguntaba el Poeta—. ¿No acabas de decir que en el salón veías entrar a un paje que llevaba una lanza sangrante? Pues yo veo no a uno, sino a tres pajes con una lanza de la que caen ríos de sangre... Y luego un hombre vestido de obispo con una cruz en la mano, con cuatro ángeles que lo llevan en un sitial y lo colocan ante una mesa de plata sobre la que ahora reposa la lanza... Luego dos doncellas que llevan una bandeja con la cabeza cortada de un hombre bañada en sangre. Y luego el obispo, oficiando sobre la lanza, alza la hostia, ¡y en la hostia aparece la imagen de un niño! ¡Es la lanza el objeto portentoso, y es signo de poder porque es signo de fuerza!
—No, la lanza mana sangre, pero las gotas caen en una copa, como demostración del milagro del que os hablaba, —decía Boron—. Es tan simple... y empezaba a sonreír.
—Dejémoslo, —dijo Baudolino desconsolado—. Dejemos de lado el Greal y sigamos adelante.
—Amigos míos —dijo entonces el rabí Solomón, con la distancia de quien, siendo judío, no estaba muy impresionado por esa gran reliquia— hacer que el Preste regale enseguida un objeto de tales características me parece exagerado. Y, además, el que lee la carta podría pedirle a Federico que le enseñara ese portento. Con todo, no podemos excluir que las historias escuchadas por Kyot y Boron no circulen ya por muchos lugares y, por lo tanto, bastaría una alusión, y quien quiera entender que entienda. No escribáis Greal, no escribáis copa, usad un término más impreciso. La Torá no dice nunca las cosas más sublimes en sentido literal, sino según un sentido secreto, que el lector devoto tiene que adivinar poco a poco, lo que el Altísimo, que el Santo bendito sea por siempre, quería que se entendiera al final de los tiempos.
Baudolino sugirió:
—Digamos entonces que le manda un escriño, un cofre, un arca, digamos accipe istam veram arcam, acepta este cofre verdadero...
—No está mal, —dijo el rabí Solomón—. Vela y revela al mismo tiempo. Y abre la vía a la vorágine de la interpretación.
Siguieron escribiendo.
Si quieres venir a nuestros dominios, serás el mayor y más digno de nuestra corte y podrás disfrutar de nuestras riquezas. De éstas, que entre nosotros abundan, te colmaremos si luego deseas volver a tu imperio. Acuérdate de los Novísimos, y no pecarás jamás.
Después de esta recomendación, el Preste pasaba a describir su potencia.
—Nada de humildad —aconsejaba Abdul— el Preste está tan arriba que puede permitirse gestos de soberbia.
Imaginémonos. Baudolino no tuvo rémoras, y dictó. Ese dominus dominantium superaba en poder a todos los reyes de la tierra y sus riquezas eran infinitas: setenta y dos reyes le pagaban tributo, setenta y dos provincias le obedecían, aunque no todas cristianas, y he aquí contentado el rabí Solomón, al colocarle en el reino también las tribus perdidas de Israel. Su soberanidad se extendía sobre las tres Indias, sus territorios alcanzaban los desiertos más lejanos, hasta la torre de Babel. Cada mes servían a la mesa del Preste siete reyes, sesenta y dos duques y trescientos sesenta y cinco condes, y cada día se sentaban en aquella mesa doce arzobispos, diez obispos, el patriarca de Santo Tomás, el metropolita de Samarcanda y el arcipreste de Susa.
—¿No es demasiado? —preguntaba Solomón.
—No, no —dijo el Poeta— hay que hacer que el papa y el basileo de Bizancio se ahoguen en su bilis. Y añade que el Preste ha hecho voto de visitar el Santo Sepulcro con un gran ejército para derrotar a los enemigos de Cristo. Eso para confirmar lo que había dicho Otón, y para cerrarle la boca al papa si por casualidad objetara que no había conseguido atravesar el Ganges. Juan lo volverá a intentar, por eso vale la pena salir en su busca y estrechar una alianza con él.
—Ahora dadme ideas para poblar el reino, —dijo Baudolino—. En él deben vivir elefantes, dromedarios, camellos, hipopótamos, panteras, onagros, leones blancos y rojos, cigarras mudas, grifos, tigres, lamias, hienas, todo lo que nunca se ve, y cuyos despojos sean preciosos para los que decidan ir de caza por aquellos predios. Y luego hombres nunca vistos, pero de los que hablan los libros sobre la naturaleza de las cosas y del universo...
—Sagitarios, hombres cornudos, faunos, sátiros, pigmeos, cinocéfalos, gigantes de cuarenta codos de altura, hombres monóculos, —sugería Kyot.
—Bien, bien; escribe, Abdul, escribe, —decía Baudolino.
Para todo lo demás no había sino que retomar lo que se había pensado y dicho en los años anteriores, con algún embellecimiento. La tierra del Preste manaba miel y estaba colmada de leche, y el rabí Solomón se deliciaba al encontrar ecos del Éxodo, del Levítico o del Deuteronomio, no albergaba ni serpientes ni escorpiones en ella corría el río Ydonus, que fluye directamente del Paraíso Terrenal, y en él se encontraban... piedras y arena, sugería Kyot. No, respondía el rabí Solomón, ése es el Sambatyón. Y el Sambatyón ¿no tenemos que ponerlo? Sí, pero después. El Ydonus fluye del Paraíso Terrenal y, por lo tanto, contiene... esmeraldas, topacios, carbúnculos, zafiros, crisólitos, ónices, berilios, amatistas, contribuía Kyot, que acababa de llegar y no entendía por qué sus amigos daban señales de náusea (si me das un topacio más me lo trago y luego lo cago por la ventana, siseaba Baudolino), pues a esas alturas, con todas las ínsulas afortunadas y los paraísos que habían visitado en el curso de su búsqueda, ya no podían más de las piedras preciosas.
Abdul propuso entonces, visto que el reino estaba en Oriente, nombrar especias raras, y se optó por la pimienta. De la cual dijo Boron que nace en árboles infestados por serpientes, y cuando está madura se les prende fuego a los árboles, y las serpientes escapan y se introducen en sus madrigueras; entonces es posible acercarse a los árboles, sacudirlos, hacer caer la pimienta de las ramillas y cocerla de una manera que todos desconocen.
—¿Ahora podemos poner al Sambatyón? —preguntó Solomón.
—Pues pongámoslo —dijo el Poeta— así está claro que las diez tribus perdidas están más allá del río; mejor aún, mencionémoslas explícitamente, y el hecho de que Federico pueda encontrar también a las tribus perdidas será un trofeo más para su gloria.
Abdul observó que el Sambatyón era necesario, porque era el obstáculo insuperable que frustra la voluntad y dilata el deseo, es decir, los Celos. Alguien propuso mencionar también un arroyo subterráneo lleno de gemas preciosas, Baudolino dijo que Abdul bien podía escribirlo, pero que él no quería tener nada que ver por miedo de oír nombrar una vez más un topacio. Con Plinio e Isidoro como testigos, se decidió, en cambio, colocar en esa tierra a las salamandras, serpientes de cuatro patas que viven sólo entre las llamas.
—Basta con que sea verdad, y nosotros lo ponemos —había dicho Baudolino— lo importante es no contar cuentos.
La carta insistía un poco más sobre la virtud que remaba en aquellos predios, donde todos los peregrinos eran acogidos con caridad, no existía ningún pobre, no había ladrones, predadores, avaros, aduladores. El Preste afirmaba, inmediatamente después, que consideraba que no existía en el mundo monarca tan rico y con tantos súbditos. Para dar prueba de esa su riqueza, como también Sindibad había visto en Sarandib, he aquí la gran escena en la que el Preste se describía mientras libraba batalla contra sus enemigos, precedido por trece cruces cuajadas de joyas, cada una sobre un carro, cada carro seguido por diez mil caballeros y cien mil soldados de a pie. Cuando, en cambio, el Preste cabalgaba en tiempo de paz, era precedido por una cruz de madera, en recuerdo de la pasión del Señor, y por una vasija de oro llena de tierra, para recordar a todos y a sí mismo que polvo somos y polvo seremos. Pero, para que nadie olvidara que el que pasaba era el rey de los reyes, he ahí también una vasija de plata llena de oro.
—Si le pones los topacios, te parto esta jarra en la cabeza, —había advertido Baudolino.
Y Abdul, por lo menos esa vez, no los puso.
—Ah, y escribe también que acullá no hay adúlteros, y que nadie puede mentir, y que quien miente muere al instante; es decir, es como si se muriera, porque lo proscriben y ya nadie lo considera.
—Pero ya he escrito que no hay vicios, que no hay ladrones...
—No importa, insiste, el reino del Preste Juan debe ser un lugar donde los cristianos consiguen observar los mandamientos divinos, mientras que el papa no ha conseguido obtener nada parecido con sus hijos; es más, miente también él, y más que los demás. Y además, si insistimos sobre el hecho de que allá nadie miente, resulta palmario que todo lo que dice Juan es verdadero.
Juan seguía diciendo que cada año visitaba con un gran ejército la tumba del profeta Daniel en Babilonia desierta, que en su país se pescaban peces de cuya sangre se extraía la púrpura, y que ejercía su soberanidad sobre las Amazonas y sobre los Bracmanes. El asunto de los Bracmanes le había parecido útil a Boron, porque los Bracmanes habían sido vistos por Alejandro el Grande cuando tocó el Oriente más extremo que se pudiera imaginar. Por lo tanto, su presencia probaba que el reino del Preste había englobado el imperio mismo de Alejandro.
En ese punto, no quedaba sino describir su palacio y su espejo mágico, y sobre ese asunto ya lo había dicho todo el Poeta unas noches antes. Sólo que lo recordó susurrándoselo al oído de Abdul, de modo que Baudolino no oyera hablar de topacios y berilios, pero estaba claro que en ese caso eran necesarios.
—Yo creo que los que leerán —dijo el rabí Solomón— se preguntarán por qué un rey tan poderoso se hace llamar sólo preste.
—Justo, lo cual nos permite llegar a la conclusión, —dijo Baudolino—. Escribe, Abdul...
Oh Federico dilectísimo, por qué nuestra sublimidad no nos consiente un apelativo más digno que el de Presbyter es pregunta que hace honor a tu sabiduría. Ciertamente, en nuestra corte tenemos ministeriales distinguidos con funciones y nombres harto más dignos, sobre todo por lo que concierne a la jerarquía eclesiástica... Nuestro despensero es primado y rey, rey y arzobispo nuestro copero, obispo y rey nuestro chambelán, rey y archimandrita nuestro senescal, rey y abad el jefe de nuestros cocineros. Así pues, nuestra alteza, no pudiendo soportar ser designada con los mismos apelativos, o condecorada con las mismas órdenes de las que abunda nuestra corte, por humildad ha establecido ser llamada con un nombre menos importante y con un grado inferior. De momento, te baste saber que nuestro territorio se extiende, por una parte, por cuatro meses de camino, mientras por la otra, nadie sabe hasta dónde llega. Si tú pudieras ponerle número a las estrellas del cielo y la arena del mar; entonces podrías medir nuestras posesiones Y nuestra potencia.
Rayaba casi el alba cuando nuestros amigos acabaron la carta. Los que habían tomado la miel vivían todavía en un estado de sonriente estupor, los que habían bebido sólo vino estaban borrachos, el Poeta, que había ingerido de nuevo ambas sustancias, se mantenía en pie con esfuerzo. Fueron cantando por callejones y plazas, tocando ese pergamino con reverencia, convencidos ya de que estaba recién llegado del reino del Preste Juan.
—¿Y se la mandaste enseguida a Reinaldo? —preguntó Nicetas.
—No. Después de la marcha del Poeta, durante meses y meses la releímos, y retocamos, raspando y reescribiendo más de una vez. De vez en cuando alguien proponía una pequeña añadidura.
—Pero Reinaldo esperaba la carta, me imagino...
—El caso es que, mientras tanto, Federico había relevado a Reinaldo del cargo de canciller del imperio, para dárselo a Cristián de Buch. Ciertamente, Reinaldo, como arzobispo de Colonia, era también archicanciller de Italia y seguía siendo muy poderoso, tanto es así que fue él el que organizó la canonización de Carlomagno, pero aquella sustitución, por lo menos a mis ojos, significaba que Federico había empezado a tener la sensación de que Reinaldo se extralimitaba. Y, por lo tanto, ¿cómo presentarle al emperador una carta que, en el fondo, emanaba de Reinaldo? Y se me estaba olvidando, el mismo año de la canonización, Beatriz tuvo un segundo hijo, por lo que el emperador pensaba en otros asuntos, tanto más cuanto que llegaban voces de que el primero estaba continuamente enfermo. Así, entre una cosa y otra, transcurrió más de un año.
—¿Reinaldo no insistía?
—Al principio tenía otras ideas en la cabeza. Luego murió. Mientras Federico estaba en Roma para echar a Alejandro III y poner en el trono a su antipapa, estalló una pestilencia; y la peste se lleva a ricos y a pobres. Murió también Reinaldo. Me afectó mucho, aunque nunca lo había amado de verdad. Era arrogante y rencoroso, pero había sido un hombre osado y se había batido hasta el fin por su señor. Descanse en paz. Salvo que ahora, sin él, la carta, ¿seguía teniendo sentido? Era el único lo suficientemente astuto como para saber sacar partido de ella, haciéndola circular por las cancillerías de todo el mundo cristiano.
Baudolino hizo una pausa:
—Y luego estaba el asunto de mi ciudad.
—¿Y cuál? si naciste en una ciénaga.
—Es verdad, estoy corriendo mucho. Todavía tenemos que construir la ciudad.
—¡Por fin no me hablas de una ciudad destruida!
—Sí —dijo Baudolino— era la primera y la única vez en mi vida que habría visto nacer y no morir una ciudad.